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Caminando por la Ciudad | La trampita del barrio

Invitado
09 de mayo, 2021

La trampita del barrio. Caminando por la Ciudad es el blog de Ángel Álvarez, quien narra historias y situaciones de los habitantes de la capital y otras ciudades.

«Si no trae sencillo, no hay servicio», dice doña Yoli a cada cliente que llega a comprar algún producto de la trampita, como ella le dice, a ese lugar a donde todo el que llega sale regañado. Pero recibe consejos médicos naturistas y se entera de todas las conspiraciones contra el Gobierno.

Esa tiendita siempre tiene carencias de algún producto y toca ir a la otra tienda que queda más lejos, mucho mejor surtida. Pero hay que esconder lo que se compró allá porque doña Yoli estará al pendiente del paso de regreso. Y si descubre la compra ilícita, de seguro a la próxima dirá su clásica frase «no hay». Así esté a la vista el producto como castigo por ir a comprar «donde esa gentuza», como ella les dice.

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Lo que doña Yoli no comprende es que a la gente no le gusta llegar a su trampita y salir regañado por no llevar la cantidad exacta del pago. (es un pecado capital gastar una pequeña cantidad y dar un billete mayor a la espera del vuelto).

Además, presentar billetes arrugados, doblados o de dudosa procedencia, según el ojo clínico de doña Yoli. Ella se baja sus anteojos para revisarlos y decidir si los recibe o no. De lo contrario, tendrá que dejar el producto sobre ese mostrador de madera resguardado con vidrios amarillentos.

Se trata de un mueble repleto de frascos que almacenan botellitas de miel, angelitos azucarados, dulces quiebradientes y chicles de a cuatro por cinco centavos. También almacena pajillas llenas de azúcar con un muñequito en la punta, las bolas de alboroto dulce y los clásicos bocadillos de coco rallado.

Mucho que ver en la trampita de doña Yoli

Desde sus estanterías de madera y colgados de unos clavos medio oxidados, se observan las largas e interminables filas de aritos de papa, plataninas, yuca machacad y ricitos amarillos. No faltan los poporopos embolsados y sellados con la llama de una candela caliente.

En el refrigerador se conservan los cuarterones de queso partido, los tamalitos de crema sólida, las bolsas de hielo y los bolsifreses o topogillos, como le dicen los muchachos del barrio.

El escenario se complementa con los afiches de cerveza, aguas gaseosas y promociones que ofrecen miles de quetzales en premios al mandar diez empaques de jabón para lavar ropa.

Ahí están los retratos al crayón de los abuelos ya fallecidos, las imágenes de los nietos graduados y las fotos de cinco caritas de los hijos cuando eran pequeños. No faltan los paisajes del remoto pueblo natal, con fondo musical de marimba o canciones rancheras a todo volumen.

La «no hay», le dicen los patojos de la cuadra, pues siempre que llegan a preguntar por alguna golosina, o quieren cambiar alguna promoción que se anuncia en la radio y se puede canjear en toda tienda de barrio, resulta que no, no se puede.

Deberías leer: Caminando por la Ciudad | El patojo ruco

Dios guarde si alguien toca más de dos veces sobre el mostrador, o toca fuerte sobre el vidrio con una “choca“. Eso es suficiente para que doña Yoli lo regañe, lo amenace con llamar a sus papás para denunciarlo como futuro delincuente. Además, para que lo sentencie a tres días de no despacharle, a menos que se disculpe por tan fuerte ofensa a las reglas de la trampita. Esas reglas que nadie leyó pero todos deben saber de memoria.

No faltan los muchachos que llegan a somatar el vidrio con una moneda y salen corriendo. O los que pagan los veinte centavos de compra con billete de a diez quetzales, o se toman enfrente la gaseosa comprada en otra tienda.

Los más osados se recuestan en su pared a fumar, aunque se mareen y se ahoguen con el humo, dándole motivos para que se enoje, los maltrate y les haga cara de asco al verlos. Aún así, doña Yoli es feliz con su manera de ser. La trampita funciona aunque su inventario sea inferior al 60 por ciento de lo que ganan las tiendas de la competencia, sin importar que ella insista en que el producto a la venta en esos lugares no sirve.


Caminando por la Ciudad | La trampita del barrio

Invitado
09 de mayo, 2021

La trampita del barrio. Caminando por la Ciudad es el blog de Ángel Álvarez, quien narra historias y situaciones de los habitantes de la capital y otras ciudades.

«Si no trae sencillo, no hay servicio», dice doña Yoli a cada cliente que llega a comprar algún producto de la trampita, como ella le dice, a ese lugar a donde todo el que llega sale regañado. Pero recibe consejos médicos naturistas y se entera de todas las conspiraciones contra el Gobierno.

Esa tiendita siempre tiene carencias de algún producto y toca ir a la otra tienda que queda más lejos, mucho mejor surtida. Pero hay que esconder lo que se compró allá porque doña Yoli estará al pendiente del paso de regreso. Y si descubre la compra ilícita, de seguro a la próxima dirá su clásica frase «no hay». Así esté a la vista el producto como castigo por ir a comprar «donde esa gentuza», como ella les dice.

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Lo que doña Yoli no comprende es que a la gente no le gusta llegar a su trampita y salir regañado por no llevar la cantidad exacta del pago. (es un pecado capital gastar una pequeña cantidad y dar un billete mayor a la espera del vuelto).

Además, presentar billetes arrugados, doblados o de dudosa procedencia, según el ojo clínico de doña Yoli. Ella se baja sus anteojos para revisarlos y decidir si los recibe o no. De lo contrario, tendrá que dejar el producto sobre ese mostrador de madera resguardado con vidrios amarillentos.

Se trata de un mueble repleto de frascos que almacenan botellitas de miel, angelitos azucarados, dulces quiebradientes y chicles de a cuatro por cinco centavos. También almacena pajillas llenas de azúcar con un muñequito en la punta, las bolas de alboroto dulce y los clásicos bocadillos de coco rallado.

Mucho que ver en la trampita de doña Yoli

Desde sus estanterías de madera y colgados de unos clavos medio oxidados, se observan las largas e interminables filas de aritos de papa, plataninas, yuca machacad y ricitos amarillos. No faltan los poporopos embolsados y sellados con la llama de una candela caliente.

En el refrigerador se conservan los cuarterones de queso partido, los tamalitos de crema sólida, las bolsas de hielo y los bolsifreses o topogillos, como le dicen los muchachos del barrio.

El escenario se complementa con los afiches de cerveza, aguas gaseosas y promociones que ofrecen miles de quetzales en premios al mandar diez empaques de jabón para lavar ropa.

Ahí están los retratos al crayón de los abuelos ya fallecidos, las imágenes de los nietos graduados y las fotos de cinco caritas de los hijos cuando eran pequeños. No faltan los paisajes del remoto pueblo natal, con fondo musical de marimba o canciones rancheras a todo volumen.

La «no hay», le dicen los patojos de la cuadra, pues siempre que llegan a preguntar por alguna golosina, o quieren cambiar alguna promoción que se anuncia en la radio y se puede canjear en toda tienda de barrio, resulta que no, no se puede.

Deberías leer: Caminando por la Ciudad | El patojo ruco

Dios guarde si alguien toca más de dos veces sobre el mostrador, o toca fuerte sobre el vidrio con una “choca“. Eso es suficiente para que doña Yoli lo regañe, lo amenace con llamar a sus papás para denunciarlo como futuro delincuente. Además, para que lo sentencie a tres días de no despacharle, a menos que se disculpe por tan fuerte ofensa a las reglas de la trampita. Esas reglas que nadie leyó pero todos deben saber de memoria.

No faltan los muchachos que llegan a somatar el vidrio con una moneda y salen corriendo. O los que pagan los veinte centavos de compra con billete de a diez quetzales, o se toman enfrente la gaseosa comprada en otra tienda.

Los más osados se recuestan en su pared a fumar, aunque se mareen y se ahoguen con el humo, dándole motivos para que se enoje, los maltrate y les haga cara de asco al verlos. Aún así, doña Yoli es feliz con su manera de ser. La trampita funciona aunque su inventario sea inferior al 60 por ciento de lo que ganan las tiendas de la competencia, sin importar que ella insista en que el producto a la venta en esos lugares no sirve.