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Historias Urbanas: Así se riegan las enfermedades

Redacción República
09 de febrero, 2020

Así se riegan las enfermedades, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

No hace falta que se le prohíba la entrada a los ciudadanos de la República Popular China, junto a los turistas que pasearon por la Gran Muralla, contemplaron la Ciudad Prohibida y reconocieron la valentía de los estudiantes masacrados en la plaza de Tianamen, para evitar la llegada del coronavirus –la enfermedad que se une a los brotes del síndrome respiratorio agudo y grave (2003), la gripe porcina (2009) y el ébola (2014) como método para erradicar el excedente de población humana– a nuestros rumbos.

El coronavirus ya atravesó el estrecho de Formosa y prendió en Taiwán, estado reconocido a duras penas por una veintena de países, Guatemala incluida.

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Por ende, el agente transmisor puede incubarse en más de algún diplomático, estudiante becado y empresario de visita en Taipei, se desarrolle durante las 27 horas de vuelo intercontinental, conexiones incluidas, y brote a los pocos días de su regreso al país.

Podrá contemplar el nuevo paisaje que le rodea –sin estatuas de Buda, sin faroles, sin pagodas– y se lanzará a la conquista de nuevos huéspedes.

Pese a la cuarentena que le impongan –las enfermedades son mañosas y saben camuflarse–, el virus se las arreglará para armar fuga masiva a través de las toses, los estornudos y los escupitajos que se lanzan en cualquier lugar y a toda hora.

No dudo que el contagio alcanzaría en pocas horas a miles de personas, dado los malos hábitos de la mayoría de la población. Acá les va mi resumen del miércoles.

Los pasajeros veníamos amontonados en la camioneta. Todo espacio para ir sentado o de pie estaba ocupado.

Dos personas, una adelante, la otra atrás, tosían sin taparse la boca. Otro se agachaba para estornudar a escape abierto.

La escena se repitió dentro del transmetro, a cargo de una señora bajita –pensé que era una niña hasta que se volteó– y de un par de patojos que cerraban el paso en la puerta de en medio, al lado izquierdo. Salí entre ellos, conteniendo la respiración, a toda prisa.

Y al caminar por la 29 calle de la zona 12, rumbo a la Universidad de San Carlos, vi que adelante andaba una persona afectada por ese padecimiento físico que engarrota los brazos, aprieta las piernas y deja el cuerpo como si un gigante lo acabara de restregar entre las manos.

Oí que emitía el ruido que anuncia la pronta expulsión de un gargajo y lo arrojó al suelo donde caminaba en vez de hacer el esfuerzo por tirarlo a la calle, donde pasan los carros.

Según estudios científicos –que conservan su vigencia hasta que nuevas investigaciones los corroboran o desmienten–, los virus que se liberan al toser, estornudar y escupir se dispersan cuatro metros a la redonda, conservando su capacidad de contagio durante períodos de 45 minutos a una hora.

Los malos hábitos de gran parte de los guatemaltecos ayudarían a la pronta expansión del coronavirus, al desplome del sistema hospitalario, al acaparamiento de mascarillas y alcohol para desinfectar las manos, al agotamiento de médicos y enfermeros obligados a atender pacientes el día entero, y a la declaración del estado de sitio junto a las restricciones a la libre locomoción por parte del Gobierno con el pretexto de evitar concentraciones masivas que faciliten el avance de la enfermedad.

El control de la información podría llegar a extremos como el citado en otro contexto por Augusto Monterroso en su cuento «Mr. Taylor»; notarán la frase subrayada: «Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento».

El refrán «salir de Guatemala para caer en Guatepeor», de frecuente uso entre extranjeros que no saben dónde ubicarnos en el mapa, recobraría vigencia para referirse a nuestra situación.

Historias Urbanas: Así se riegan las enfermedades

Redacción República
09 de febrero, 2020

Así se riegan las enfermedades, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

No hace falta que se le prohíba la entrada a los ciudadanos de la República Popular China, junto a los turistas que pasearon por la Gran Muralla, contemplaron la Ciudad Prohibida y reconocieron la valentía de los estudiantes masacrados en la plaza de Tianamen, para evitar la llegada del coronavirus –la enfermedad que se une a los brotes del síndrome respiratorio agudo y grave (2003), la gripe porcina (2009) y el ébola (2014) como método para erradicar el excedente de población humana– a nuestros rumbos.

El coronavirus ya atravesó el estrecho de Formosa y prendió en Taiwán, estado reconocido a duras penas por una veintena de países, Guatemala incluida.

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Por ende, el agente transmisor puede incubarse en más de algún diplomático, estudiante becado y empresario de visita en Taipei, se desarrolle durante las 27 horas de vuelo intercontinental, conexiones incluidas, y brote a los pocos días de su regreso al país.

Podrá contemplar el nuevo paisaje que le rodea –sin estatuas de Buda, sin faroles, sin pagodas– y se lanzará a la conquista de nuevos huéspedes.

Pese a la cuarentena que le impongan –las enfermedades son mañosas y saben camuflarse–, el virus se las arreglará para armar fuga masiva a través de las toses, los estornudos y los escupitajos que se lanzan en cualquier lugar y a toda hora.

No dudo que el contagio alcanzaría en pocas horas a miles de personas, dado los malos hábitos de la mayoría de la población. Acá les va mi resumen del miércoles.

Los pasajeros veníamos amontonados en la camioneta. Todo espacio para ir sentado o de pie estaba ocupado.

Dos personas, una adelante, la otra atrás, tosían sin taparse la boca. Otro se agachaba para estornudar a escape abierto.

La escena se repitió dentro del transmetro, a cargo de una señora bajita –pensé que era una niña hasta que se volteó– y de un par de patojos que cerraban el paso en la puerta de en medio, al lado izquierdo. Salí entre ellos, conteniendo la respiración, a toda prisa.

Y al caminar por la 29 calle de la zona 12, rumbo a la Universidad de San Carlos, vi que adelante andaba una persona afectada por ese padecimiento físico que engarrota los brazos, aprieta las piernas y deja el cuerpo como si un gigante lo acabara de restregar entre las manos.

Oí que emitía el ruido que anuncia la pronta expulsión de un gargajo y lo arrojó al suelo donde caminaba en vez de hacer el esfuerzo por tirarlo a la calle, donde pasan los carros.

Según estudios científicos –que conservan su vigencia hasta que nuevas investigaciones los corroboran o desmienten–, los virus que se liberan al toser, estornudar y escupir se dispersan cuatro metros a la redonda, conservando su capacidad de contagio durante períodos de 45 minutos a una hora.

Los malos hábitos de gran parte de los guatemaltecos ayudarían a la pronta expansión del coronavirus, al desplome del sistema hospitalario, al acaparamiento de mascarillas y alcohol para desinfectar las manos, al agotamiento de médicos y enfermeros obligados a atender pacientes el día entero, y a la declaración del estado de sitio junto a las restricciones a la libre locomoción por parte del Gobierno con el pretexto de evitar concentraciones masivas que faciliten el avance de la enfermedad.

El control de la información podría llegar a extremos como el citado en otro contexto por Augusto Monterroso en su cuento «Mr. Taylor»; notarán la frase subrayada: «Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento».

El refrán «salir de Guatemala para caer en Guatepeor», de frecuente uso entre extranjeros que no saben dónde ubicarnos en el mapa, recobraría vigencia para referirse a nuestra situación.