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Historias Urbanas | De vuelta a la capital

Invitado
27 de junio, 2021

De vuelta a la capital. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

El otro día recibí correo de mi primo Alfonso Solórzano, contándome sus impresiones de la Ciudad de Guatemala tras varios meses de no visitarla. Redujo sus salidas al mínimo desde que empezó la pandemia y tuvo que viajar de prisa para firmar los papeles que pusieron fin a cierto pleito que lo agobió durante años.

Le pedí permiso para copiar y pegar parte de su mensaje. «No hay problema, vos», me dijo, «tal vez le sirva a los paisanos que tengan que venirse volados a hacer sus mandados». Con la venia de Alfonso, presento los párrafos que mejor ilustran su relato:

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Sólo porque tenía necesidad de firmar esos papeles fue que me animé a subirme en camioneta y venirme para la capital. Todo el viaje me la pasé haciendo memoria para orientarme. La última vez que estuve fue para el entierro de tío Enrique, ya podrás hacer cuenta del tiempo que pasó.

La oficina del abogado queda por la séptima avenida de la zona 4. Cerquita de donde fui a traer los pasaportes la vez pasada con los patojos. Todo eso está muy desolado, vos.

Muchas oficinas cerradas, con carteles donde las ofrecen en alquiler, o avisan de su traslado a otra dirección. Hace falta que le pasen una su buena manguereada a la calle porque aquello apestaba a orines. No faltaban las «minas», vos sabés a qué me refiero, regadas por el suelo.

Siempre me asombra cómo es ese contraste de una zona a otra en la capital, ¿va? Pues pasás de lo más feo de la Terminal a lo más o menos tranquilo de la séptima con sólo caminar un par de cuadras.

Pasé trabajo para que se me desprendiera un bolo que se me acercó y estaba necio que lo invitara a un trago. Aunque caminara ligero, ahí seguía pegado a mí hasta que de la desesperación hice una «maniobra suicida».

Hice como que iba a atravesarme la calle pero me reviré al mismo tiempo que empezaban a pasar los carros. Un motorista estuvo a punto de llevarse al bolo y en lo que le mentaban la madre me escabullí.

Todavía me tocó esperar un rato a que llegara el abogado. Se retrasó por un accidente en la calzada de La Paz, un camión se quedó atravesado y tapaba dos carriles.

Estaba que me comía la prisa porque mi condición fue que la contraparte no estuviera al mismo tiempo que yo. (los veo y me dan ganas de mandarlos a fusilar, recuerdo todas las cabronadas que nos hicieron).

Y ya mero iban a dar las once de la mañana. Hasta que al fin procedimos, medio leí los acuerdos, firmé donde me indicaron y ya, pensé que podía regresarme.

Qué si me entró una llamada de la Zidalia. (te manda saludos, dice que ya nos echaste tierra. Y a ver cuando te venís a pasar tus vacaciones por acá, hasta tu requesón te va tener listo).

Desolación en la capital, zona 1

Me pidió que le fuera a conseguir unos repuestos para la máquina de coser. Tuve que buscar la estación más cercana del Transmetro para acercarme.

Ahora cobran con tarjeta, cuesta veinte quetzales, ya dejaron de utilizar monedas. El problema fue que no me avisaron que la máquina no da vuelto y yo de papo metí un billete de a cincuenta.

Para qué te digo cómo me sentí, vos, pude quedarme sin el pasaje de regreso. Me subí todo bravo y por poco machuco a una doñita, te juro que ni la vi de tan chiquitía que era.

En la zona 1 me encontré con la misma desolación. El negocio donde compramos la máquina de coser de la Zidalia todavía existe, sobre la novena avenida entre 12 y 13 calles.

Primero hay que caminar todo ese pedazo que le digo la pequeña Managua. Ahí están los hospedajes donde se quedan los nicas que vienen a hacer sus compras a Guatemala.

Vi al primero de esos tipos flacos, con ese su habladito de bandolero. Se te acercan a pedirte una vara, siempre se ponen bravos cuando les digo «¿acaso tengo cara de chirivisco, pues?».

Volví a encontrarme muchas puertas cerradas y tampoco faltaban las «minas» plantadas cerca de la pared.

Me acordé de lo que escribiste la vez pasada acerca de los ciclistas en la capital que usan las banquetas para moverse. Le pegué su maltratada a un patojo que no se hizo a un lado. Me pasó golpeando el brazo izquierdo enfrente del teatro Abril.

Y le metí acelerador para hacer el mandado de la Zidalia, mi plan era regresarme lo más tarde a las dos.

La gente se porta igual que en el pueblo. Muchos andan sin mascarilla, otros la llevan como babero o colgada de la oreja.

En el negocio sí me tomaron la temperatura y sentí, no sé si te ha pasado a vos, como si hubiera entrado en un lugar congelado en el tiempo. Los mismos mostradores, el mismo olor a aceite multiusos para la cadena de la máquina.

Hasta los empleados me daban la impresión de que no envejecieron. Aquí venimos de recién casados con la Zidalia para comprarle su máquina. Calculá cuántos años pasaron.

De último me fui en taxi para la terminal. El chofer me comentó que todo se pone silencio desde las siete u ocho de la noche. Pero de día se mantiene el movimiento en la calle.

«Hay que salir a ganarse la vida, usted», me dijo. Y tiene razón este taxista de la capital.

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27 de junio, 2021

De vuelta a la capital. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

El otro día recibí correo de mi primo Alfonso Solórzano, contándome sus impresiones de la Ciudad de Guatemala tras varios meses de no visitarla. Redujo sus salidas al mínimo desde que empezó la pandemia y tuvo que viajar de prisa para firmar los papeles que pusieron fin a cierto pleito que lo agobió durante años.

Le pedí permiso para copiar y pegar parte de su mensaje. «No hay problema, vos», me dijo, «tal vez le sirva a los paisanos que tengan que venirse volados a hacer sus mandados». Con la venia de Alfonso, presento los párrafos que mejor ilustran su relato:

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Sólo porque tenía necesidad de firmar esos papeles fue que me animé a subirme en camioneta y venirme para la capital. Todo el viaje me la pasé haciendo memoria para orientarme. La última vez que estuve fue para el entierro de tío Enrique, ya podrás hacer cuenta del tiempo que pasó.

La oficina del abogado queda por la séptima avenida de la zona 4. Cerquita de donde fui a traer los pasaportes la vez pasada con los patojos. Todo eso está muy desolado, vos.

Muchas oficinas cerradas, con carteles donde las ofrecen en alquiler, o avisan de su traslado a otra dirección. Hace falta que le pasen una su buena manguereada a la calle porque aquello apestaba a orines. No faltaban las «minas», vos sabés a qué me refiero, regadas por el suelo.

Siempre me asombra cómo es ese contraste de una zona a otra en la capital, ¿va? Pues pasás de lo más feo de la Terminal a lo más o menos tranquilo de la séptima con sólo caminar un par de cuadras.

Pasé trabajo para que se me desprendiera un bolo que se me acercó y estaba necio que lo invitara a un trago. Aunque caminara ligero, ahí seguía pegado a mí hasta que de la desesperación hice una «maniobra suicida».

Hice como que iba a atravesarme la calle pero me reviré al mismo tiempo que empezaban a pasar los carros. Un motorista estuvo a punto de llevarse al bolo y en lo que le mentaban la madre me escabullí.

Todavía me tocó esperar un rato a que llegara el abogado. Se retrasó por un accidente en la calzada de La Paz, un camión se quedó atravesado y tapaba dos carriles.

Estaba que me comía la prisa porque mi condición fue que la contraparte no estuviera al mismo tiempo que yo. (los veo y me dan ganas de mandarlos a fusilar, recuerdo todas las cabronadas que nos hicieron).

Y ya mero iban a dar las once de la mañana. Hasta que al fin procedimos, medio leí los acuerdos, firmé donde me indicaron y ya, pensé que podía regresarme.

Qué si me entró una llamada de la Zidalia. (te manda saludos, dice que ya nos echaste tierra. Y a ver cuando te venís a pasar tus vacaciones por acá, hasta tu requesón te va tener listo).

Desolación en la capital, zona 1

Me pidió que le fuera a conseguir unos repuestos para la máquina de coser. Tuve que buscar la estación más cercana del Transmetro para acercarme.

Ahora cobran con tarjeta, cuesta veinte quetzales, ya dejaron de utilizar monedas. El problema fue que no me avisaron que la máquina no da vuelto y yo de papo metí un billete de a cincuenta.

Para qué te digo cómo me sentí, vos, pude quedarme sin el pasaje de regreso. Me subí todo bravo y por poco machuco a una doñita, te juro que ni la vi de tan chiquitía que era.

En la zona 1 me encontré con la misma desolación. El negocio donde compramos la máquina de coser de la Zidalia todavía existe, sobre la novena avenida entre 12 y 13 calles.

Primero hay que caminar todo ese pedazo que le digo la pequeña Managua. Ahí están los hospedajes donde se quedan los nicas que vienen a hacer sus compras a Guatemala.

Vi al primero de esos tipos flacos, con ese su habladito de bandolero. Se te acercan a pedirte una vara, siempre se ponen bravos cuando les digo «¿acaso tengo cara de chirivisco, pues?».

Volví a encontrarme muchas puertas cerradas y tampoco faltaban las «minas» plantadas cerca de la pared.

Me acordé de lo que escribiste la vez pasada acerca de los ciclistas en la capital que usan las banquetas para moverse. Le pegué su maltratada a un patojo que no se hizo a un lado. Me pasó golpeando el brazo izquierdo enfrente del teatro Abril.

Y le metí acelerador para hacer el mandado de la Zidalia, mi plan era regresarme lo más tarde a las dos.

La gente se porta igual que en el pueblo. Muchos andan sin mascarilla, otros la llevan como babero o colgada de la oreja.

En el negocio sí me tomaron la temperatura y sentí, no sé si te ha pasado a vos, como si hubiera entrado en un lugar congelado en el tiempo. Los mismos mostradores, el mismo olor a aceite multiusos para la cadena de la máquina.

Hasta los empleados me daban la impresión de que no envejecieron. Aquí venimos de recién casados con la Zidalia para comprarle su máquina. Calculá cuántos años pasaron.

De último me fui en taxi para la terminal. El chofer me comentó que todo se pone silencio desde las siete u ocho de la noche. Pero de día se mantiene el movimiento en la calle.

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