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Historias Urbanas | La voz del migrante

Invitado
14 de marzo, 2021

La voz del migrante. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.


Ahora eres desierto, tus huellas son piedra y lagartija.

Julio Serrano Echeverría

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De pequeño siempre terminaba debajo de todos a la hora que se armaban las moloteras en la escuela. Me acostumbré a la peste a sobaco y a que me ventosearan cerca de la nariz. Por eso pude irme amontonado dentro del camión donde nos zamparon como a veinte cristianos para cruzar la frontera.

De noche me iba solo entre los pedregales que estaban cerca de la casa. La vista se me entrenó para notar las veredas entre la oscuridad y aprendí a distinguir las culebras para no machucarlas.

¿El calor? Ja, dicen que en mi tierra se consigue la carne seca más sabrosa del país. Daba contento ver los cortes expuestos a la resolana, cuando el sol se pone bien perro. Y siempre me gustó caminar de un lado para otro, arriando las pocas vacas que teníamos en el terreno cerca del río.

Si hacía falta que me arrastrara sobre la tierra, ni dos veces. Cuántos pantalones y camisas hice pedazos, mi mamá cómo me regañaba.

Pude meterme a soldado o policía, igual que mis hermanos, pero no quería que nadie me mandara. Siempre fui contestón, capaz que terminaba encerrado por indisciplinado.

Allá somos arrechos y por eso me vine de migrante para el norte. Estaba preparado para ganarle a la migra por si nos correteaban y listo para aguantar la respiración si me tocaba cruzar a nado el río Bravo.

No me asustaba ni el clima ni la gente. «Si usted es así de terco y voluntarioso, se hará respetar», decía mi papá.

Éramos tan pobres que la gente no alcanzaba a ajustar para el cajón de pino cuando alguien se les moría y los enterraban en el puro suelo.

Contaba mi bisabuelo por parte de padre, todavía alcancé a conocerlo, que la crecida del río llegó a meterse en la parte baja del cementerio y se llevó un montón de huesos corriente abajo. Lo que pudieron rescatar lo metieron dentro de un costal y volvieron a enterrarlo.

Después empezaron las bolas de que se escuchaba ruido de pleitos dentro del cementerio, y mi bisabuelo, que era cuentero, decía que los huesos de dos enemigos en vida quedaron dentro del saco.

Se pusieron bravos al encontrarse dentro del mismo lugar aunque ya estaban difuntos y no volvería a haber paz hasta que los sacaran. Verdad o mentira, los ruidos cesaron cuando desenterraron el saco, regaron los huesos en distintas partes del camposanto y el padre mandó regar agua bendita para que se calmaran.

Acá se ven bien nítidas las estrellas y la luna tierna parece uña del dedo pulgar recién recortada. Todo se quedó bien quieto, sólo se oye el ruido de los conejos que escarban entre el monte y las hormigas que suben una por una entre mis piernas. Se meten entre las bolsas del pantalón, algunas ya se acercan al ombligo, me imagino la picazón o las cosquillas.

No sé ni cuántas horas llevo aquí, como si estuviera velando la cueva de un animal de monte para darle chicharrón.

Tampoco sentí a qué horas llegamos, dónde se fueron quedando los demás compañeros. Los coyotes nos dijeron que ya estábamos cerquita, fue la última vez que los vimos.

No me asustaron, a mí se me hacía que nos iban a dejar por ahí tirados. Yo no voy a parar como el difunto migrante Roquelino, mandaron la caja sellada para que no vieran cómo lo dejaron después de la quemada que le dieron los zetas allá por Tamaulipas.

De llegar al norte tengo, aunque sea arrastrándome.

Historias Urbanas | La voz del migrante

Invitado
14 de marzo, 2021

La voz del migrante. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.


Ahora eres desierto, tus huellas son piedra y lagartija.

Julio Serrano Echeverría

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De pequeño siempre terminaba debajo de todos a la hora que se armaban las moloteras en la escuela. Me acostumbré a la peste a sobaco y a que me ventosearan cerca de la nariz. Por eso pude irme amontonado dentro del camión donde nos zamparon como a veinte cristianos para cruzar la frontera.

De noche me iba solo entre los pedregales que estaban cerca de la casa. La vista se me entrenó para notar las veredas entre la oscuridad y aprendí a distinguir las culebras para no machucarlas.

¿El calor? Ja, dicen que en mi tierra se consigue la carne seca más sabrosa del país. Daba contento ver los cortes expuestos a la resolana, cuando el sol se pone bien perro. Y siempre me gustó caminar de un lado para otro, arriando las pocas vacas que teníamos en el terreno cerca del río.

Si hacía falta que me arrastrara sobre la tierra, ni dos veces. Cuántos pantalones y camisas hice pedazos, mi mamá cómo me regañaba.

Pude meterme a soldado o policía, igual que mis hermanos, pero no quería que nadie me mandara. Siempre fui contestón, capaz que terminaba encerrado por indisciplinado.

Allá somos arrechos y por eso me vine de migrante para el norte. Estaba preparado para ganarle a la migra por si nos correteaban y listo para aguantar la respiración si me tocaba cruzar a nado el río Bravo.

No me asustaba ni el clima ni la gente. «Si usted es así de terco y voluntarioso, se hará respetar», decía mi papá.

Éramos tan pobres que la gente no alcanzaba a ajustar para el cajón de pino cuando alguien se les moría y los enterraban en el puro suelo.

Contaba mi bisabuelo por parte de padre, todavía alcancé a conocerlo, que la crecida del río llegó a meterse en la parte baja del cementerio y se llevó un montón de huesos corriente abajo. Lo que pudieron rescatar lo metieron dentro de un costal y volvieron a enterrarlo.

Después empezaron las bolas de que se escuchaba ruido de pleitos dentro del cementerio, y mi bisabuelo, que era cuentero, decía que los huesos de dos enemigos en vida quedaron dentro del saco.

Se pusieron bravos al encontrarse dentro del mismo lugar aunque ya estaban difuntos y no volvería a haber paz hasta que los sacaran. Verdad o mentira, los ruidos cesaron cuando desenterraron el saco, regaron los huesos en distintas partes del camposanto y el padre mandó regar agua bendita para que se calmaran.

Acá se ven bien nítidas las estrellas y la luna tierna parece uña del dedo pulgar recién recortada. Todo se quedó bien quieto, sólo se oye el ruido de los conejos que escarban entre el monte y las hormigas que suben una por una entre mis piernas. Se meten entre las bolsas del pantalón, algunas ya se acercan al ombligo, me imagino la picazón o las cosquillas.

No sé ni cuántas horas llevo aquí, como si estuviera velando la cueva de un animal de monte para darle chicharrón.

Tampoco sentí a qué horas llegamos, dónde se fueron quedando los demás compañeros. Los coyotes nos dijeron que ya estábamos cerquita, fue la última vez que los vimos.

No me asustaron, a mí se me hacía que nos iban a dejar por ahí tirados. Yo no voy a parar como el difunto migrante Roquelino, mandaron la caja sellada para que no vieran cómo lo dejaron después de la quemada que le dieron los zetas allá por Tamaulipas.

De llegar al norte tengo, aunque sea arrastrándome.