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Historias Urbanas | Interrupción

Luis Gonzalez
17 de mayo, 2020

Interrupción, ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Venía leyendo una novela de Ovidio Centeno cuando me somataron la ventana del transmetro.

Estábamos en la parada de Santa Cecilia. Si bien recuerdo, fue en junio del año pasado.

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—Ey usté —dijo el custodio—, dele el asiento al señor con el bebé.

Era un muchacho flaquito, muy moreno. Masticaba su chicle con ganas. El bigote le colgaba ralo y escaso de las comisuras.

—No interrumpa al que lea —le dije al guardia.

—¿Qué fue que dijo? —me pareció que llevó la mano al cinto.

—Que no interrumpa al que lea —el más escandaloso saca varios cuerpos de ventaja—. Y mírelo. Es joven. Es fuerte. Si es responsable, sabrá sostener a sus hijos.

Se acercó un encargado a preguntarle qué pasaba.

—Que el caballero acá interrumpió mi lectura para que le ceda mi asiento a este muchacho —miré al padre desde los tenis blancos que calzaba sin amarrar hasta el acné que le comía la mitad del rostro—, solo porque anda con un niño en brazos. Ni que tan debilucho fuera.

—Oiga… —empezó el compañero.

—Sí —atajé—, me van a decir que no sea grosero. Pero ustedes comenzaron. Hay que respetar al que lee, al que piensa y al que va durmiendo.

—¿Cómo así, usted? Bájese.

Vaya. Los uniformados arman tremenda alharaca por tan poquita cosa. Me aseguré que una señora con todo y canasto repleto de verduras —deberían irse en taxi, digo yo— se sentara en mi lugar.

—A ver, su DPI.

—¿Qué, ya les autorizaron a ejercer de policías?

—Su DPI.

—No lo tengo. Se fue con todo y mi quincena en un asalto.

—¿No carga una fotocopia?

—Usted lo ha dicho.

El custodio me superaba por cinco o seis centímetros. Los eligen así para intimidar a los usuarios, chaparros en su vasta mayoría. Yo me le quedé mirando para que supiera que sería tan alto como él de no ser porque mi mamá me dio pecho por seis meses, antes de quedar embarazada de mi otro hermano.

—Pero no se me olvida mi nombre. Soy Bonifacio Cazurro del Toro.

—¿Eh?

—En serio. Así me pusieron. El número del DPI no se me quedó y si quiere averiguarlo busque en el Registro Nacional de las Personas.

Llegó el encargado, radiocomunicador en mano.

—Aquí dice el señor que no tiene sus papeles y dice que se llama, ¿cómo fue que me dijo?

Bonifacio Cazurro del Toro. Ocurrencias de mis papás. Para qué les voy a contar las molestaderas en la escuela. Y siendo francos, ¿por qué tanto alboroto? Si el muchacho hubiera sido una señora con las várices de este tamaño, a punto de reventárseles en las piernas, y si me piden con modo que le ceda el asiento a pesar de venir leyendo, pues entonces vengo yo y tranquilo, me levanto. Y si me disculpan —se acercaba otro transmetro.

—Lo siento, pero no puede abordar otra unidad —dijo el encargado.

Estuve a punto de decirle «vamos, ni que anduviera cargando explosivos», pero mejor me callé. Capaz y me desnudan delante de toda la gente.

Mejor llamé a mi taxista y asunto solucionado.

Cayó un aguacero. Los carros pasaron al modo anfibio. Saqué una tarjeta y se la tendí al custodio. Entonces supo mi nombre y a qué me dedico.

—Piénselo. Usted está ni qué mandado hacer para que salga en nuestro programa: tiene el físico y la estatura adecuados. Solo le hace falta un su poquito de entrenamiento, que le busquemos un personaje acorde con su tamaño y listo. Yo que usted preferiría que me aplaudan en la tele y los patojos me pidan autógrafos en la calle a que me saquen la madre por estar bajando pasajeros. Un día que tenga descanso o tenga tiempo lléguese, para que platiquemos.

Todavía lo vi dudar cuando tuve que salir corriendo tras el taxista porque se confundió de parada y siguió de largo.

Historias Urbanas | Interrupción

Luis Gonzalez
17 de mayo, 2020

Interrupción, ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Venía leyendo una novela de Ovidio Centeno cuando me somataron la ventana del transmetro.

Estábamos en la parada de Santa Cecilia. Si bien recuerdo, fue en junio del año pasado.

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—Ey usté —dijo el custodio—, dele el asiento al señor con el bebé.

Era un muchacho flaquito, muy moreno. Masticaba su chicle con ganas. El bigote le colgaba ralo y escaso de las comisuras.

—No interrumpa al que lea —le dije al guardia.

—¿Qué fue que dijo? —me pareció que llevó la mano al cinto.

—Que no interrumpa al que lea —el más escandaloso saca varios cuerpos de ventaja—. Y mírelo. Es joven. Es fuerte. Si es responsable, sabrá sostener a sus hijos.

Se acercó un encargado a preguntarle qué pasaba.

—Que el caballero acá interrumpió mi lectura para que le ceda mi asiento a este muchacho —miré al padre desde los tenis blancos que calzaba sin amarrar hasta el acné que le comía la mitad del rostro—, solo porque anda con un niño en brazos. Ni que tan debilucho fuera.

—Oiga… —empezó el compañero.

—Sí —atajé—, me van a decir que no sea grosero. Pero ustedes comenzaron. Hay que respetar al que lee, al que piensa y al que va durmiendo.

—¿Cómo así, usted? Bájese.

Vaya. Los uniformados arman tremenda alharaca por tan poquita cosa. Me aseguré que una señora con todo y canasto repleto de verduras —deberían irse en taxi, digo yo— se sentara en mi lugar.

—A ver, su DPI.

—¿Qué, ya les autorizaron a ejercer de policías?

—Su DPI.

—No lo tengo. Se fue con todo y mi quincena en un asalto.

—¿No carga una fotocopia?

—Usted lo ha dicho.

El custodio me superaba por cinco o seis centímetros. Los eligen así para intimidar a los usuarios, chaparros en su vasta mayoría. Yo me le quedé mirando para que supiera que sería tan alto como él de no ser porque mi mamá me dio pecho por seis meses, antes de quedar embarazada de mi otro hermano.

—Pero no se me olvida mi nombre. Soy Bonifacio Cazurro del Toro.

—¿Eh?

—En serio. Así me pusieron. El número del DPI no se me quedó y si quiere averiguarlo busque en el Registro Nacional de las Personas.

Llegó el encargado, radiocomunicador en mano.

—Aquí dice el señor que no tiene sus papeles y dice que se llama, ¿cómo fue que me dijo?

Bonifacio Cazurro del Toro. Ocurrencias de mis papás. Para qué les voy a contar las molestaderas en la escuela. Y siendo francos, ¿por qué tanto alboroto? Si el muchacho hubiera sido una señora con las várices de este tamaño, a punto de reventárseles en las piernas, y si me piden con modo que le ceda el asiento a pesar de venir leyendo, pues entonces vengo yo y tranquilo, me levanto. Y si me disculpan —se acercaba otro transmetro.

—Lo siento, pero no puede abordar otra unidad —dijo el encargado.

Estuve a punto de decirle «vamos, ni que anduviera cargando explosivos», pero mejor me callé. Capaz y me desnudan delante de toda la gente.

Mejor llamé a mi taxista y asunto solucionado.

Cayó un aguacero. Los carros pasaron al modo anfibio. Saqué una tarjeta y se la tendí al custodio. Entonces supo mi nombre y a qué me dedico.

—Piénselo. Usted está ni qué mandado hacer para que salga en nuestro programa: tiene el físico y la estatura adecuados. Solo le hace falta un su poquito de entrenamiento, que le busquemos un personaje acorde con su tamaño y listo. Yo que usted preferiría que me aplaudan en la tele y los patojos me pidan autógrafos en la calle a que me saquen la madre por estar bajando pasajeros. Un día que tenga descanso o tenga tiempo lléguese, para que platiquemos.

Todavía lo vi dudar cuando tuve que salir corriendo tras el taxista porque se confundió de parada y siguió de largo.