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Historias Urbanas: Puertas ayer, persianas hoy

Redacción República
08 de marzo, 2020

Puertas ayer, persianas hoy, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Donde estaba la puerta de la tienda de la esquina –esas tiendas donde las señoras se pasaban el día entero frente al mostrador, ofreciendo dulces de bolita con manía adentro, canillitas de leche blancas o morenas, roscas teñidas de rojo, chicles de todas las marcas, polvorosas que se desmenuzaban a la primera mordida y helados de chocolate fabricados con la receta de la abuelita– colocaron una persiana asegurada con candado.

Me imagino que el espacio terminará alquilado por vendedores de ropa usada, o mecánicos aficionados a reparar sus motocicletas en la calle.

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Podrán destinarlo al comedor donde se servirán platos de carne asada al carbón, o será ocupado por la iglesia que acaba de recibir el certificado de personalidad jurídica firmado por el Ministerio de Gobernación.

Así, donde hay puertas de madera o metal podemos suponer que ahí viven familias.

Tienen patio más o menos amplio donde se sembraron claveles y camarones, los árboles frutales crecieron hasta dar bastante sombra y no falta el rincón para que jueguen los patojos.

La vida todavía late con el bebé que está aprendiendo a caminar, la celebración de los cumpleaños al completarse un ciclo más alrededor del Sol y la quema de cuetes para darse los abrazos de Navidad y Año Nuevo.

Las persianas, en cambio, nos avisan que las viejas señales de referencia desaparecen y nuestro mapa satelital debe reconfigurarse con nuevos datos.

No hace falta salir becado al extranjero, o viajar durante las dos semanas de vacaciones que se conceden a todo trabajador que aún dispone de sus prestaciones laborales, para encontrarnos con variaciones en el paisaje.

Ciertos edificios que nos fueron familiares desde que tuvimos memoria amanecen rodeados de láminas.

Trabajadores van y vienen, martillos en mano, derribando las paredes de adobe que llegaron a desafiar invictas al terremoto del 4 de febrero de 1976, según la antigüedad de la casa.

Las vigas y puertas carcomidas por la polilla se tiran en picops, rumbo al basurero o a la tortillería donde todavía usan leña para calentar el comal.

Las láminas oxidadas se venderán a un puñado de quetzales por libra al primer chatarrero que pase enfrente.

Después se acumularán la arena, el piedrín y el cemento destinados a la mezcla; los albañiles llegarán a trabajar en la obra; en pocas semanas se alzará un nuevo edificio comercial y quien desee obtener su espacio puede comunicarse al teléfono apuntado en un cartel.

Historias Urbanas: Puertas ayer, persianas hoy

Redacción República
08 de marzo, 2020

Puertas ayer, persianas hoy, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Donde estaba la puerta de la tienda de la esquina –esas tiendas donde las señoras se pasaban el día entero frente al mostrador, ofreciendo dulces de bolita con manía adentro, canillitas de leche blancas o morenas, roscas teñidas de rojo, chicles de todas las marcas, polvorosas que se desmenuzaban a la primera mordida y helados de chocolate fabricados con la receta de la abuelita– colocaron una persiana asegurada con candado.

Me imagino que el espacio terminará alquilado por vendedores de ropa usada, o mecánicos aficionados a reparar sus motocicletas en la calle.

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Podrán destinarlo al comedor donde se servirán platos de carne asada al carbón, o será ocupado por la iglesia que acaba de recibir el certificado de personalidad jurídica firmado por el Ministerio de Gobernación.

Así, donde hay puertas de madera o metal podemos suponer que ahí viven familias.

Tienen patio más o menos amplio donde se sembraron claveles y camarones, los árboles frutales crecieron hasta dar bastante sombra y no falta el rincón para que jueguen los patojos.

La vida todavía late con el bebé que está aprendiendo a caminar, la celebración de los cumpleaños al completarse un ciclo más alrededor del Sol y la quema de cuetes para darse los abrazos de Navidad y Año Nuevo.

Las persianas, en cambio, nos avisan que las viejas señales de referencia desaparecen y nuestro mapa satelital debe reconfigurarse con nuevos datos.

No hace falta salir becado al extranjero, o viajar durante las dos semanas de vacaciones que se conceden a todo trabajador que aún dispone de sus prestaciones laborales, para encontrarnos con variaciones en el paisaje.

Ciertos edificios que nos fueron familiares desde que tuvimos memoria amanecen rodeados de láminas.

Trabajadores van y vienen, martillos en mano, derribando las paredes de adobe que llegaron a desafiar invictas al terremoto del 4 de febrero de 1976, según la antigüedad de la casa.

Las vigas y puertas carcomidas por la polilla se tiran en picops, rumbo al basurero o a la tortillería donde todavía usan leña para calentar el comal.

Las láminas oxidadas se venderán a un puñado de quetzales por libra al primer chatarrero que pase enfrente.

Después se acumularán la arena, el piedrín y el cemento destinados a la mezcla; los albañiles llegarán a trabajar en la obra; en pocas semanas se alzará un nuevo edificio comercial y quien desee obtener su espacio puede comunicarse al teléfono apuntado en un cartel.