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Por qué no soy un inmigrante

Jose Azel
16 de septiembre, 2019

Antes que un estimado lector saque la pistola disparándome un e-mail, déjenme dejar claro que esta no es una columna anti-inmigrante. He publicado, en estas páginas, varias defensas de la inmigración. Véanse, por ejemplo, “Migración como derecho individual” y “El caso ético por la migración”. Mi propósito ahora es explorar las actitudes que diferencian inmigrantes económicos y exiliados políticos. Lo hago con la advertencia de que esa es una borrosa distinción cuando se aplica a quienes dejan países que ejercen control envolvente sobre ambos dominios, político y económico.

El título “Por qué no soy un inmigrante” es una paráfrasis deliberada de un artículo clásico del economista y filósofo Friedrich Hayek titulado “Por qué no soy un conservador”. En ese trabajo Hayek busca explicar cómo su liberalismo clásico difiere del conservadurismo. Señalo que, a pesar de las similitudes con el conservadurismo, su creencia en la libertad implicaba una actitud de mirar hacia el futuro. Su liberalismo no se basaba en una nostalgia conservadora por el pasado ni una admiración romántica por lo que había sido. Explicaba que mientras el liberalismo no era adverso a la evolución, el rasgo fundamental del conservadurismo era el miedo al cambio.

Igualmente, emigración económica y exilio político comparten muchas características, pero se diferencian primariamente por la acción del retorno. El retorno separa a inmigrantes económicos de exiliados políticos. Ni la migración económica ni el exilio político son acciones que, en sí mismas, ennoblecen o degradan. Ninguna define la vida, pero la migración económica y el exilio político enmarcan diferentemente nuestras experiencias en la vida.

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Tanto inmigrantes económicos como exiliados políticos sueñan con un romántico retorno o visita a su patria. Sin embargo, quienes emigran por razones económicas aspiran a regresar cuando su situación económica personal lo permita, quizás en los años dorados. En contraste, los exiliados políticos no están preparados para regresar mientras las condiciones opresivas que provocaron su éxodo estén presentes.

Para exiliados retornar no es una opción guiada por motivos o condiciones personales. Es una acción centrada en las condiciones que afectan a sus compatriotas. Exiliarse es una declaración política contra una injusticia colectiva. Cuando un exiliado político sucumbe a su melancolía personal retornando sin un cambio fundamental en las condiciones que le llevaron al exilio, renuncia a su condición de exiliado político y deviene inmigrante.

Esto no es un juicio crítico, sino una definición. A veces, retornar es imperioso para algunos exiliados cubanos que, tras décadas de valiente oposición a la opresión, deciden visitar su patria. Muchos motivados por razones humanitarias; compartir una vez más, quizás la última, en compañía de seres queridos, o llevar alivio a alguien necesitado. Consecuentemente, la comunidad cubana ha cambiado, en alguna medida, de comunidad de exiliados políticos a una de inmigrantes.

Dejé Cuba en 1961, a los 13 años sin mis padres, como parte de la Operación Pedro Pan y comencé la vida en Estados Unidos con una imborrable, aunque juvenil, idea de nuestras libertades individuales.  Juré que no regresaría hasta que Cuba fuera libre de nuevo. Así, nunca he retornado a mi país de nacimiento ni he podido visitar la tumba de mis padres en el Cementerio de Colón en La Habana. Es por eso que no soy un inmigrante. 

En los días iniciales de exilio, además de repartir periódicos, trabajar lavando platos, camarero, y más, trabajé también como obrero agrícola recogiendo tomates. Trabajo agotador donde el pago era de 15 centavos por cesta de tomates recogida. Fue una experiencia que enmarcó mi vida. Durante muchos años calculaba mentalmente todas mis compras en términos de cestas de tomates. Una compra de 10 dólares significaba cerca de 67 cestas de tomates, más de dos días de trabajo. 

El reconocido columnista Charles Krauthammer, que comenzó su vida profesional como psiquiatra, reconocía sus primeras experiencias refiriéndose a sí mismo como “un psiquiatra en remisión”. La vida se ha portado bien conmigo, y ya no calculo mis compras en términos de cestas de tomates. Y, como Hayek, no siento nostalgia por el pasado. Por consiguiente, me defino a mi mismo como “exiliado en receso”.


El ultimo libro del Dr Azel es “Libertad para Novatos”


Por qué no soy un inmigrante

Jose Azel
16 de septiembre, 2019

Antes que un estimado lector saque la pistola disparándome un e-mail, déjenme dejar claro que esta no es una columna anti-inmigrante. He publicado, en estas páginas, varias defensas de la inmigración. Véanse, por ejemplo, “Migración como derecho individual” y “El caso ético por la migración”. Mi propósito ahora es explorar las actitudes que diferencian inmigrantes económicos y exiliados políticos. Lo hago con la advertencia de que esa es una borrosa distinción cuando se aplica a quienes dejan países que ejercen control envolvente sobre ambos dominios, político y económico.

El título “Por qué no soy un inmigrante” es una paráfrasis deliberada de un artículo clásico del economista y filósofo Friedrich Hayek titulado “Por qué no soy un conservador”. En ese trabajo Hayek busca explicar cómo su liberalismo clásico difiere del conservadurismo. Señalo que, a pesar de las similitudes con el conservadurismo, su creencia en la libertad implicaba una actitud de mirar hacia el futuro. Su liberalismo no se basaba en una nostalgia conservadora por el pasado ni una admiración romántica por lo que había sido. Explicaba que mientras el liberalismo no era adverso a la evolución, el rasgo fundamental del conservadurismo era el miedo al cambio.

Igualmente, emigración económica y exilio político comparten muchas características, pero se diferencian primariamente por la acción del retorno. El retorno separa a inmigrantes económicos de exiliados políticos. Ni la migración económica ni el exilio político son acciones que, en sí mismas, ennoblecen o degradan. Ninguna define la vida, pero la migración económica y el exilio político enmarcan diferentemente nuestras experiencias en la vida.

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Tanto inmigrantes económicos como exiliados políticos sueñan con un romántico retorno o visita a su patria. Sin embargo, quienes emigran por razones económicas aspiran a regresar cuando su situación económica personal lo permita, quizás en los años dorados. En contraste, los exiliados políticos no están preparados para regresar mientras las condiciones opresivas que provocaron su éxodo estén presentes.

Para exiliados retornar no es una opción guiada por motivos o condiciones personales. Es una acción centrada en las condiciones que afectan a sus compatriotas. Exiliarse es una declaración política contra una injusticia colectiva. Cuando un exiliado político sucumbe a su melancolía personal retornando sin un cambio fundamental en las condiciones que le llevaron al exilio, renuncia a su condición de exiliado político y deviene inmigrante.

Esto no es un juicio crítico, sino una definición. A veces, retornar es imperioso para algunos exiliados cubanos que, tras décadas de valiente oposición a la opresión, deciden visitar su patria. Muchos motivados por razones humanitarias; compartir una vez más, quizás la última, en compañía de seres queridos, o llevar alivio a alguien necesitado. Consecuentemente, la comunidad cubana ha cambiado, en alguna medida, de comunidad de exiliados políticos a una de inmigrantes.

Dejé Cuba en 1961, a los 13 años sin mis padres, como parte de la Operación Pedro Pan y comencé la vida en Estados Unidos con una imborrable, aunque juvenil, idea de nuestras libertades individuales.  Juré que no regresaría hasta que Cuba fuera libre de nuevo. Así, nunca he retornado a mi país de nacimiento ni he podido visitar la tumba de mis padres en el Cementerio de Colón en La Habana. Es por eso que no soy un inmigrante. 

En los días iniciales de exilio, además de repartir periódicos, trabajar lavando platos, camarero, y más, trabajé también como obrero agrícola recogiendo tomates. Trabajo agotador donde el pago era de 15 centavos por cesta de tomates recogida. Fue una experiencia que enmarcó mi vida. Durante muchos años calculaba mentalmente todas mis compras en términos de cestas de tomates. Una compra de 10 dólares significaba cerca de 67 cestas de tomates, más de dos días de trabajo. 

El reconocido columnista Charles Krauthammer, que comenzó su vida profesional como psiquiatra, reconocía sus primeras experiencias refiriéndose a sí mismo como “un psiquiatra en remisión”. La vida se ha portado bien conmigo, y ya no calculo mis compras en términos de cestas de tomates. Y, como Hayek, no siento nostalgia por el pasado. Por consiguiente, me defino a mi mismo como “exiliado en receso”.


El ultimo libro del Dr Azel es “Libertad para Novatos”