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Caminando por la Ciudad | Barranqueando en el Hipódromo

Invitado
18 de julio, 2021

Barranqueando en el Hipódromo. Caminando por la Ciudad es el blog de Ángel Álvarez, quien narra historias y situaciones de los habitantes de la capital y otras ciudades.

«Ahí va la Siguanaba, corrámosla a ver si tiene cara de caballo», gritan todos los patojos que sábado tras sábado bajan en manada por el barranco del Hipódromo del Norte. Son veinte adolescentes que no sobrepasan los 15 años; se juntan en los alrededores de la lechería de la 24 calle y avenida Centroamérica.

Ahí compran por cinco centavos sus vasos de leche recién ordeñada, aún caliente, y se los toman porque eso da la suficiente energía y valor para bajar al barranco.

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Barranqueando con y sin permiso

Algunos reciben permiso de sus padres, otros dicen que van al parque a pasear o a ver una práctica en el diamante de béisbol. Así se ve al montón caminar hacia la avenida Bolívar para abordar la camioneta Eureka rumbo al Hipódromo del Norte.

Mientras las demás personas llegan a ver los partidos de béisbol, otros se van al resbaladero gigante. Algunos prefieren abordar el trencito que funciona con propulsión y muchos van a los juegos mecánicos. Pero este selecto grupo sigue su largo y verde camino hacia los límites del parque, donde se divisan rótulos de «peligro, fin del camino».

Ellos localizan su sendero y por ahí empiezan a descender. Desde ese momento el mundo conocido ya no existe más. No hay esmog, ruido de vehículos, casas, edificios grises de cemento.

Tampoco hay calles asfaltadas, adultos y policías regañándolos. Sólo se encuentran con la tierra mojada, las peñas salvajes, los riachuelos que después la ciudad ahoga y contamina. A su alrededor hay montes repletos de hierba, tierra floja y sonidos de aves.

En esos momentos el Colocho grita a todo pulmón «¡ahí va la Siguanaba!». Todos corren despavoridos en esos caminos de tierra que descienden hasta la parte más baja del barranco. Ahí donde los topógrafos y exploradores prudentes no se atreven a llegar.

El AA, el Colocho, la Coco, el Charlie, el Copiño y demás amigos de la jauría corren como si fueran a cazar a una presa. Según ellos, van atrás de una mujer de vestiduras blancas, pelo muy largo que cubre su rostro.

Con los pies descalzos y presurosos que parecen no inmutarse con la tierra mojada, las raíces de los árboles salientes y algunas piedras filosas en todo el recorrido. Igual corre cerro abajo y busca refugiarse en las cuevas en la orilla del río de aguas negras que pasa por ese sector.

No sabiendo qué les depara, todos van atrás de la mujer para preguntarle cómo se gana a los señores a quienes les enseña la cara de caballo.

Todos se prometieron que nunca le verán la cara, porque en esos momentos se los gana para el más allá, aunque afirman que este hechizo no funciona con niños, adolescentes y mujeres.

Solo con los señores adultos porque tienen la mente y el corazón contaminado por la edad. Ellos sólo desean vivir esa aventura de alcanzarla, hablarle y ver si es cierto que después se convierte en cuadrúpedo y sale corriendo.

Nunca pudieron verla de frente y hablarle, aunque ya van incontables ocasiones que la corretearon barranqueando.

Desaparece entre las cuevas y laberintos de monte, flores y piedras grandes en el fondo del barranco. El único que logró verla de frente fue Juanito. Es un joven que recién cumplía la mayoría de edad y desde entonces se le ve deambular por los alrededores de Ciudad Nueva con la mirada perdida.

Ya no habla con nadie, no come y se cree que quedó en un trance eterno del que no podrá salir. Todos le preguntan qué vio o qué le dijo esa extraña mujer, y él no parece comprender.

Por eso los patojos se organizan para buscar a la Siguanaba y les revele la fórmula para que su gran amigo, con el que salían a jugar escondite, arrancacebollas, tirar la lata y estancado, vuelva a ser el mismo de antes.

Se sabe que nadie sigue barranqueando después de cumplir la mayoría de edad para no terminar como el pobre Juanito.

Te sugerimos leer:

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Los dancers del Gallito

Pablo Músculos

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18 de julio, 2021

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«Ahí va la Siguanaba, corrámosla a ver si tiene cara de caballo», gritan todos los patojos que sábado tras sábado bajan en manada por el barranco del Hipódromo del Norte. Son veinte adolescentes que no sobrepasan los 15 años; se juntan en los alrededores de la lechería de la 24 calle y avenida Centroamérica.

Ahí compran por cinco centavos sus vasos de leche recién ordeñada, aún caliente, y se los toman porque eso da la suficiente energía y valor para bajar al barranco.

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Barranqueando con y sin permiso

Algunos reciben permiso de sus padres, otros dicen que van al parque a pasear o a ver una práctica en el diamante de béisbol. Así se ve al montón caminar hacia la avenida Bolívar para abordar la camioneta Eureka rumbo al Hipódromo del Norte.

Mientras las demás personas llegan a ver los partidos de béisbol, otros se van al resbaladero gigante. Algunos prefieren abordar el trencito que funciona con propulsión y muchos van a los juegos mecánicos. Pero este selecto grupo sigue su largo y verde camino hacia los límites del parque, donde se divisan rótulos de «peligro, fin del camino».

Ellos localizan su sendero y por ahí empiezan a descender. Desde ese momento el mundo conocido ya no existe más. No hay esmog, ruido de vehículos, casas, edificios grises de cemento.

Tampoco hay calles asfaltadas, adultos y policías regañándolos. Sólo se encuentran con la tierra mojada, las peñas salvajes, los riachuelos que después la ciudad ahoga y contamina. A su alrededor hay montes repletos de hierba, tierra floja y sonidos de aves.

En esos momentos el Colocho grita a todo pulmón «¡ahí va la Siguanaba!». Todos corren despavoridos en esos caminos de tierra que descienden hasta la parte más baja del barranco. Ahí donde los topógrafos y exploradores prudentes no se atreven a llegar.

El AA, el Colocho, la Coco, el Charlie, el Copiño y demás amigos de la jauría corren como si fueran a cazar a una presa. Según ellos, van atrás de una mujer de vestiduras blancas, pelo muy largo que cubre su rostro.

Con los pies descalzos y presurosos que parecen no inmutarse con la tierra mojada, las raíces de los árboles salientes y algunas piedras filosas en todo el recorrido. Igual corre cerro abajo y busca refugiarse en las cuevas en la orilla del río de aguas negras que pasa por ese sector.

No sabiendo qué les depara, todos van atrás de la mujer para preguntarle cómo se gana a los señores a quienes les enseña la cara de caballo.

Todos se prometieron que nunca le verán la cara, porque en esos momentos se los gana para el más allá, aunque afirman que este hechizo no funciona con niños, adolescentes y mujeres.

Solo con los señores adultos porque tienen la mente y el corazón contaminado por la edad. Ellos sólo desean vivir esa aventura de alcanzarla, hablarle y ver si es cierto que después se convierte en cuadrúpedo y sale corriendo.

Nunca pudieron verla de frente y hablarle, aunque ya van incontables ocasiones que la corretearon barranqueando.

Desaparece entre las cuevas y laberintos de monte, flores y piedras grandes en el fondo del barranco. El único que logró verla de frente fue Juanito. Es un joven que recién cumplía la mayoría de edad y desde entonces se le ve deambular por los alrededores de Ciudad Nueva con la mirada perdida.

Ya no habla con nadie, no come y se cree que quedó en un trance eterno del que no podrá salir. Todos le preguntan qué vio o qué le dijo esa extraña mujer, y él no parece comprender.

Por eso los patojos se organizan para buscar a la Siguanaba y les revele la fórmula para que su gran amigo, con el que salían a jugar escondite, arrancacebollas, tirar la lata y estancado, vuelva a ser el mismo de antes.

Se sabe que nadie sigue barranqueando después de cumplir la mayoría de edad para no terminar como el pobre Juanito.

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