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Historias Urbanas: Recuerdo de un libro olvidado

Redacción República
23 de febrero, 2020

Recuerdo de un libro olvidado, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Llevo años buscándola y nadie me da razón de esta novela. La leí una vez, cuando estaba en segundo básico, y no se me olvidan ciertos episodios que entonces me sacudieron por su crudeza.

Ahora me pregunto cuánto tiempo estuvo ese libro entre los anaqueles de la biblioteca de un colegio católico.

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¿Despiste del donador? ¿Descuido del bibliotecario? Lo cierto es que ahí me lo encontré, empastado, con su olor a antiguo y sus páginas amarillentas.

Me acuerdo que el autor era un inglés, Graham Gordon-Lewis. La novela se situaba en Londres, 1888, el año de Jack el Destripador.

Gordon-Lewis relataba en primera persona una historia de desintegración familiar a partir de la enfermedad de la matriarca paterna, con tal precisión, que ahora se me hace autobiográfica.

La anciana se hundió en un sopor del que no emergió hasta morir de un paro respiratorio. Una de las parientas lejanas se erigió de súbito en su defensora y cubrió de calumnias a la familia del narrador.

Tanta fue la insidia que los obligó a dejar la casa solariega y refugiarse en el último pueblo antes de llegar a la frontera con Escocia.

El narrador, en frases que se me quedaron bien grabadas, decide lanzar una expedición punitiva, «no con las armas, que no tengo, sino con la palabra». Con eso terminaba la primera parte.

La segunda parte del libro

La segunda se basa en el cuaderno donde el narrador anotó sus pesquisas y la larga conversación que tuvo con una de las amigas cercanas de la parienta.

Se entera, con la repugnancia propia de la moral victoriana, que la enemiga se confundía entre las mujeres que se buscaban la vida por tabernas, garitos y esquinas apenas alumbrados con farolas de gas, cerca del distrito de Whitechapel.

Destacaba por la altivez de su porte, los métodos que utilizaba para que no la penetraran sus clientes, y el asco que le ocasionaba la sola cercanía de los comerciantes de la India de paso por el lugar.

«Ahí aprendió el lenguaje que utilizó para imprecarnos antes de que abandonáramos la ciudad para siempre», se dice el narrador, abrumado por el descubrimiento.

«Eso explica las pieles, los vestidos, los sombreros adornados con aves del paraíso y las costosas joyas que solía lucir, a pesar de su modesto trabajo como preceptora en casa de familias ricas.

“Seguro que se las regalan sus patronas, pero como es tan orgullosa no lo admite”, decía mi hermano, más observador y sagaz».

Decide regresar a Londres y ahí comienza la tercera parte. Reproduce los pasquines que distribuyó bajo las puertas del barrio donde localizó a la parienta.

«Enumeré las tarifas por los servicios que prestaba y dónde la podían encontrar», escribe.

En poco tiempo los chismes hacen mella en la imagen de la parienta, pero el narrador no cuenta con que la fiera malherida y acorralada aún puede tirar zarpazos.

La mujer convence a la madre de que desea hacer las paces y le hunde un grueso alfiler de costura en el pecho.

Durante el juicio seduce al fiscal, luciendo trajes que resultan escandalosos para la época, logra que la declaren demente y la encierran en el asilo de Bedlam.

Se pavonea entre los locos encadenados al suelo o los enfermos que andan sueltos, de tan inofensivos que son.

«Prefiere estar encerrada acá, entre la suciedad y las cucarachas, a aceptar su culpabilidad», se dice el narrador antes de entrar al asilo para encontrarse con la parienta.

Y ahí terminaba la copia que leí pues le faltaban las páginas finales y el índice. El único en prestarlo, antes que yo, lo hizo en 1964.

Tengo presente la desesperanza que me dejó la lectura. Hasta me inventé una segunda parte donde el narrador de Gordon-Lewis le ajusta cuentas a la parienta.

Lo cierto es que quisiera encontrarme con este libro de nuevo para comprobar, ahora que pasaron los años, si gana valor con su relectura o no soy capaz de avanzar más allá de la página cuatro.

Historias Urbanas: Recuerdo de un libro olvidado

Redacción República
23 de febrero, 2020

Recuerdo de un libro olvidado, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Llevo años buscándola y nadie me da razón de esta novela. La leí una vez, cuando estaba en segundo básico, y no se me olvidan ciertos episodios que entonces me sacudieron por su crudeza.

Ahora me pregunto cuánto tiempo estuvo ese libro entre los anaqueles de la biblioteca de un colegio católico.

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¿Despiste del donador? ¿Descuido del bibliotecario? Lo cierto es que ahí me lo encontré, empastado, con su olor a antiguo y sus páginas amarillentas.

Me acuerdo que el autor era un inglés, Graham Gordon-Lewis. La novela se situaba en Londres, 1888, el año de Jack el Destripador.

Gordon-Lewis relataba en primera persona una historia de desintegración familiar a partir de la enfermedad de la matriarca paterna, con tal precisión, que ahora se me hace autobiográfica.

La anciana se hundió en un sopor del que no emergió hasta morir de un paro respiratorio. Una de las parientas lejanas se erigió de súbito en su defensora y cubrió de calumnias a la familia del narrador.

Tanta fue la insidia que los obligó a dejar la casa solariega y refugiarse en el último pueblo antes de llegar a la frontera con Escocia.

El narrador, en frases que se me quedaron bien grabadas, decide lanzar una expedición punitiva, «no con las armas, que no tengo, sino con la palabra». Con eso terminaba la primera parte.

La segunda parte del libro

La segunda se basa en el cuaderno donde el narrador anotó sus pesquisas y la larga conversación que tuvo con una de las amigas cercanas de la parienta.

Se entera, con la repugnancia propia de la moral victoriana, que la enemiga se confundía entre las mujeres que se buscaban la vida por tabernas, garitos y esquinas apenas alumbrados con farolas de gas, cerca del distrito de Whitechapel.

Destacaba por la altivez de su porte, los métodos que utilizaba para que no la penetraran sus clientes, y el asco que le ocasionaba la sola cercanía de los comerciantes de la India de paso por el lugar.

«Ahí aprendió el lenguaje que utilizó para imprecarnos antes de que abandonáramos la ciudad para siempre», se dice el narrador, abrumado por el descubrimiento.

«Eso explica las pieles, los vestidos, los sombreros adornados con aves del paraíso y las costosas joyas que solía lucir, a pesar de su modesto trabajo como preceptora en casa de familias ricas.

“Seguro que se las regalan sus patronas, pero como es tan orgullosa no lo admite”, decía mi hermano, más observador y sagaz».

Decide regresar a Londres y ahí comienza la tercera parte. Reproduce los pasquines que distribuyó bajo las puertas del barrio donde localizó a la parienta.

«Enumeré las tarifas por los servicios que prestaba y dónde la podían encontrar», escribe.

En poco tiempo los chismes hacen mella en la imagen de la parienta, pero el narrador no cuenta con que la fiera malherida y acorralada aún puede tirar zarpazos.

La mujer convence a la madre de que desea hacer las paces y le hunde un grueso alfiler de costura en el pecho.

Durante el juicio seduce al fiscal, luciendo trajes que resultan escandalosos para la época, logra que la declaren demente y la encierran en el asilo de Bedlam.

Se pavonea entre los locos encadenados al suelo o los enfermos que andan sueltos, de tan inofensivos que son.

«Prefiere estar encerrada acá, entre la suciedad y las cucarachas, a aceptar su culpabilidad», se dice el narrador antes de entrar al asilo para encontrarse con la parienta.

Y ahí terminaba la copia que leí pues le faltaban las páginas finales y el índice. El único en prestarlo, antes que yo, lo hizo en 1964.

Tengo presente la desesperanza que me dejó la lectura. Hasta me inventé una segunda parte donde el narrador de Gordon-Lewis le ajusta cuentas a la parienta.

Lo cierto es que quisiera encontrarme con este libro de nuevo para comprobar, ahora que pasaron los años, si gana valor con su relectura o no soy capaz de avanzar más allá de la página cuatro.