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Ciudad Zompopo

Luis Gonzalez
03 de junio, 2018

Ciudad Zompopo hoy, en el blog de historias urbanas escribe José Vicente Solórzano Aguilar.

Cuando niño no se tiene respeto por los animales. Se tira de la cola a los gatos, se corretea a las gallinas protectoras de pollitos y se molesta a los loros condenados a encierro perpetuo en jaulas colgadas del techo.

A mí me encantaba patear hormigueros. También les tiraba agua, imaginando que era un gran cataclismo. Interrumpía el paso de las hormigas al colocarles ramitas en su camino o ponerles el pie encima porque leí que eran capaces de soportar varias veces su propio peso. Todo atacado termina por defenderse: en ocasiones me batía en retirada por los piquetes.

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Con los años se llega a respetar a los demás seres vivos, excepto moscas, zancudos, cucarachas, ratas y ratones. Ahora que empezó la temporada de lluvias me da por contemplar las pequeñas ciudades que surgen alrededor de los zompoperos.

Cinco días a la semana atravieso una de las pocas colonias que no ha colocado garitas para controlar el paso de carros y personas. Cada casa fue construida a la manera de los suburbios californianos, con su césped bien recortado en las afueras. En uno de esos jardines, de un día para otro, brotó un conjunto de zompoperos.

Varios me recuerdan a las torres en espiral que se elevaron cerca de los ríos Tigris y Éufrates en Mesopotamia. Otros semejan chimeneas de centrales nucleares abandonadas. Y algunos pasan por fortalezas construidas en lo alto de las montañas, para advertir a tiempo la presencia de ejércitos invasores y cortarles el paso. Son muestra de los poderes que gobiernan en el interior de la tierra, lejos de nuestra mirada. Tal es el orden y la armonía de sus formas, producto de la labor incesante de los obreros.

Me imagino que el dueño los combatió durante años con agua hirviendo e insecticidas. Se comprende: de nada sirve esmerarse por tener la grama bien cuidada, enojarse con la gente que camina encima y retirar la basura que amanece a diario.

Pero los zompopos se refugiaron tierra adentro, a la espera de que el suelo se enfriara y el veneno se disolviera en la superficie. Las reinas producen obreras en cantidad suficiente para evitar bajas en la población. Al tiempo aceptó que los zompopos ganaron la partida, y quizá ya encuentra placer en contemplar las torres que surgen cada mes de mayo.

Como toda ciudad construida con adobe, piedras y ladrillos de barro cocido, los zompoperos se exponen al pronto deterioro. Pasan del esplendor a la ruina en poco tiempo. Se deshacen con los aguaceros, la erosión va esculpiendo riscos en las orillas. Ayer noté que apenas sobreviven unos cuantos montículos, donde la grama vuelve a crecer, con la seguridad de que los insectos moradores no la volverán a cortar.

Pero las estructuras más resistentes siguen en pie, como reductos donde los supervivientes preservan los conocimientos dejados por sus ancestros. Recobrarán su lustre y esplendor en la próxima temporada reproductiva; volverán a alzarlos de un día para otro.

Ciudad Zompopo

Luis Gonzalez
03 de junio, 2018

Ciudad Zompopo hoy, en el blog de historias urbanas escribe José Vicente Solórzano Aguilar.

Cuando niño no se tiene respeto por los animales. Se tira de la cola a los gatos, se corretea a las gallinas protectoras de pollitos y se molesta a los loros condenados a encierro perpetuo en jaulas colgadas del techo.

A mí me encantaba patear hormigueros. También les tiraba agua, imaginando que era un gran cataclismo. Interrumpía el paso de las hormigas al colocarles ramitas en su camino o ponerles el pie encima porque leí que eran capaces de soportar varias veces su propio peso. Todo atacado termina por defenderse: en ocasiones me batía en retirada por los piquetes.

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Con los años se llega a respetar a los demás seres vivos, excepto moscas, zancudos, cucarachas, ratas y ratones. Ahora que empezó la temporada de lluvias me da por contemplar las pequeñas ciudades que surgen alrededor de los zompoperos.

Cinco días a la semana atravieso una de las pocas colonias que no ha colocado garitas para controlar el paso de carros y personas. Cada casa fue construida a la manera de los suburbios californianos, con su césped bien recortado en las afueras. En uno de esos jardines, de un día para otro, brotó un conjunto de zompoperos.

Varios me recuerdan a las torres en espiral que se elevaron cerca de los ríos Tigris y Éufrates en Mesopotamia. Otros semejan chimeneas de centrales nucleares abandonadas. Y algunos pasan por fortalezas construidas en lo alto de las montañas, para advertir a tiempo la presencia de ejércitos invasores y cortarles el paso. Son muestra de los poderes que gobiernan en el interior de la tierra, lejos de nuestra mirada. Tal es el orden y la armonía de sus formas, producto de la labor incesante de los obreros.

Me imagino que el dueño los combatió durante años con agua hirviendo e insecticidas. Se comprende: de nada sirve esmerarse por tener la grama bien cuidada, enojarse con la gente que camina encima y retirar la basura que amanece a diario.

Pero los zompopos se refugiaron tierra adentro, a la espera de que el suelo se enfriara y el veneno se disolviera en la superficie. Las reinas producen obreras en cantidad suficiente para evitar bajas en la población. Al tiempo aceptó que los zompopos ganaron la partida, y quizá ya encuentra placer en contemplar las torres que surgen cada mes de mayo.

Como toda ciudad construida con adobe, piedras y ladrillos de barro cocido, los zompoperos se exponen al pronto deterioro. Pasan del esplendor a la ruina en poco tiempo. Se deshacen con los aguaceros, la erosión va esculpiendo riscos en las orillas. Ayer noté que apenas sobreviven unos cuantos montículos, donde la grama vuelve a crecer, con la seguridad de que los insectos moradores no la volverán a cortar.

Pero las estructuras más resistentes siguen en pie, como reductos donde los supervivientes preservan los conocimientos dejados por sus ancestros. Recobrarán su lustre y esplendor en la próxima temporada reproductiva; volverán a alzarlos de un día para otro.