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Las raíces torcidas de América Latina

Gabriel Arana Fuentes
22 de abril, 2018

Fragmento del libro “Las raíces torcidas de América Latina de la autoría de Carlos Alberto Montaner, publicado por Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V. bajo el sello editorial temas’de hoy.  ©2018.

La sospechosa legitimidad original: fraudes, sofismas, y otras trampas teológicas y jurídicas

A los pocos días de iniciado el año 2000, un grupo de coroneles ecuatorianos intentó tomar el poder por la fuerza. A lo largo del tiempo, la escena se ha repetido decenas de veces en todas las capitales de este continente. Era, parafraseando a Marx, casi como la representación de una conocida farsa que casi siempre termina en tragedia. Tanto, que a ratos parece que en nuestro mundillo la democracia —gobiernos regidos por leyes y elegidos con el consentimiento libre y mayoritario de la sociedad— es la excepción y no la regla. ¿Hay algo más latinoamericano que ese penoso espectáculo de los militares entrando a la casa presidencial con la pistola al cinto y los gobernantes huyendo por la puerta trasera? En el siglo pasado —el xx, naturalmente—, sólo un país de este universo, Costa Rica, aparentemente se vio libre de este azote, pero ni siquiera totalmente, pues dos veces se quebró el orden institucional: en 1917, el general Tinoco dio un cuartelazo que duró dos años, y en 1948, tras unas confusas y disputadas elecciones, hasta tuvo lugar una revolución triunfante, con intensos tiroteos y unos cuantos fusilados. Felizmente, el episodio se saldó con la disolución constitucional de las fuerzas armadas y la conversión de los cuarteles en escuelas, cambio del que los “ticos”, con razón, están particularmente orgullosos.

Quizá te interese: Juego de reinas, las mujeres que dominaron el siglo XVI

Pudiera parecer que “el gran problema” de América Latina es el militarismo, pero tal vez estemos ante el error de tomar el síntoma por la enfermedad o el rábano por las hojas. La verdad es que la cuestión de fondo radica en la inconformidad de una parte sustancial de los latinoamericanos con el Estado, en el que se dan cita en calidad de ciudadanos. No creen en él. No perciben a sus gobernantes como servidores públicos elegidos para beneficio de la sociedad. Sospechan que sus leyes son injustas y que sus jueces sentencian sin equidad, si es que alguna vez se logra mover la pesada maquinaria legal. Dan por sentada la corrupción de los políticos y de las burocracias oficiales: los más inescrupulosos, incluso, se sirven de ella para “engrasar” sus negocios. Y aunque los latinoamericanos suelen sancionar las constituciones en referéndums, lo hacen de una manera mecánica; pura liturgia en la que no entran las convicciones más íntimas.

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Las virtudes del fracaso

De ahí la débil fidelidad popular a las instituciones públicas: el vínculo ético fuerte y el sistema de obligaciones morales recíprocas se establece con la familia, con el círculo de amigos y con quienes se realizan transacciones privadas, pero no con el Estado. El Estado, por el contrario —así se le ve—, es un ente distante, casi siempre hostil, ineficiente e injusto. Eso explica, por ejemplo, que un porcentaje mayoritario de peruanos apoyara la clausura violenta del Congreso en 1992 por parte de Alberto Fujimori, o que 65% por ciento de los venezolanos respaldara la intentona golpista de Hugo Chávez contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez en ese mismo año. Eso explica el éxito de los “hombres fuertes” en la historia de América Latina en el siglo xx: Juan Vicente Gómez, Trujillo, Somoza, Estrada, Carías, Perón, Pérez Jiménez, Batista, Castro. Un panorama no muy diferente al del siglo xix: Santa Anna, Rodríguez de Francia, Rosas, Porfirio Díaz y un prolongado etcétera cansinamente redundante. Parece evidente que los latinoamericanos, grosso modo, no han

sabido o podido segregar naturalmente un Estado dentro del cual puedan sentirse razonablemente confortables; un Estado en el que el poder tenga legitimidad para actuar y las instituciones y órganos de gobierno se adecuen al fin último para el cual fueron creados: servir a la sociedad. ¿Por qué ese fenómeno? En realidad, las raíces de este desencuentro son muy viejas. Vale la pena examinarlas, pues la historia acaso tenga unas cuantas respuestas perfectamente válidas para problemas que se han arrastrado hasta el siglo xxi y que no muestran signos de desaparecer.

La ilegitimidad original del poder

Como parece perfectamente lógico, ante la llegada de los conquistadores, los desde entonces mal llamados “indios” sin duda alguna sintieron que eran víctimas de una devastadora injusticia. Es importante subrayar que no nos referimos a puñados de personas que habitaban desnudas en las selvas sin otro vínculo que el de la tribu, sino, literalmente, a millones de seres humanos, la mayor parte de ellos integrados en sociedades complejas —incas, chibchas, mayas, aztecas—, con arraigo territorial, tradiciones, dignidades, densas estratificaciones sociales, sentido de la historia, complicadas teologías, ciencia, escuelas, formas de escritura —jeroglíficos que comenzaban a evolucionar hacia el alfabeto fonético, quipus o cuerdas anudadas con las que anotaban hechos o contabilizaban objetos—, grandes núcleos urbanos, algunos mayores que casi todas las ciudades europeas. Gentes, en suma, que contaban con instituciones de derecho —leyes, jueces— y con una sutil cosmovisión que, como el cristianismo a los europeos, les aliviaba sus inquietudes metafísicas.

Esa sensación de despojo,

de injusto atropello que sintieron los indios, provocó varias reacciones inmediatas. Muchos trataron de escapar hacia lugares en los que no estuvieran aquellos hombres blancos que dominaban el trueno. Alguno hasta llevó más lejos su pavor: Hatuey, un cacique de Quisqueya que fue quemado en Cuba por su oposición a los conquistadores, en sus conversaciones con el cura que intentaba consolarlo al pie de la hoguera, horrorizado se negó tajantemente a que su alma ascendiera al cielo cuando le confirmaron que en ese sitio volvería a encontrarse a los españoles. Fueron legiones, en suma, los que resistieron en el terreno militar mientras pudieron. Una considerable cantidad —como ocurrió con los taínos de las Antillas y con numerosos mayas— se quitaron la vida ahorcándose o envenenándose con tierra. Algunos, se cuenta —aunque es difícil de creer—, dejaron voluntariamente de respirar tragándose la lengua hasta morir por asfixia. Los indios deben haber sufrido una atroz sensación de miedo, impotencia e indefensión, lo que acaso explica que, con frecuencia, atribuyeran sus infinitas desgracias a designios de los múltiples dioses malvados alojados en su panteón. Sólo las deidades más crueles y poderosas podían haber desatado contra ellos semejantes males. Sus poetas dejaron lastimosas

muestras de la desolación que les había traído el nuevo yugo impuesto por los extranjeros. Un inca, anónimo, compuso estos versos extrañamente tristes:

Madre mía, cuando yo muera entiérrame

aquí, donde vivimos,

y cuando hagas tortillas

llora por mí, madre.

Si alguien llega y pregunta:

señora, por qué llora,

contéstale: porque la leña está húmeda

y el humo hace estas lágrimas.

Los españoles más sensibles no fueron inmunes a este dolor. No sólo el padre Bartolomé de las Casas, notorio defensor de los indios, sino también algunos conquistadores que alternaban las armas y las letras. La Araucana, de Alonso de Ercilla Zúñiga, un largo canto épico centrado en la conquista de Chile, está lleno de admiración por los indios. Pero ese sentimiento llevaba implícita una contradicción que no tardó en manifestarse: los criollos, descendientes de los españoles, o los mestizos europeizados, muy pronto y de manera creciente, sin advertirlo, comenzaron a hacer suya la visión de los indios: “los españoles, sin ningún derecho, vinieron y nos quitaron lo que nos pertenecía”. A veces el que tal cosa afirmaba era un hombre blanco, descendiente directo de los conquistadores, o un mestizo que había olvidado la lengua y las tradiciones de sus abuelos, mientras de indio sólo conservaba el fenotipo, pero el resultado era el mismo: la cultura y el Estado violentamente impuestos por los españoles sufrían de una carga de ilegitimidad inicial, luego transmitida a las generaciones posteriores hasta generar razonamientos rayanos en lo absurdo. Uno de los más pintorescos tal vez haya sido el del venezolano Francisco de Miranda, el “Precursor” de la independencia de su país, blanco, liberal y afrancesado, hombre radicalmente instalado en el más selecto espíritu de la Ilustración, quien llegara a plantear la resurrección de una suerte de Incanato para sustituir al decadente imperio español en la América hispana.

El fuego invisible

¿Por qué la adopción del punto de vista del vencido se dio en la América hispana y no en la anglosajona? ¿Por qué los colonos angloholandeses y sus descendientes en Norteamérica jamás tuvieron duda de su filiación europea, mientras los españoles y criollos desde el comienzo mismo de la Conquista comenzaron a cuestionar su propia identidad? Hay varias causas. La primera es cultural: los españoles se adueñaron de un enorme territorio, pero también de unas civilizaciones en algunos aspectos comparables a las europeas. Un campesino extremeño que llegara a Cuzco o a Tenochtitlán tenía que sentir la más deslumbrada admiración. Los españoles, además, se insertaron

en esos medios urbanos para aprovechar la mano de obra nativa, e inmediatamente, por la fuerza o la intimidación, comenzaron a adaptar a los indígenas a sus usos y costumbres, pero era inevitable

que ellos mismos resultaran fuertemente impregnados por la civilización dominada. Y no era extraño: algo así les ocurrió a los árabes que conquistaron y controlaron media España durante siete siglos. Cuando los desalojaron de Granada, los dos pueblos, moros y cristianos, más que enemigos distintos parecían primos hermanos enfrentados en una batalla familiar.

Las horas más oscuras

Nada de esto existía, en cambio, en las tierras “compradas” por los colonos ingleses y holandeses a los “atrasados” indios del norte de América, agrupados en pequeñas tribus, carentes de ciudades, mayoritariamente desconocedores de la agricultura, y todavía inmersos en una simple cultura de cazadores y recolectores. Había también razones demográficas que explican el contraste: los españoles —apenas veinte o veinticinco mil en los primeros setenta años— se encontraron con una masa humana calculada en mil veces esa cantidad —veinte a veinticinco millones—, y de inmediato comenzó un furioso apareamiento que sembró la nueva tierra de mestizos. Pero ese promiscuo “cruce”, esas múltiples relaciones, produjeron unos vínculos afectivos entre europeos e indígenas que tienen que haber actuado en las dos direcciones: el amor carnal por la india —a veces lo hubo más allá de la mera cópula— y el sentimiento paterno filial por el hijo mestizo, producían un nexo distinto, una suerte de compasiva identificación con el mundo conquistado.

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La sospechosa legitimidad original: fraudes, sofismas, y otras trampas teológicas y jurídicas

A los pocos días de iniciado el año 2000, un grupo de coroneles ecuatorianos intentó tomar el poder por la fuerza. A lo largo del tiempo, la escena se ha repetido decenas de veces en todas las capitales de este continente. Era, parafraseando a Marx, casi como la representación de una conocida farsa que casi siempre termina en tragedia. Tanto, que a ratos parece que en nuestro mundillo la democracia —gobiernos regidos por leyes y elegidos con el consentimiento libre y mayoritario de la sociedad— es la excepción y no la regla. ¿Hay algo más latinoamericano que ese penoso espectáculo de los militares entrando a la casa presidencial con la pistola al cinto y los gobernantes huyendo por la puerta trasera? En el siglo pasado —el xx, naturalmente—, sólo un país de este universo, Costa Rica, aparentemente se vio libre de este azote, pero ni siquiera totalmente, pues dos veces se quebró el orden institucional: en 1917, el general Tinoco dio un cuartelazo que duró dos años, y en 1948, tras unas confusas y disputadas elecciones, hasta tuvo lugar una revolución triunfante, con intensos tiroteos y unos cuantos fusilados. Felizmente, el episodio se saldó con la disolución constitucional de las fuerzas armadas y la conversión de los cuarteles en escuelas, cambio del que los “ticos”, con razón, están particularmente orgullosos.

Quizá te interese: Juego de reinas, las mujeres que dominaron el siglo XVI

Pudiera parecer que “el gran problema” de América Latina es el militarismo, pero tal vez estemos ante el error de tomar el síntoma por la enfermedad o el rábano por las hojas. La verdad es que la cuestión de fondo radica en la inconformidad de una parte sustancial de los latinoamericanos con el Estado, en el que se dan cita en calidad de ciudadanos. No creen en él. No perciben a sus gobernantes como servidores públicos elegidos para beneficio de la sociedad. Sospechan que sus leyes son injustas y que sus jueces sentencian sin equidad, si es que alguna vez se logra mover la pesada maquinaria legal. Dan por sentada la corrupción de los políticos y de las burocracias oficiales: los más inescrupulosos, incluso, se sirven de ella para “engrasar” sus negocios. Y aunque los latinoamericanos suelen sancionar las constituciones en referéndums, lo hacen de una manera mecánica; pura liturgia en la que no entran las convicciones más íntimas.

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Las virtudes del fracaso

De ahí la débil fidelidad popular a las instituciones públicas: el vínculo ético fuerte y el sistema de obligaciones morales recíprocas se establece con la familia, con el círculo de amigos y con quienes se realizan transacciones privadas, pero no con el Estado. El Estado, por el contrario —así se le ve—, es un ente distante, casi siempre hostil, ineficiente e injusto. Eso explica, por ejemplo, que un porcentaje mayoritario de peruanos apoyara la clausura violenta del Congreso en 1992 por parte de Alberto Fujimori, o que 65% por ciento de los venezolanos respaldara la intentona golpista de Hugo Chávez contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez en ese mismo año. Eso explica el éxito de los “hombres fuertes” en la historia de América Latina en el siglo xx: Juan Vicente Gómez, Trujillo, Somoza, Estrada, Carías, Perón, Pérez Jiménez, Batista, Castro. Un panorama no muy diferente al del siglo xix: Santa Anna, Rodríguez de Francia, Rosas, Porfirio Díaz y un prolongado etcétera cansinamente redundante. Parece evidente que los latinoamericanos, grosso modo, no han

sabido o podido segregar naturalmente un Estado dentro del cual puedan sentirse razonablemente confortables; un Estado en el que el poder tenga legitimidad para actuar y las instituciones y órganos de gobierno se adecuen al fin último para el cual fueron creados: servir a la sociedad. ¿Por qué ese fenómeno? En realidad, las raíces de este desencuentro son muy viejas. Vale la pena examinarlas, pues la historia acaso tenga unas cuantas respuestas perfectamente válidas para problemas que se han arrastrado hasta el siglo xxi y que no muestran signos de desaparecer.

La ilegitimidad original del poder

Como parece perfectamente lógico, ante la llegada de los conquistadores, los desde entonces mal llamados “indios” sin duda alguna sintieron que eran víctimas de una devastadora injusticia. Es importante subrayar que no nos referimos a puñados de personas que habitaban desnudas en las selvas sin otro vínculo que el de la tribu, sino, literalmente, a millones de seres humanos, la mayor parte de ellos integrados en sociedades complejas —incas, chibchas, mayas, aztecas—, con arraigo territorial, tradiciones, dignidades, densas estratificaciones sociales, sentido de la historia, complicadas teologías, ciencia, escuelas, formas de escritura —jeroglíficos que comenzaban a evolucionar hacia el alfabeto fonético, quipus o cuerdas anudadas con las que anotaban hechos o contabilizaban objetos—, grandes núcleos urbanos, algunos mayores que casi todas las ciudades europeas. Gentes, en suma, que contaban con instituciones de derecho —leyes, jueces— y con una sutil cosmovisión que, como el cristianismo a los europeos, les aliviaba sus inquietudes metafísicas.

Esa sensación de despojo,

de injusto atropello que sintieron los indios, provocó varias reacciones inmediatas. Muchos trataron de escapar hacia lugares en los que no estuvieran aquellos hombres blancos que dominaban el trueno. Alguno hasta llevó más lejos su pavor: Hatuey, un cacique de Quisqueya que fue quemado en Cuba por su oposición a los conquistadores, en sus conversaciones con el cura que intentaba consolarlo al pie de la hoguera, horrorizado se negó tajantemente a que su alma ascendiera al cielo cuando le confirmaron que en ese sitio volvería a encontrarse a los españoles. Fueron legiones, en suma, los que resistieron en el terreno militar mientras pudieron. Una considerable cantidad —como ocurrió con los taínos de las Antillas y con numerosos mayas— se quitaron la vida ahorcándose o envenenándose con tierra. Algunos, se cuenta —aunque es difícil de creer—, dejaron voluntariamente de respirar tragándose la lengua hasta morir por asfixia. Los indios deben haber sufrido una atroz sensación de miedo, impotencia e indefensión, lo que acaso explica que, con frecuencia, atribuyeran sus infinitas desgracias a designios de los múltiples dioses malvados alojados en su panteón. Sólo las deidades más crueles y poderosas podían haber desatado contra ellos semejantes males. Sus poetas dejaron lastimosas

muestras de la desolación que les había traído el nuevo yugo impuesto por los extranjeros. Un inca, anónimo, compuso estos versos extrañamente tristes:

Madre mía, cuando yo muera entiérrame

aquí, donde vivimos,

y cuando hagas tortillas

llora por mí, madre.

Si alguien llega y pregunta:

señora, por qué llora,

contéstale: porque la leña está húmeda

y el humo hace estas lágrimas.

Los españoles más sensibles no fueron inmunes a este dolor. No sólo el padre Bartolomé de las Casas, notorio defensor de los indios, sino también algunos conquistadores que alternaban las armas y las letras. La Araucana, de Alonso de Ercilla Zúñiga, un largo canto épico centrado en la conquista de Chile, está lleno de admiración por los indios. Pero ese sentimiento llevaba implícita una contradicción que no tardó en manifestarse: los criollos, descendientes de los españoles, o los mestizos europeizados, muy pronto y de manera creciente, sin advertirlo, comenzaron a hacer suya la visión de los indios: “los españoles, sin ningún derecho, vinieron y nos quitaron lo que nos pertenecía”. A veces el que tal cosa afirmaba era un hombre blanco, descendiente directo de los conquistadores, o un mestizo que había olvidado la lengua y las tradiciones de sus abuelos, mientras de indio sólo conservaba el fenotipo, pero el resultado era el mismo: la cultura y el Estado violentamente impuestos por los españoles sufrían de una carga de ilegitimidad inicial, luego transmitida a las generaciones posteriores hasta generar razonamientos rayanos en lo absurdo. Uno de los más pintorescos tal vez haya sido el del venezolano Francisco de Miranda, el “Precursor” de la independencia de su país, blanco, liberal y afrancesado, hombre radicalmente instalado en el más selecto espíritu de la Ilustración, quien llegara a plantear la resurrección de una suerte de Incanato para sustituir al decadente imperio español en la América hispana.

El fuego invisible

¿Por qué la adopción del punto de vista del vencido se dio en la América hispana y no en la anglosajona? ¿Por qué los colonos angloholandeses y sus descendientes en Norteamérica jamás tuvieron duda de su filiación europea, mientras los españoles y criollos desde el comienzo mismo de la Conquista comenzaron a cuestionar su propia identidad? Hay varias causas. La primera es cultural: los españoles se adueñaron de un enorme territorio, pero también de unas civilizaciones en algunos aspectos comparables a las europeas. Un campesino extremeño que llegara a Cuzco o a Tenochtitlán tenía que sentir la más deslumbrada admiración. Los españoles, además, se insertaron

en esos medios urbanos para aprovechar la mano de obra nativa, e inmediatamente, por la fuerza o la intimidación, comenzaron a adaptar a los indígenas a sus usos y costumbres, pero era inevitable

que ellos mismos resultaran fuertemente impregnados por la civilización dominada. Y no era extraño: algo así les ocurrió a los árabes que conquistaron y controlaron media España durante siete siglos. Cuando los desalojaron de Granada, los dos pueblos, moros y cristianos, más que enemigos distintos parecían primos hermanos enfrentados en una batalla familiar.

Las horas más oscuras

Nada de esto existía, en cambio, en las tierras “compradas” por los colonos ingleses y holandeses a los “atrasados” indios del norte de América, agrupados en pequeñas tribus, carentes de ciudades, mayoritariamente desconocedores de la agricultura, y todavía inmersos en una simple cultura de cazadores y recolectores. Había también razones demográficas que explican el contraste: los españoles —apenas veinte o veinticinco mil en los primeros setenta años— se encontraron con una masa humana calculada en mil veces esa cantidad —veinte a veinticinco millones—, y de inmediato comenzó un furioso apareamiento que sembró la nueva tierra de mestizos. Pero ese promiscuo “cruce”, esas múltiples relaciones, produjeron unos vínculos afectivos entre europeos e indígenas que tienen que haber actuado en las dos direcciones: el amor carnal por la india —a veces lo hubo más allá de la mera cópula— y el sentimiento paterno filial por el hijo mestizo, producían un nexo distinto, una suerte de compasiva identificación con el mundo conquistado.

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