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Escribir es un oficio peligroso

Gabriel Arana Fuentes
29 de abril, 2018

Fragmento del libro Escribir es un oficio peligroso, de Alice Basso, publicado por Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V. bajo el sello editorial Planeta.  ©2018. Traducción: Nery López

1

Black Hawk Down

El rostro del hombre se cierne sobre mí. Con sus enormes manos me presiona contra el suelo, sin encontrar resistencia alguna. Y no es que yo no me esté oponiendo, al contrario. Él no hace ningún esfuerzo, pero yo sí: me resulta difícil respirar y una gota de sudor me ciega, pero no lo suficiente para que no pueda ver su rostro. Se me niega incluso ese alivio. Me mira con una determinación sádica, luego sonríe, feliz por tenerme sometida. Y es justo en este instante cuando comienzo a molestarme.

—Okey, ya nos divertimos bastante, gracias. Ahora debo ir a trabajar —balbuceo.

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Trato de liberarme, pero el instructor de aikido me mantiene contra el suelo con una sola mano. Tiene mucha fuerza. Es tan grande como un cetáceo. Ni siquiera estoy segura de que las técnicas que trata de enseñarme sean eficaces: cuando un hombre que parece el monte Uluru te empuja contra el piso, ahí te quedas, sin tanta filosofía sobre el desequilibrio de los centros y demás palabrería zen.

Quizá te interese: Las mujeres que dominaron el siglo XVI

Miro el techo, del que cuelgan unos focos desnudos. Este gimnasio es un asco. En el muro se asoman unas columnas de concreto sin enyesar. Todo el piso es de loseta vinílica de color azul celeste y está más gastado que un sobreviviente de la Gran Retirada Rusa. Excepto en la parte en la que me encuentro, donde tenemos un tatami tan desgastado y manchado como la loseta de vinilo. El deseo de encontrarme en cualquier lugar que no sea este es inconmensurable.

—En serio, debo irme. Enrico me espera en la editorial a mediodía.

No es que me importe hacer esperar a Enrico. Lo digo por mí. Ya que no tiene sentido tratar de negociar con el hermano imbécil de Hulk, mejor me dirijo al personaje que, plácidamente, nos está observando desde la puerta.

—Todavía falta un cuarto de hora para que termine la clase —contesta con aire angelical el personaje, o sea, el comisario Berganza.

—De hecho, ese es el tiempo exacto que necesito para bañarme y vestirme, y así presentarme en Ediciones L’Erica sin parecer una troglodita.

Miro feo al instructor para que le llegue el mensaje de que el troglodita es más bien él. No le llega. En cambio, lo que me llega a mí es otro empujón hacia el suelo.

—Sarca, sabes bien lo que pienso.

Envuelto como siempre en su emblemático impermeable beige, Berganza echa un poco de humo por un lado de la boca. Lo gracioso es que hay un PROHIBIDO FUMAR justo sobre sus hombros, colgado en la pared del corredor. Parece como si el comisario hubiera obtenido un permiso especial para encender un cigarro en cualquiera de los lugares que pisa. Será su comportamiento, o será que me recuerda a Humphrey Bogart, Robert De Niro y Dick Tracy, todos juntos. ¿Quién le impediría encender un cigarro a Humphrey Bogart, Robert De Niro y Dick Tracy, todos juntos?

Berganza se encoge de hombros.

—Sarca, ahora que usted es consejera de la policía nacional, podría verse involucrada en acciones peligrosas. Como su superior, es mi deber ponerla en condición de saber defenderse. Ya se lo expliqué. No puedo permitir que el día de mañana tenga que acompañarme a un entorno conflictivo y esté completamente in- defensa. Sería un riesgo para usted y un obstáculo para mí y mis hombres, que tendríamos que hacer de niñeras. Claro, si usted supiera disparar, llevar una arma sería la solución…, pero, tal y como están las cosas, asegurarme de que asista por lo menos a un curso de técnicas de defensa personal es lo mínimo a lo que estoy obligado.

—Lo sé —replico. Y, de hecho, lo sé. Es la cantaleta que me repite cada vez que viene a comprobar que me presenté a la clase de aikido, o sea, cada vez que tengo clase de aikido.

Hace bien en no confiar en mí. Esta actividad no me gusta nada. Si no supiera que Berganza me vigila, desde luego que no iría. Lo elegí porque me pareció el menos fastidioso de los cursos que ofrece el gimnasio con el que tienen convenio, y porque las clases tenían el horario más cómodo. Pero lo odio por muchas razones.

Para empezar, porque es un arte marcial para débiles:

todo eso de explotar la fuerza del enemigo, la filosofía de la victoria correcta, etcétera. Qué aburrido. En la práctica lo odio exactamente por las razones opuestas, es decir, porque es demasiado violento, para mí. «Antes de aprender a atacar, debes aprender a caer», me dijo el Goliat en la primera clase: desde entonces siempre estoy en el piso. Parece que ese coloso frustrado cree que es indispensable para su autoestima que mi columna vertebral rebote sobre el tatami durante tres horas a la semana.

Pero, en realidad,

lo que más me molesta es el hecho de disparar. Hablemos de eso. Tengo treinta y cuatro años. Desde hace casi veinte me visto como si en mi casa un incendio hubiera quemado todo menos los disfraces de Halloween. Me maquillo de un modo que Theda Bara definiría como perturbador. Me pei- no como si fuera el sueño erótico de un cyberpunk (o, más bien, como alguien que se corta el cabello sola en el baño). Incluso

ahora que estoy sudada sobre el tatami, llevo unos leggings negros, una playera negra de The Clash y una banda negra deportiva para intentar que mi cabello se mantenga lejos de mis córneas. Mi fleco es rubio, porque la Madre Naturaleza es una señora ocupada y a veces se le escapan algunas cosas. Pero soy de esas que se visten de negro, usan cadenas y se cortan el cabello frente al espejo. Tengo la gracia de un minero y el lenguaje de un condenado a cadena perpetua. Modestamente, soy la criatura menos frívola y remilgada que conozco. Todo esto para decir que por naturaleza sería una candidata ideal para aprender a dis- parar, maldición. Si este fuera un mundo justo, si todo sucediera como en los libros, sería el tipo de persona que toma una pistola y de la nada, sin el más mínimo esfuerzo, dispara un montón de balas en el centro exacto de la silueta humana del blanco; después bajaría el arma, de la que saldría un artístico hilo de humo, y diría moviendo los hombros: «¿Esto es todo? Era fácil». Esto es lo que debería suceder.

En vez de eso, la primera vez que estuve en el campo de tiro de Turín disparé al aire.

Así, como una novata. El segundo tiro, bajo la dirección de Berganza, estuvo mejor. Tanto que me dio esperanzas. Esperanzas mal fundadas. Desde entonces sólo regresé cuatro veces al campo. En mi historial figuran cuatro horas de entrenamiento. Inútiles. Tiempo completamente desperdiciado. Yo, que en el trabajo en cuatro horas leo un manual de…, bueno, de cualquier cosa, y aprendo lo suficiente como para hacerme pasar por una experta en eso.

Yo, que en cuatro horas escribo un capítulo de una novela, dos capítulos de un ensayo técnico o un discurso electoral entero (en realidad, para estos últimos no se necesita nada. Puedo terminarlos hasta con una sola mano, mientras con la otra agarro botanas con queso de una bolsa). En cuatro horas logró hacer muchas cosas, excepto, evidentemente, aprender a disparar. «Sarca, se supone que usted tiene la pistola para defenderse, no para ponernos a todos en peligro», fueron las palabras de Berganza después del enésimo proyectil que fue a clavarse en el muro.

Tengo una puntería penosa, fin de la discusión. Por lo tanto, nada de portar armas.

Pero, al parecer, debo aprender alguna forma de autodefen- sa —no sé si lo estipula algún reglamento o si Berganza insiste por algún tipo de escrúpulo personal—, así que aquí estoy, pasando la mañana de un triste lunes en este decadente gimnasio al que vienen a entrenarse todos los agentes del equipo, con la espalda sudorosa presionada sobre el sucio tatami. En otras palabras: aquí estoy hoy, muriendo lentamente a causa de los traumatismos en la columna vertebral y la septicemia, para aprender a no morir mañana.

Este entrenamiento no tiene ningún sentido.

—Okey, por ahora es suficiente, dije que debo ir a trabajar —sentenció.

—Ya escuchaste al jefe, aún falta un cuarto de hora —pro- testa el instructor.

Ambos volteamos hacia Benganza, que levanta los hom- bros como diciendo «Arréglense ustedes», y aspira el cigarro. Si lo conozco al menos un poco —y creo que ya lo conozco un poco aunque me lo presentaron hace sólo unas pocas sema- nas—, en el fondo se está divirtiendo.

—El jefe dijo que… —insiste Míster Músculo, todavía con las piernas abiertas sobre mí, tratando de presionarme hacia abajo.

—Ay, pero ¡por favor! —Exploto. Me cruzo de brazos. El cachalote me mira. Pocas posturas son tan alienantes como la de una mujer aplastada contra el suelo que cruza los brazos sobre el pecho de un modo angelical, como si se encontrara comodísima—. Deje de fingir que le interesa esta clase. A usted le importa un comino el aikido, reconózcalo. Sólo le importa ejercer una violencia disfrazada de autoridad sobre un ejemplar del sexo femenino que, al someterse a sus órdenes, satisfaría su deseo de reconocimiento.

Por detenerse a mirarme, se perdió después del «reconózcalo». Tendré que ser más específica.

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1

Black Hawk Down

El rostro del hombre se cierne sobre mí. Con sus enormes manos me presiona contra el suelo, sin encontrar resistencia alguna. Y no es que yo no me esté oponiendo, al contrario. Él no hace ningún esfuerzo, pero yo sí: me resulta difícil respirar y una gota de sudor me ciega, pero no lo suficiente para que no pueda ver su rostro. Se me niega incluso ese alivio. Me mira con una determinación sádica, luego sonríe, feliz por tenerme sometida. Y es justo en este instante cuando comienzo a molestarme.

—Okey, ya nos divertimos bastante, gracias. Ahora debo ir a trabajar —balbuceo.

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Trato de liberarme, pero el instructor de aikido me mantiene contra el suelo con una sola mano. Tiene mucha fuerza. Es tan grande como un cetáceo. Ni siquiera estoy segura de que las técnicas que trata de enseñarme sean eficaces: cuando un hombre que parece el monte Uluru te empuja contra el piso, ahí te quedas, sin tanta filosofía sobre el desequilibrio de los centros y demás palabrería zen.

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Miro el techo, del que cuelgan unos focos desnudos. Este gimnasio es un asco. En el muro se asoman unas columnas de concreto sin enyesar. Todo el piso es de loseta vinílica de color azul celeste y está más gastado que un sobreviviente de la Gran Retirada Rusa. Excepto en la parte en la que me encuentro, donde tenemos un tatami tan desgastado y manchado como la loseta de vinilo. El deseo de encontrarme en cualquier lugar que no sea este es inconmensurable.

—En serio, debo irme. Enrico me espera en la editorial a mediodía.

No es que me importe hacer esperar a Enrico. Lo digo por mí. Ya que no tiene sentido tratar de negociar con el hermano imbécil de Hulk, mejor me dirijo al personaje que, plácidamente, nos está observando desde la puerta.

—Todavía falta un cuarto de hora para que termine la clase —contesta con aire angelical el personaje, o sea, el comisario Berganza.

—De hecho, ese es el tiempo exacto que necesito para bañarme y vestirme, y así presentarme en Ediciones L’Erica sin parecer una troglodita.

Miro feo al instructor para que le llegue el mensaje de que el troglodita es más bien él. No le llega. En cambio, lo que me llega a mí es otro empujón hacia el suelo.

—Sarca, sabes bien lo que pienso.

Envuelto como siempre en su emblemático impermeable beige, Berganza echa un poco de humo por un lado de la boca. Lo gracioso es que hay un PROHIBIDO FUMAR justo sobre sus hombros, colgado en la pared del corredor. Parece como si el comisario hubiera obtenido un permiso especial para encender un cigarro en cualquiera de los lugares que pisa. Será su comportamiento, o será que me recuerda a Humphrey Bogart, Robert De Niro y Dick Tracy, todos juntos. ¿Quién le impediría encender un cigarro a Humphrey Bogart, Robert De Niro y Dick Tracy, todos juntos?

Berganza se encoge de hombros.

—Sarca, ahora que usted es consejera de la policía nacional, podría verse involucrada en acciones peligrosas. Como su superior, es mi deber ponerla en condición de saber defenderse. Ya se lo expliqué. No puedo permitir que el día de mañana tenga que acompañarme a un entorno conflictivo y esté completamente in- defensa. Sería un riesgo para usted y un obstáculo para mí y mis hombres, que tendríamos que hacer de niñeras. Claro, si usted supiera disparar, llevar una arma sería la solución…, pero, tal y como están las cosas, asegurarme de que asista por lo menos a un curso de técnicas de defensa personal es lo mínimo a lo que estoy obligado.

—Lo sé —replico. Y, de hecho, lo sé. Es la cantaleta que me repite cada vez que viene a comprobar que me presenté a la clase de aikido, o sea, cada vez que tengo clase de aikido.

Hace bien en no confiar en mí. Esta actividad no me gusta nada. Si no supiera que Berganza me vigila, desde luego que no iría. Lo elegí porque me pareció el menos fastidioso de los cursos que ofrece el gimnasio con el que tienen convenio, y porque las clases tenían el horario más cómodo. Pero lo odio por muchas razones.

Para empezar, porque es un arte marcial para débiles:

todo eso de explotar la fuerza del enemigo, la filosofía de la victoria correcta, etcétera. Qué aburrido. En la práctica lo odio exactamente por las razones opuestas, es decir, porque es demasiado violento, para mí. «Antes de aprender a atacar, debes aprender a caer», me dijo el Goliat en la primera clase: desde entonces siempre estoy en el piso. Parece que ese coloso frustrado cree que es indispensable para su autoestima que mi columna vertebral rebote sobre el tatami durante tres horas a la semana.

Pero, en realidad,

lo que más me molesta es el hecho de disparar. Hablemos de eso. Tengo treinta y cuatro años. Desde hace casi veinte me visto como si en mi casa un incendio hubiera quemado todo menos los disfraces de Halloween. Me maquillo de un modo que Theda Bara definiría como perturbador. Me pei- no como si fuera el sueño erótico de un cyberpunk (o, más bien, como alguien que se corta el cabello sola en el baño). Incluso

ahora que estoy sudada sobre el tatami, llevo unos leggings negros, una playera negra de The Clash y una banda negra deportiva para intentar que mi cabello se mantenga lejos de mis córneas. Mi fleco es rubio, porque la Madre Naturaleza es una señora ocupada y a veces se le escapan algunas cosas. Pero soy de esas que se visten de negro, usan cadenas y se cortan el cabello frente al espejo. Tengo la gracia de un minero y el lenguaje de un condenado a cadena perpetua. Modestamente, soy la criatura menos frívola y remilgada que conozco. Todo esto para decir que por naturaleza sería una candidata ideal para aprender a dis- parar, maldición. Si este fuera un mundo justo, si todo sucediera como en los libros, sería el tipo de persona que toma una pistola y de la nada, sin el más mínimo esfuerzo, dispara un montón de balas en el centro exacto de la silueta humana del blanco; después bajaría el arma, de la que saldría un artístico hilo de humo, y diría moviendo los hombros: «¿Esto es todo? Era fácil». Esto es lo que debería suceder.

En vez de eso, la primera vez que estuve en el campo de tiro de Turín disparé al aire.

Así, como una novata. El segundo tiro, bajo la dirección de Berganza, estuvo mejor. Tanto que me dio esperanzas. Esperanzas mal fundadas. Desde entonces sólo regresé cuatro veces al campo. En mi historial figuran cuatro horas de entrenamiento. Inútiles. Tiempo completamente desperdiciado. Yo, que en el trabajo en cuatro horas leo un manual de…, bueno, de cualquier cosa, y aprendo lo suficiente como para hacerme pasar por una experta en eso.

Yo, que en cuatro horas escribo un capítulo de una novela, dos capítulos de un ensayo técnico o un discurso electoral entero (en realidad, para estos últimos no se necesita nada. Puedo terminarlos hasta con una sola mano, mientras con la otra agarro botanas con queso de una bolsa). En cuatro horas logró hacer muchas cosas, excepto, evidentemente, aprender a disparar. «Sarca, se supone que usted tiene la pistola para defenderse, no para ponernos a todos en peligro», fueron las palabras de Berganza después del enésimo proyectil que fue a clavarse en el muro.

Tengo una puntería penosa, fin de la discusión. Por lo tanto, nada de portar armas.

Pero, al parecer, debo aprender alguna forma de autodefen- sa —no sé si lo estipula algún reglamento o si Berganza insiste por algún tipo de escrúpulo personal—, así que aquí estoy, pasando la mañana de un triste lunes en este decadente gimnasio al que vienen a entrenarse todos los agentes del equipo, con la espalda sudorosa presionada sobre el sucio tatami. En otras palabras: aquí estoy hoy, muriendo lentamente a causa de los traumatismos en la columna vertebral y la septicemia, para aprender a no morir mañana.

Este entrenamiento no tiene ningún sentido.

—Okey, por ahora es suficiente, dije que debo ir a trabajar —sentenció.

—Ya escuchaste al jefe, aún falta un cuarto de hora —pro- testa el instructor.

Ambos volteamos hacia Benganza, que levanta los hom- bros como diciendo «Arréglense ustedes», y aspira el cigarro. Si lo conozco al menos un poco —y creo que ya lo conozco un poco aunque me lo presentaron hace sólo unas pocas sema- nas—, en el fondo se está divirtiendo.

—El jefe dijo que… —insiste Míster Músculo, todavía con las piernas abiertas sobre mí, tratando de presionarme hacia abajo.

—Ay, pero ¡por favor! —Exploto. Me cruzo de brazos. El cachalote me mira. Pocas posturas son tan alienantes como la de una mujer aplastada contra el suelo que cruza los brazos sobre el pecho de un modo angelical, como si se encontrara comodísima—. Deje de fingir que le interesa esta clase. A usted le importa un comino el aikido, reconózcalo. Sólo le importa ejercer una violencia disfrazada de autoridad sobre un ejemplar del sexo femenino que, al someterse a sus órdenes, satisfaría su deseo de reconocimiento.

Por detenerse a mirarme, se perdió después del «reconózcalo». Tendré que ser más específica.

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