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Las virtudes del fracaso

Gabriel Arana Fuentes
04 de febrero, 2018

Fragmento del libro Las virtudes del fracaso, de Charles Pépin (Ariel), © 2018.Traducción: Alberto Torrego Salcedo. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

1

EL FRACASO PARA APRENDER MÁS DEPRISA

Estamos en Francia, en Tarbes, en pleno invierno de 1999. Trece años tiene el joven español. Acaba de perder las semifinales del torneo de tenis de Les Petits As [Los Pequeños Campeones], el campeonato del mundo oficioso de los de 12/14 años. El tenista francés que le ha ganado y que se hará con el torneo nació el mismo año que él y es exactamente igual de alto. Y sin embargo lo ha dominado con facilidad. Ese joven prodigio se llama Richard Gasquet: «el pequeño Mozart del tenis francés». Los especialistas afirman que nunca un jugador ha alcanzado tal poderío a esa edad. A los nueve años ya ocupaba la portada de la revista Tennis Magazine, que titulaba «El campeón que Francia espera». Sus gestos perfectos, la belleza de su revés con una mano, la agresividad de su juego, fueron para su adversario otros tantos ataques a su ego. Tras haber dado la mano a Richard Gasquet, el adolescente mallorquín se deja caer en la silla, exhausto. Se llama Rafael Nadal.

Aquel día, Rafael Nadal fracasó en su intento de ser campeón del mundo de su grupo de edad. Quien contemple hoy ese partido (disponible en YouTube), quedará pasmado por la agresividad del juego de Richard Gasquet: golpea la pelota con rapidez y pilla desprevenido al adversario. Ahora bien, esta manera de lanzar la pelota con la máxima agresividad evoca, por extraño que parezca, lo que hará el éxito de Rafael Nadal, que será después número uno mundial y lo seguirá siendo durante años, ganando más de setenta torneos, quince de ellos del Gran Slam. Richard Gasquet fue un gran jugador y llegó a ser el número siete mundial, pero a día de hoy solo ha con seguido un torneo del Gran Slam. En total no ha ganado más que catorce títulos. Sean cuales sean sus conquistas futuras, su carrera nunca podrá igualar a la de Rafael Nadal. La pregunta se plantea en estos términos: ¿de qué ha dependido la diferencia?

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Repasar el recorrido de Rafael Nadal puede proporcionarnos un elemento de respuesta. De joven conoció muchos fracasos: partidos perdidos e incapacidad de dominar la técnica del golpe clásico con la derecha, que le forzó a desarrollar ese derechazo heterodoxo, con la raqueta yéndose para arriba después del drive potente, como el gesto de un vaquero del oeste lanzando el lazo, en un gesto inverosímil que ha acabado siendo distintivo. Después de su fracaso contra Richard Gasquet, se enfrentaron catorce veces más. Rafael Nadal le ganó las catorce. Sin duda, tras aquel primer partido, Rafael Nadal se interesó más por su forma de jugar y la analizó en profundidad con su tío y entrenador Toni Nadal. No cabe duda de que aquel día en Tarbes aprendió más perdiendo que si hubiera ganado. Tal vez incluso aprendió con un solo fracaso lo que no hubieran podido enseñarle diez victorias. Y es muy posible que aprendiera a ser capaz de percibir toda la agresividad de la que era capaz en el momento mismo en que fue víctima de la de Richard Gasquet. Estoy convencido de que Rafael Nadal necesitó esa derrota para llegar a conocer más deprisa su propio talento. Al año siguiente, de hecho, ganaría el torneo de Les Petits As.

Probablemente es ahí donde radica el problema de Richard Gasquet: desde sus primeros pasos en una pista de tenis hasta los dieciséis años, encadenó los éxitos con una facilidad desconcertante. ¿Y si durante todos aquellos años de formación no hubiera fracasado lo suficiente? ¿Y si hubiera empezado a fracasar… demasiado tarde? ¿Y si al no conocer prácticamente la derrota le hubiera faltado esta experiencia de la realidad que se resiste y que nos lleva a cuestionarla, a analizarla, a extrañarnos ante su chocante tesitura? Los éxitos son agradables, pero con frecuencia son menos ricos en enseñanzas que los fracasos.

Hay victorias que solo se obtienen perdiendo batallas; paradójico enunciado este, pero que contiene, creo yo, algo del secreto de la vida humana. Démonos, pues, prisa en fracasar, porque así nos encontraremos frente a la realidad mejor que a través del éxito. Por que este se nos resiste, lo cuestionamos, lo miramos desde todos los ángulos. Porque se nos resiste, encontramos en ello un apoyo para tomar impulso.

Estudiando la manera mediante la cual los creadores de start-ups saben volver a tomar impulso, algunos teóricos americanos del Silicon Valley elogian el fail fast [fracasar deprisa] e incluso el fail fast, learn fast [fracasar deprisa, aprender deprisa] para subrayar el carácter virtuoso de esos fracasos sobrevenidos tempranamente. Durante los años de formación, el espíritu se halla ávido de aprender, capaz de sacar inmediatamente lecciones de todo aquello que se le resiste. Esos teóricos revelan que los emprendedores que han fracasado pronto y que han sabido obtener rápidamente lecciones de esos fracasos, triunfan mejor —y sobre todo más deprisa— que los que exhiben recorridos sin percances. Insisten en la fuerza de esas experiencias que, incluso fallidas, hacen progresar más aprisa que las mejores teorías.

Si es verdad lo que dicen, entendemos lo que les falta a todos esos estupendos alumnos, serios y regulares, que desembarcan en el mercado de trabajo sin haber tropezado jamás. ¿Qué es lo que han aprendido contentándose con seguir la norma, con aplicar exitosamente las consignas? ¿No les faltará quizá el sentido del nuevo impulso, esa reactividad tan decisiva en nuestro mundo en mutación?

Mi trabajo como profesor de filosofía a menudo me ha procurado la ocasión de medir la virtud de los fracasos precoces, su capacidad para hacer triunfar más deprisa.

La filosofía se suele incorporar a la enseñanza al final del bachillerato. Se invita entonces a los alumnos a reflexionar por sí mismos como no lo han hecho nunca antes, a tomarse unas libertades nuevas con sus conocimientos, a atreverse a tomar a su cargo los cuestionamientos más inmensos de la existencia. Con la perspectiva que me dan veinte años de enseñanza de la filosofía, puedo afirmar que suele ser preferible suspender el primer examen de filosofía que salir del paso con una nota aceptable pero sin hacerse pregunta alguna. Esa mala nota al principio permite dar el paso al cambio radical. Más vale fracasar deprisa y plantearse las verdaderas cuestiones, que salir airoso sin entender por qué: los progresos serán luego más rápidos. Desde el momento en que ese fracaso se reconoce y se cuestiona, el acercamiento a la filosofía se hace mejor a través del fracaso que del éxito.

Durante mucho tiempo he sido profesor de filosofía, rebautizada para la ocasión como «cultura general», en cursos de verano de preparación para el ingreso en Escuelas de Estudios Superiores. Esas sesiones intensivas acogían a alumnos justo después de haber aprobado el bachillerato. Empezaban a mediados de julio y duraban cinco semanas, pues la oposición de ingreso tenía lugar a finales de agosto o principios de septiembre. Allí tuve ocasión de observar el mismo fenómeno, pero en versión acelerada. Muy a menudo, aquellos que empezaban el curso de verano con notas correctas, fracasaban a final de verano en la oposición de ingreso. En cambio, muchos de aquellos que obtenían al principio del curso notas realmente desastrosas lograban con éxito acceder a buenas escuelas cinco semanas después. Con ocasión de este fracaso, de esta «crisis» inicial, tuvieron la suerte de encontrarse con la nueva realidad que les esperaba allá donde los que habían obtenido notas aceptables al principio del curso no se habían percatado de nada. A unos los despertó el fracaso, a los otros los adormeció su pequeño éxito. Un período de tiempo bastante corto —cinco semanas— era suficiente para mostrar que un fracaso asumido puede resultar más provechoso que la ausencia de un fracaso. Vale más un fracaso rápido y rápidamente rectificado que ningún tropiezo.

Si bien esta visión de las cosas puede parecer obvia, es sin embargo muy minoritaria en algunos países del sur de Europa. Cuando los teóricos americanos conceptualizaron el fast fail, la virtud del fracaso rápido, fue por oposición a lo que ellos llamaban fast track, idea según la cual es decisivo triunfar deprisa, colocarse lo antes posible en los raíles (track) del éxito. En muchos aspectos, lo que se está poniendo en evidencia aquí es la manera española y francesa de concebir el éxito. A menudo parecemos enfermos de esta ideología del fast track.

En EE. UU., como también en el Reino Unido, en Finlandia o en Noruega, a los empresarios, a las figuras políticas o a los deportistas les gusta poner de relieve los fracasos con que tropezaron al principio de sus carreras y los enarbolan con orgullo, como cicatrices de guerreros. En esta vieja Europa del sur nos definimos, por el contrario, durante toda nuestra vida por los títulos obtenidos en la época en la que aún vivíamos con nuestros padres.

Con ocasión de mis intervenciones en empresas, me encuentro a menudo con ejecutivos o dirigentes que se presentan como «Escuela de Caminos, año tal», «Aeronáuticos, año cual», «Arquitectura CEU 87», «ICADE 84». Una y otra vez me dejan pasmado, porque el mensaje es claro: «El título que obtuve a los veinte años me procuran una identidad y un valor de por vida». Es exactamente lo contrario del fail fast: ¡no se trata de fracasar rápido, sino de triunfar deprisa! Como si fuera posible (y deseable) ponerse de una vez por todas al abrigo del riesgo, instalarse en los raíles de una carrera bien trazada de antemano y presentarse durante toda la existencia vestido con el traje de un logro obtenido a los veinte años. ¿Cómo no ver en esta obsesión por los títulos conseguidos de joven un miedo a la vida, a esa realidad que afortunadamente no paramos de encontrarnos y que el fracaso nos permite localizar más rápidamente? Los respectivos recorridos de Richard Gasquet y Rafael Nadal parecen confirmar en todo caso que a veces vale más salirse de los raíles del éxito, y hacerlo pronto además. De hecho, esa será también la ocasión de probar la capacidad de resistencia que uno tiene. Es otra de las virtudes del fracaso: hay que haber fracasado para saber que de eso se sale. Entonces, mejor empezar pronto.

Incluso en la enseñanza secundaria se pueden encontrar los efectos perversos de esta ideología perniciosa del fast track. Los profesores se dividen en dos categorías: los agregados, que no aprobaron cátedras, dan más horas de clase a la semana; si son catedráticos, dan menos horas y además cobran más. Y esta diferencia irá en aumento a lo largo de toda su carrera profesional. Lo menos que se puede decir es que estamos lejos del fast fail… Los que no obtuvieron la cátedra a los 22 años van a pagarlo hasta el final de sus días trabajando más por un sueldo menor. Este sistema es absurdo y encima niega el valor de la experiencia.

Se fuerza demasiado pronto a los alumnos a saber los estudios que quieren emprender. Aún no han cumplido los dieciséis años y ya se les está poniendo en guardia contra los errores de orientación académica. Mejor sería tranquilizarlos diciéndoles que a veces uno encuentra su camino empezando por equivocarse; que hay fracasos que hacen avanzar más deprisa que los éxitos. Más valdría hablarles de aquel día en que Nadal ganó perdiendo contra Gasquet. O contarles la forma en que los profesores seleccionan a los candidatos de la Facultad de Medicina de Boston. Como los alumnos que aspiran a «hacer medicina» son demasiado numerosos y demasiados los que presentan aparentemente todas las cualidades requeridas, los profesores dan prioridad a aquellos candidatos… que ya han sufrido fracasos. Los más buscados son aquellos que emprendieron otros estudios antes de tomar conciencia de su error y decidirse a «hacer medicina». Los profesores consideran en efecto, que esos errores de orientación permiten progresar más aprisa, acercarse más rápidamente a su vocación, en resumen, conocerse mejor. Sencillamente, reducen así el riesgo de hacerse con alumnos que se van a dar cuenta unos meses después de que ya no quieren ser médicos: ya han cambiado de idea una vez, es más improbable que lo hagan una segunda.

Los colegiales y los estudiantes no son los únicos que padecen esta ideología nuestra del fast track. Para un empresario francés o español, arruinarse es un hándicap difícil de remontar. Todo el tiempo lo estigmatizarán y le costará Dios y ayuda encontrar financiación para un nuevo proyecto. En Estados Unidos, en la cultura del fail fast, su fracaso, si se lo sabe reconocer, se verá como una experiencia, como una prueba de madurez, la seguridad de que hay al menos un tipo de error que no volverá a cometer. Podrá incluso obtener un crédito con más facilidad que si no hubiera fracasado. Aquí es todo lo contrario. La Central de Información de Riesgos (CIR) del Banco de España recoge el historial crediticio de las personas físicas y jurídicas para facilitar a las entidades el análisis de sus riesgos de crédito. Y hasta 2013 existía un fichero en el Banco de Francia (el 040) que incluía a los empresarios que habían sufrido un ERE (liquidación judicial). Figurar en él era estar marcado a fuego, tener la seguridad de no encontrar financiación alguna para un nuevo proyecto. Afortunadamente, una ley acabó con el fichero en cuestión, pero las reticencias de los banqueros o de los inversores perduran.

Haber fracasado, en Francia o en España, significa ser culpable. En Estados Unidos significa ser audaz. Haber fracasado de joven aquí es haberse equivocado en la orientación adecuada. En Estados Unidos es haber empezado joven a buscar la vía adecuada.

Para terminar, lo que mejor pone de manifiesto este problema es que se le da demasiada importancia a la razón, a esos títulos que vienen a ratificar el triunfo de la razón y no tienen suficientemente en cuenta la importancia de la experiencia. Hijos de Platón y de Descartes, somos demasiado racionalistas y demasiado poco empiristas. No en vano la mayor parte de los filósofos empiristas son anglosajones: John Locke, David Hume, Ralph Waldo Emerson… Todo lo que sabemos, venía a decir David Hume, lo sabemos por experiencia. «La vida es experiencia; cuantas más experiencias, mejor», retomará el americano Emerson unos siglos más tarde.

Ahora bien, la experiencia del fracaso es la experiencia de la vida misma. En la borrachera del éxito tenemos a menudo la sensación de flotar. Y con gusto afirmamos que no nos damos cuenta de ella. En el fracaso, por el contrario, chocamos con una realidad que no conocíamos y que nos vapulea. Lo que nos sorprende y nos sobrecoge, ¿no es acaso una definición de la vida? Cuanto más deprisa fracasamos, antes la afrontamos. Esa es la condición del éxito.

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EL FRACASO PARA APRENDER MÁS DEPRISA

Estamos en Francia, en Tarbes, en pleno invierno de 1999. Trece años tiene el joven español. Acaba de perder las semifinales del torneo de tenis de Les Petits As [Los Pequeños Campeones], el campeonato del mundo oficioso de los de 12/14 años. El tenista francés que le ha ganado y que se hará con el torneo nació el mismo año que él y es exactamente igual de alto. Y sin embargo lo ha dominado con facilidad. Ese joven prodigio se llama Richard Gasquet: «el pequeño Mozart del tenis francés». Los especialistas afirman que nunca un jugador ha alcanzado tal poderío a esa edad. A los nueve años ya ocupaba la portada de la revista Tennis Magazine, que titulaba «El campeón que Francia espera». Sus gestos perfectos, la belleza de su revés con una mano, la agresividad de su juego, fueron para su adversario otros tantos ataques a su ego. Tras haber dado la mano a Richard Gasquet, el adolescente mallorquín se deja caer en la silla, exhausto. Se llama Rafael Nadal.

Aquel día, Rafael Nadal fracasó en su intento de ser campeón del mundo de su grupo de edad. Quien contemple hoy ese partido (disponible en YouTube), quedará pasmado por la agresividad del juego de Richard Gasquet: golpea la pelota con rapidez y pilla desprevenido al adversario. Ahora bien, esta manera de lanzar la pelota con la máxima agresividad evoca, por extraño que parezca, lo que hará el éxito de Rafael Nadal, que será después número uno mundial y lo seguirá siendo durante años, ganando más de setenta torneos, quince de ellos del Gran Slam. Richard Gasquet fue un gran jugador y llegó a ser el número siete mundial, pero a día de hoy solo ha con seguido un torneo del Gran Slam. En total no ha ganado más que catorce títulos. Sean cuales sean sus conquistas futuras, su carrera nunca podrá igualar a la de Rafael Nadal. La pregunta se plantea en estos términos: ¿de qué ha dependido la diferencia?

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Repasar el recorrido de Rafael Nadal puede proporcionarnos un elemento de respuesta. De joven conoció muchos fracasos: partidos perdidos e incapacidad de dominar la técnica del golpe clásico con la derecha, que le forzó a desarrollar ese derechazo heterodoxo, con la raqueta yéndose para arriba después del drive potente, como el gesto de un vaquero del oeste lanzando el lazo, en un gesto inverosímil que ha acabado siendo distintivo. Después de su fracaso contra Richard Gasquet, se enfrentaron catorce veces más. Rafael Nadal le ganó las catorce. Sin duda, tras aquel primer partido, Rafael Nadal se interesó más por su forma de jugar y la analizó en profundidad con su tío y entrenador Toni Nadal. No cabe duda de que aquel día en Tarbes aprendió más perdiendo que si hubiera ganado. Tal vez incluso aprendió con un solo fracaso lo que no hubieran podido enseñarle diez victorias. Y es muy posible que aprendiera a ser capaz de percibir toda la agresividad de la que era capaz en el momento mismo en que fue víctima de la de Richard Gasquet. Estoy convencido de que Rafael Nadal necesitó esa derrota para llegar a conocer más deprisa su propio talento. Al año siguiente, de hecho, ganaría el torneo de Les Petits As.

Probablemente es ahí donde radica el problema de Richard Gasquet: desde sus primeros pasos en una pista de tenis hasta los dieciséis años, encadenó los éxitos con una facilidad desconcertante. ¿Y si durante todos aquellos años de formación no hubiera fracasado lo suficiente? ¿Y si hubiera empezado a fracasar… demasiado tarde? ¿Y si al no conocer prácticamente la derrota le hubiera faltado esta experiencia de la realidad que se resiste y que nos lleva a cuestionarla, a analizarla, a extrañarnos ante su chocante tesitura? Los éxitos son agradables, pero con frecuencia son menos ricos en enseñanzas que los fracasos.

Hay victorias que solo se obtienen perdiendo batallas; paradójico enunciado este, pero que contiene, creo yo, algo del secreto de la vida humana. Démonos, pues, prisa en fracasar, porque así nos encontraremos frente a la realidad mejor que a través del éxito. Por que este se nos resiste, lo cuestionamos, lo miramos desde todos los ángulos. Porque se nos resiste, encontramos en ello un apoyo para tomar impulso.

Estudiando la manera mediante la cual los creadores de start-ups saben volver a tomar impulso, algunos teóricos americanos del Silicon Valley elogian el fail fast [fracasar deprisa] e incluso el fail fast, learn fast [fracasar deprisa, aprender deprisa] para subrayar el carácter virtuoso de esos fracasos sobrevenidos tempranamente. Durante los años de formación, el espíritu se halla ávido de aprender, capaz de sacar inmediatamente lecciones de todo aquello que se le resiste. Esos teóricos revelan que los emprendedores que han fracasado pronto y que han sabido obtener rápidamente lecciones de esos fracasos, triunfan mejor —y sobre todo más deprisa— que los que exhiben recorridos sin percances. Insisten en la fuerza de esas experiencias que, incluso fallidas, hacen progresar más aprisa que las mejores teorías.

Si es verdad lo que dicen, entendemos lo que les falta a todos esos estupendos alumnos, serios y regulares, que desembarcan en el mercado de trabajo sin haber tropezado jamás. ¿Qué es lo que han aprendido contentándose con seguir la norma, con aplicar exitosamente las consignas? ¿No les faltará quizá el sentido del nuevo impulso, esa reactividad tan decisiva en nuestro mundo en mutación?

Mi trabajo como profesor de filosofía a menudo me ha procurado la ocasión de medir la virtud de los fracasos precoces, su capacidad para hacer triunfar más deprisa.

La filosofía se suele incorporar a la enseñanza al final del bachillerato. Se invita entonces a los alumnos a reflexionar por sí mismos como no lo han hecho nunca antes, a tomarse unas libertades nuevas con sus conocimientos, a atreverse a tomar a su cargo los cuestionamientos más inmensos de la existencia. Con la perspectiva que me dan veinte años de enseñanza de la filosofía, puedo afirmar que suele ser preferible suspender el primer examen de filosofía que salir del paso con una nota aceptable pero sin hacerse pregunta alguna. Esa mala nota al principio permite dar el paso al cambio radical. Más vale fracasar deprisa y plantearse las verdaderas cuestiones, que salir airoso sin entender por qué: los progresos serán luego más rápidos. Desde el momento en que ese fracaso se reconoce y se cuestiona, el acercamiento a la filosofía se hace mejor a través del fracaso que del éxito.

Durante mucho tiempo he sido profesor de filosofía, rebautizada para la ocasión como «cultura general», en cursos de verano de preparación para el ingreso en Escuelas de Estudios Superiores. Esas sesiones intensivas acogían a alumnos justo después de haber aprobado el bachillerato. Empezaban a mediados de julio y duraban cinco semanas, pues la oposición de ingreso tenía lugar a finales de agosto o principios de septiembre. Allí tuve ocasión de observar el mismo fenómeno, pero en versión acelerada. Muy a menudo, aquellos que empezaban el curso de verano con notas correctas, fracasaban a final de verano en la oposición de ingreso. En cambio, muchos de aquellos que obtenían al principio del curso notas realmente desastrosas lograban con éxito acceder a buenas escuelas cinco semanas después. Con ocasión de este fracaso, de esta «crisis» inicial, tuvieron la suerte de encontrarse con la nueva realidad que les esperaba allá donde los que habían obtenido notas aceptables al principio del curso no se habían percatado de nada. A unos los despertó el fracaso, a los otros los adormeció su pequeño éxito. Un período de tiempo bastante corto —cinco semanas— era suficiente para mostrar que un fracaso asumido puede resultar más provechoso que la ausencia de un fracaso. Vale más un fracaso rápido y rápidamente rectificado que ningún tropiezo.

Si bien esta visión de las cosas puede parecer obvia, es sin embargo muy minoritaria en algunos países del sur de Europa. Cuando los teóricos americanos conceptualizaron el fast fail, la virtud del fracaso rápido, fue por oposición a lo que ellos llamaban fast track, idea según la cual es decisivo triunfar deprisa, colocarse lo antes posible en los raíles (track) del éxito. En muchos aspectos, lo que se está poniendo en evidencia aquí es la manera española y francesa de concebir el éxito. A menudo parecemos enfermos de esta ideología del fast track.

En EE. UU., como también en el Reino Unido, en Finlandia o en Noruega, a los empresarios, a las figuras políticas o a los deportistas les gusta poner de relieve los fracasos con que tropezaron al principio de sus carreras y los enarbolan con orgullo, como cicatrices de guerreros. En esta vieja Europa del sur nos definimos, por el contrario, durante toda nuestra vida por los títulos obtenidos en la época en la que aún vivíamos con nuestros padres.

Con ocasión de mis intervenciones en empresas, me encuentro a menudo con ejecutivos o dirigentes que se presentan como «Escuela de Caminos, año tal», «Aeronáuticos, año cual», «Arquitectura CEU 87», «ICADE 84». Una y otra vez me dejan pasmado, porque el mensaje es claro: «El título que obtuve a los veinte años me procuran una identidad y un valor de por vida». Es exactamente lo contrario del fail fast: ¡no se trata de fracasar rápido, sino de triunfar deprisa! Como si fuera posible (y deseable) ponerse de una vez por todas al abrigo del riesgo, instalarse en los raíles de una carrera bien trazada de antemano y presentarse durante toda la existencia vestido con el traje de un logro obtenido a los veinte años. ¿Cómo no ver en esta obsesión por los títulos conseguidos de joven un miedo a la vida, a esa realidad que afortunadamente no paramos de encontrarnos y que el fracaso nos permite localizar más rápidamente? Los respectivos recorridos de Richard Gasquet y Rafael Nadal parecen confirmar en todo caso que a veces vale más salirse de los raíles del éxito, y hacerlo pronto además. De hecho, esa será también la ocasión de probar la capacidad de resistencia que uno tiene. Es otra de las virtudes del fracaso: hay que haber fracasado para saber que de eso se sale. Entonces, mejor empezar pronto.

Incluso en la enseñanza secundaria se pueden encontrar los efectos perversos de esta ideología perniciosa del fast track. Los profesores se dividen en dos categorías: los agregados, que no aprobaron cátedras, dan más horas de clase a la semana; si son catedráticos, dan menos horas y además cobran más. Y esta diferencia irá en aumento a lo largo de toda su carrera profesional. Lo menos que se puede decir es que estamos lejos del fast fail… Los que no obtuvieron la cátedra a los 22 años van a pagarlo hasta el final de sus días trabajando más por un sueldo menor. Este sistema es absurdo y encima niega el valor de la experiencia.

Se fuerza demasiado pronto a los alumnos a saber los estudios que quieren emprender. Aún no han cumplido los dieciséis años y ya se les está poniendo en guardia contra los errores de orientación académica. Mejor sería tranquilizarlos diciéndoles que a veces uno encuentra su camino empezando por equivocarse; que hay fracasos que hacen avanzar más deprisa que los éxitos. Más valdría hablarles de aquel día en que Nadal ganó perdiendo contra Gasquet. O contarles la forma en que los profesores seleccionan a los candidatos de la Facultad de Medicina de Boston. Como los alumnos que aspiran a «hacer medicina» son demasiado numerosos y demasiados los que presentan aparentemente todas las cualidades requeridas, los profesores dan prioridad a aquellos candidatos… que ya han sufrido fracasos. Los más buscados son aquellos que emprendieron otros estudios antes de tomar conciencia de su error y decidirse a «hacer medicina». Los profesores consideran en efecto, que esos errores de orientación permiten progresar más aprisa, acercarse más rápidamente a su vocación, en resumen, conocerse mejor. Sencillamente, reducen así el riesgo de hacerse con alumnos que se van a dar cuenta unos meses después de que ya no quieren ser médicos: ya han cambiado de idea una vez, es más improbable que lo hagan una segunda.

Los colegiales y los estudiantes no son los únicos que padecen esta ideología nuestra del fast track. Para un empresario francés o español, arruinarse es un hándicap difícil de remontar. Todo el tiempo lo estigmatizarán y le costará Dios y ayuda encontrar financiación para un nuevo proyecto. En Estados Unidos, en la cultura del fail fast, su fracaso, si se lo sabe reconocer, se verá como una experiencia, como una prueba de madurez, la seguridad de que hay al menos un tipo de error que no volverá a cometer. Podrá incluso obtener un crédito con más facilidad que si no hubiera fracasado. Aquí es todo lo contrario. La Central de Información de Riesgos (CIR) del Banco de España recoge el historial crediticio de las personas físicas y jurídicas para facilitar a las entidades el análisis de sus riesgos de crédito. Y hasta 2013 existía un fichero en el Banco de Francia (el 040) que incluía a los empresarios que habían sufrido un ERE (liquidación judicial). Figurar en él era estar marcado a fuego, tener la seguridad de no encontrar financiación alguna para un nuevo proyecto. Afortunadamente, una ley acabó con el fichero en cuestión, pero las reticencias de los banqueros o de los inversores perduran.

Haber fracasado, en Francia o en España, significa ser culpable. En Estados Unidos significa ser audaz. Haber fracasado de joven aquí es haberse equivocado en la orientación adecuada. En Estados Unidos es haber empezado joven a buscar la vía adecuada.

Para terminar, lo que mejor pone de manifiesto este problema es que se le da demasiada importancia a la razón, a esos títulos que vienen a ratificar el triunfo de la razón y no tienen suficientemente en cuenta la importancia de la experiencia. Hijos de Platón y de Descartes, somos demasiado racionalistas y demasiado poco empiristas. No en vano la mayor parte de los filósofos empiristas son anglosajones: John Locke, David Hume, Ralph Waldo Emerson… Todo lo que sabemos, venía a decir David Hume, lo sabemos por experiencia. «La vida es experiencia; cuantas más experiencias, mejor», retomará el americano Emerson unos siglos más tarde.

Ahora bien, la experiencia del fracaso es la experiencia de la vida misma. En la borrachera del éxito tenemos a menudo la sensación de flotar. Y con gusto afirmamos que no nos damos cuenta de ella. En el fracaso, por el contrario, chocamos con una realidad que no conocíamos y que nos vapulea. Lo que nos sorprende y nos sobrecoge, ¿no es acaso una definición de la vida? Cuanto más deprisa fracasamos, antes la afrontamos. Esa es la condición del éxito.

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