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Historias Urbanas | Apunte tardío del año nuevo

Redacción República
24 de enero, 2021

Apunte tardío del año nuevo, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.


Pasé la transición del Año Viejo al Año Nuevo en casa de unos amigos. Desde ahí se aprecia la zona metropolitana donde Ciudad de Guatemala se prolonga hasta San Miguel Petapa y Villa Nueva.

Nos dimos el abrazo apenas sonaron las doce de la noche y salimos a apreciar el paisaje. Esta vez, al menos en las cercanías, no sonó la cuetería que suele despedir a diciembre y darle la bienvenida a enero.

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Ahora fue distinto. Hasta donde alcanzaba la vista se notaban los brotes de fuegos artificiales. Pasaron diez, quince, veinte minutos, y los juegos pirotécnicos seguían abriéndose paso entre las casas de colonias, barrios y asentamientos.

Competían con la incesante actividad del volcán de Pacaya. Tiraban fogonazos dorados, rojos, verdes y azules. Parecían cascadas, espirales, sombrillas o bengalas que se extinguían al tocar el suelo.

No faltaron las quejas entre mis conocidos acerca de que sus perros rozaron la locura en su desesperación por encontrar el refugio que los salvara del ruido causado por las explosiones —antes los mantenían amarrados en el patio y ni cuenta se daban—.

Además del socorrido tema de la «contaminación ambiental» causada por el humo que permanece buen rato estacionado sobre nuestras cabezas si no hay vientos que lo dispersen.

Yo las sentí como una afirmación —«estamos aquí»— y un desquite: «seguimos vivos».

Todas las luces que iluminaron el cielo entre los valles de La Ermita y Las Mesas fueron las señales de gratitud por llegar al cierre de un año complicado y la certeza de que algo mejor nos saldrá al encuentro durante los siguientes doce meses.

En otros países —Cuba se me viene a la memoria— se mantiene la costumbre de armar un muñecón con ropa usada y quemarlo la noche del 31 de diciembre para reducir a cenizas, de manera simbólica, todo lo malo dejado por el año anterior.

Y empieza el año

El mes de enero está por terminar y la calle se sigue poblando de ruidos. De gente que sale temprano a comprar su bolsa de pan francés. Y su media docena de huevos para el desayuno.

De carros y motos que llevan a su único pasajero rumbo al trabajo o al trámite que solo se puede hacer en ciertas oficinas de la capital.

De buses que, se supone, cumplen con la orden de transportar a sus pasajeros alejados el uno del otro. Y así, desde que el reloj marca las cinco de la madrugada hasta el regreso de los últimos zanates a sus nidos después de las seis de la tarde.

Por supuesto, hay que cuidarse. El coronavirus mantiene su ronda a nuestro alrededor, al estilo del hombre invisible que aterrorizó a un pueblo entero en la novela publicada en 1897 por el escritor inglés H.G. Wells.

Nos puede apretar el cuello con las manos para transmitirnos el covid-19. No podemos ignorarlo, sigue haciendo averías.

Su presencia se une a las preocupaciones que tenemos en casa: ganarnos el sustento diario; evitarnos retrasos con los pagos del agua, electricidad, teléfono, internet y colegiaturas; comprar los alimentos en el mercado.

Con el tiempo se convertirá en ese vecino molesto que viene a quejarse de que nuestros gatos se la pasan correteando en su techo el día entero, o a pedirnos que podemos esas ramas de buganvilia que se asoman insistentes a su propiedad, como si lo estuvieran espiando.


Historias Urbanas | Apunte tardío del año nuevo

Redacción República
24 de enero, 2021

Apunte tardío del año nuevo, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.


Pasé la transición del Año Viejo al Año Nuevo en casa de unos amigos. Desde ahí se aprecia la zona metropolitana donde Ciudad de Guatemala se prolonga hasta San Miguel Petapa y Villa Nueva.

Nos dimos el abrazo apenas sonaron las doce de la noche y salimos a apreciar el paisaje. Esta vez, al menos en las cercanías, no sonó la cuetería que suele despedir a diciembre y darle la bienvenida a enero.

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Ahora fue distinto. Hasta donde alcanzaba la vista se notaban los brotes de fuegos artificiales. Pasaron diez, quince, veinte minutos, y los juegos pirotécnicos seguían abriéndose paso entre las casas de colonias, barrios y asentamientos.

Competían con la incesante actividad del volcán de Pacaya. Tiraban fogonazos dorados, rojos, verdes y azules. Parecían cascadas, espirales, sombrillas o bengalas que se extinguían al tocar el suelo.

No faltaron las quejas entre mis conocidos acerca de que sus perros rozaron la locura en su desesperación por encontrar el refugio que los salvara del ruido causado por las explosiones —antes los mantenían amarrados en el patio y ni cuenta se daban—.

Además del socorrido tema de la «contaminación ambiental» causada por el humo que permanece buen rato estacionado sobre nuestras cabezas si no hay vientos que lo dispersen.

Yo las sentí como una afirmación —«estamos aquí»— y un desquite: «seguimos vivos».

Todas las luces que iluminaron el cielo entre los valles de La Ermita y Las Mesas fueron las señales de gratitud por llegar al cierre de un año complicado y la certeza de que algo mejor nos saldrá al encuentro durante los siguientes doce meses.

En otros países —Cuba se me viene a la memoria— se mantiene la costumbre de armar un muñecón con ropa usada y quemarlo la noche del 31 de diciembre para reducir a cenizas, de manera simbólica, todo lo malo dejado por el año anterior.

Y empieza el año

El mes de enero está por terminar y la calle se sigue poblando de ruidos. De gente que sale temprano a comprar su bolsa de pan francés. Y su media docena de huevos para el desayuno.

De carros y motos que llevan a su único pasajero rumbo al trabajo o al trámite que solo se puede hacer en ciertas oficinas de la capital.

De buses que, se supone, cumplen con la orden de transportar a sus pasajeros alejados el uno del otro. Y así, desde que el reloj marca las cinco de la madrugada hasta el regreso de los últimos zanates a sus nidos después de las seis de la tarde.

Por supuesto, hay que cuidarse. El coronavirus mantiene su ronda a nuestro alrededor, al estilo del hombre invisible que aterrorizó a un pueblo entero en la novela publicada en 1897 por el escritor inglés H.G. Wells.

Nos puede apretar el cuello con las manos para transmitirnos el covid-19. No podemos ignorarlo, sigue haciendo averías.

Su presencia se une a las preocupaciones que tenemos en casa: ganarnos el sustento diario; evitarnos retrasos con los pagos del agua, electricidad, teléfono, internet y colegiaturas; comprar los alimentos en el mercado.

Con el tiempo se convertirá en ese vecino molesto que viene a quejarse de que nuestros gatos se la pasan correteando en su techo el día entero, o a pedirnos que podemos esas ramas de buganvilia que se asoman insistentes a su propiedad, como si lo estuvieran espiando.