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Notas alrededor de The Last Dance y los Toros de Chicago

Redacción República
24 de mayo, 2020

Notas alrededor de The Last Dance y los Toros de Chicago, ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

El hambre, el desempleo, ¡qué desgracia!

¿Quién nos salva?

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CORO: ¡Michael Jordan!

Desorden Público, «Allá cayó»

1 Cuando estudié el diversificado, allá por 1993-1995, tuve un compañero que se sabía de memoria los nombres de casi toda la plantilla de los Toros de Chicago.

Solía recitarlos antes de ponerse a jugar basquetbol después de clases, o durante las tardes deportivas que se nos concedían los viernes.

Al final, como si se tratara de la clave revelada a un puñado de iniciados, terminaba de pasar lista al mencionar con admiración a «Phil Jackson, head coach».

Los partidos de la National Basketball Asociation (NBA para abreviar) se abrieron paso entre el televidente local con la expansión de la señal de cable a buena parte del país.

Quienes podían captar los canales de la época, y contaban con videocasetera, tenían la ventaja de repasar los partidos cuantas veces quisieran para copiar y asimilar los movimientos de su basquetbolista preferido.

En canchas de barrio, en escuelas y colegios, surgieron los imitadores del jugador que portaba el número 23 de los Chicago Bulls, usaba su propia marca de tenis y se escabullía entre sus perseguidores para encestar desde cualquier ángulo de la cancha.

No le bastaba con obtener uno, dos o tres puntos por canasta que acertaba: cada movimiento era un malabar que sumía en el desconcierto al rival y encandilaba al público, incluso en cancha ajena.

Al escribirle al tío o al padre o al hermano que fueron a parar a Chicago, en sus andanzas por Estados Unidos, no dejaban de pedirle que les mandaran revistas y camisetas de los Toros, mejor si aparecía ese jugador, ¿cómo se llama?, ah sí, Maycol Jordan.

Pese a su espectacularidad y a su cuota anotadora de 40 puntos por partido, como mínimo, Michael Jordan esperó siete años para alzar su primer trofeo de campeón.

En 1986 llevó a los Toros a la siguiente ronda de la NBA por primera vez en eones, solo para encontrarse con los Celtics de Boston al mando de Larry Bird.

Está bien, de acuerdo, son grandes, por algo dominaron el período 1981-1988 al lado de los Lakers de Los Ángeles encabezados por Earvin «Magic» Johnson.

Pero no se le puede mostrar condescendencia, hacerle un comentario zumbón, darle una palmadita comprensiva en la espalda, sin que Jordan prenda en llamas.

Durante el segundo juego, en el Boston Garden, el futuro ganador de seis anillos de campeón se multiplicó en todas direcciones para anotar 63 puntos.

Los Celtics sufrieron para ganarles 135-131 a los Toros; Larry Bird estuvo a punto de alzar bandera blanca; años después declaró sin rubor que «Dios se había encarnado y jugado entre ellos». La marca permanece vigente al leerse y pasarse en limpio estas líneas.

Pero un solo hombre, por todoterreno que fuera, no bastaba para hacer campeón al equipo y el general manager Jerry Krause eligió a los mejores novatos procedentes de la liga universitaria.

Hizo las transferencias necesarias entre franquicias y dio con el entrenador destinado a poner orden en el vestidor, diseñar las jugadas en la pizarra y ejercer autoridad donde ya moraba un déspota absoluto.

Así se incorporaron Scottie Pipen y Horace Grant al quinteto titular; así le movieron la silla a Doug Collins y contrataron a Phil Jackson para hacerse cargo de la orquesta.

Todos protagonizaron la férrea rivalidad que sostuvieron durante cinco temporadas seguidas con los Pistons de Detroit liderados por Isaiah Thomas.

Cada partido enfrentaba a dos unidades de infantería dispuestas a no ceder ni un milímetro de terreno, se hacían un nudo, armaban moloteras.

Los Pistons demostraron su condición de mara pesada para anular a Jordan y fueron dos veces campeones hasta que los Toros los barrieron en cuatro juegos. Ocurrió en la semifinal de la temporada 1990-1991, para encontrarse en la ronda final con los Lakers y alcanzar el podio tanto tiempo observado desde lejos, sin la posibilidad de alcanzarlo.

Lo demás es la historia que se escribió de 1991 a 1998, con intermedio de dos años cedidos en préstamo a los Rockets de Houston mientras Jordan se dedicó al béisbol, junto a la popularidad que la NBA –conocida entre nosotros como los Negros Bien Altos, en alusión a la estatura y el color de la gran mayoría de jugadores de la generación de Jordan– alcanzó en buena parte del planeta, y se resume en los diez episodios del documental The Last Dance (Netflix/ESPN, 2020).

2 El retrato de Jordan que surge de The Last Dance revela que no admitía debilidades en su camino a la grandeza.

Aunque recibió consejos para construir con sumo cuidado su imagen de ejemplo a seguir, resultó tan despiadado como los capataces que ocupan las jefaturas y gerencias en empresas guatemaltecas.

Lo admite sin bajar la mirada al suelo en señal de que se equivocó y pide disculpas: solo así se podía asegurar la conquista del campeonato.

De nada le servía acumular premios al jugador más valioso, convocatorias al juego de estrellas y contratos para que su imagen acompañara los anuncios de los tenis Nike y el refresco Gatorade.

Incluso la medalla de oro que ganó como parte del equipo que representó a Estados Unidos en las olimpiadas de Los Ángeles’84 no servía, si los demás no rendían durante la hora y fracción que dura cada partido.

Caer bajo el ojo del contemplador de Jordan significaba soportar sus ofensas, sus críticas y su desconfianza. Quien las superaba, sin deseo de tomar represalias, se convertía en el baluarte para resolver encestes a escasos segundos del final.

También se le cuestionó, entonces y ahora, que no interviniera en el delicado tema de la discriminación racial y la lucha por los derechos civiles de los afroestadunidenses.

Jordan aclara que era jugador, no activista político, y no hacía falta que tomara partido: muchos de sus admiradores eran rubios, pelirrojos, de ojos verdes o celestes.

Los posters donde lo retrataban en el aire, a punto de encestar, con la lengua de fuera, adornaban miles de cuartos de adolescentes de costa a costa.

Con eso alcanzaba para abolir distancias entre la gente y causarle agruras a los que añoraban la segregación entre blancos y negros en autobuses, universidades, hoteles y servicios sanitarios.

Jordan atraía a los reporteros, los patrocinadores, las peticiones de autógrafos y la gente que deseaba medio rozarlo aunque sea con la punta de los dedos. Pero ahí estaban Scottie Pipen con esa cara de faraón que reposa en su sarcófago, y Horace Grant que salía a jugar con lentes especiales, y John Paxson para asegurar el primer tricampeonato en la final de la temporada 1992-1993 contra los Suns de Phoenix.

Después se unieron el croata Toni Kukoč, Steve Kerr (que se miraba flaquito y chaparro a la par de Jordan aunque se alza a un metro 91 centímetros del suelo).

También llegó Dennis Rodman, otrora rival con los Pistons, que pasó de muchacho tímido y apocado a mutar en el Gusano con el pelo teñido de colores, sus escapadas a Las Vegas con el permiso de Phil Jackson y sus noches al lado de la modelo Carmen Electra.

Llegó a desaparecerse de los entrenos en plena final contra los Jazz de Utah para unirse a Hollywood Hogan y el New World Order con tal de repartirle silletazos en la espalda a Diamond Dallas Page en la World Championship Wrestling, pero eso sí, se comprometía a mantenerse firme en su puesto, capturando rebotes y cerrándole el paso al enemigo. No eran simples jugadores; eran personajes notables y notorios.

The Last Dance capta el auge, consolidación y final de una épica ligadas a nuestras vidas.

Aunque se quisiera llevar la contraria, con tal de no unirse al coro que repetía la misma consigna, no se podía negar la supremacía de los Toros de Chicago.

La inclusión de Jordan en el equipo de ensueño ensamblado por la NBA para conseguir la medalla de oro del baloncesto masculino en las olimpíadas de Barcelona’92, cuando se levantó la veda a profesionales, hizo que no me perdiera el primer partido.

Jugaron contra Angola, el campeón de África. En cierto momento Jordan dejó atrás a sus perseguidores y levitó en línea diagonal para encestar.

¿Cómo le hizo para mantenerse por tanto tiempo en el aire, ahora que sabemos de su afición a los habanos y del daño que causa el humo de tabaco a los pulmones de los atletas? No he vuelto a ver el partido; quiero quedarme con ese recuerdo.

Notas alrededor de The Last Dance y los Toros de Chicago

Redacción República
24 de mayo, 2020

Notas alrededor de The Last Dance y los Toros de Chicago, ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

El hambre, el desempleo, ¡qué desgracia!

¿Quién nos salva?

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CORO: ¡Michael Jordan!

Desorden Público, «Allá cayó»

1 Cuando estudié el diversificado, allá por 1993-1995, tuve un compañero que se sabía de memoria los nombres de casi toda la plantilla de los Toros de Chicago.

Solía recitarlos antes de ponerse a jugar basquetbol después de clases, o durante las tardes deportivas que se nos concedían los viernes.

Al final, como si se tratara de la clave revelada a un puñado de iniciados, terminaba de pasar lista al mencionar con admiración a «Phil Jackson, head coach».

Los partidos de la National Basketball Asociation (NBA para abreviar) se abrieron paso entre el televidente local con la expansión de la señal de cable a buena parte del país.

Quienes podían captar los canales de la época, y contaban con videocasetera, tenían la ventaja de repasar los partidos cuantas veces quisieran para copiar y asimilar los movimientos de su basquetbolista preferido.

En canchas de barrio, en escuelas y colegios, surgieron los imitadores del jugador que portaba el número 23 de los Chicago Bulls, usaba su propia marca de tenis y se escabullía entre sus perseguidores para encestar desde cualquier ángulo de la cancha.

No le bastaba con obtener uno, dos o tres puntos por canasta que acertaba: cada movimiento era un malabar que sumía en el desconcierto al rival y encandilaba al público, incluso en cancha ajena.

Al escribirle al tío o al padre o al hermano que fueron a parar a Chicago, en sus andanzas por Estados Unidos, no dejaban de pedirle que les mandaran revistas y camisetas de los Toros, mejor si aparecía ese jugador, ¿cómo se llama?, ah sí, Maycol Jordan.

Pese a su espectacularidad y a su cuota anotadora de 40 puntos por partido, como mínimo, Michael Jordan esperó siete años para alzar su primer trofeo de campeón.

En 1986 llevó a los Toros a la siguiente ronda de la NBA por primera vez en eones, solo para encontrarse con los Celtics de Boston al mando de Larry Bird.

Está bien, de acuerdo, son grandes, por algo dominaron el período 1981-1988 al lado de los Lakers de Los Ángeles encabezados por Earvin «Magic» Johnson.

Pero no se le puede mostrar condescendencia, hacerle un comentario zumbón, darle una palmadita comprensiva en la espalda, sin que Jordan prenda en llamas.

Durante el segundo juego, en el Boston Garden, el futuro ganador de seis anillos de campeón se multiplicó en todas direcciones para anotar 63 puntos.

Los Celtics sufrieron para ganarles 135-131 a los Toros; Larry Bird estuvo a punto de alzar bandera blanca; años después declaró sin rubor que «Dios se había encarnado y jugado entre ellos». La marca permanece vigente al leerse y pasarse en limpio estas líneas.

Pero un solo hombre, por todoterreno que fuera, no bastaba para hacer campeón al equipo y el general manager Jerry Krause eligió a los mejores novatos procedentes de la liga universitaria.

Hizo las transferencias necesarias entre franquicias y dio con el entrenador destinado a poner orden en el vestidor, diseñar las jugadas en la pizarra y ejercer autoridad donde ya moraba un déspota absoluto.

Así se incorporaron Scottie Pipen y Horace Grant al quinteto titular; así le movieron la silla a Doug Collins y contrataron a Phil Jackson para hacerse cargo de la orquesta.

Todos protagonizaron la férrea rivalidad que sostuvieron durante cinco temporadas seguidas con los Pistons de Detroit liderados por Isaiah Thomas.

Cada partido enfrentaba a dos unidades de infantería dispuestas a no ceder ni un milímetro de terreno, se hacían un nudo, armaban moloteras.

Los Pistons demostraron su condición de mara pesada para anular a Jordan y fueron dos veces campeones hasta que los Toros los barrieron en cuatro juegos. Ocurrió en la semifinal de la temporada 1990-1991, para encontrarse en la ronda final con los Lakers y alcanzar el podio tanto tiempo observado desde lejos, sin la posibilidad de alcanzarlo.

Lo demás es la historia que se escribió de 1991 a 1998, con intermedio de dos años cedidos en préstamo a los Rockets de Houston mientras Jordan se dedicó al béisbol, junto a la popularidad que la NBA –conocida entre nosotros como los Negros Bien Altos, en alusión a la estatura y el color de la gran mayoría de jugadores de la generación de Jordan– alcanzó en buena parte del planeta, y se resume en los diez episodios del documental The Last Dance (Netflix/ESPN, 2020).

2 El retrato de Jordan que surge de The Last Dance revela que no admitía debilidades en su camino a la grandeza.

Aunque recibió consejos para construir con sumo cuidado su imagen de ejemplo a seguir, resultó tan despiadado como los capataces que ocupan las jefaturas y gerencias en empresas guatemaltecas.

Lo admite sin bajar la mirada al suelo en señal de que se equivocó y pide disculpas: solo así se podía asegurar la conquista del campeonato.

De nada le servía acumular premios al jugador más valioso, convocatorias al juego de estrellas y contratos para que su imagen acompañara los anuncios de los tenis Nike y el refresco Gatorade.

Incluso la medalla de oro que ganó como parte del equipo que representó a Estados Unidos en las olimpiadas de Los Ángeles’84 no servía, si los demás no rendían durante la hora y fracción que dura cada partido.

Caer bajo el ojo del contemplador de Jordan significaba soportar sus ofensas, sus críticas y su desconfianza. Quien las superaba, sin deseo de tomar represalias, se convertía en el baluarte para resolver encestes a escasos segundos del final.

También se le cuestionó, entonces y ahora, que no interviniera en el delicado tema de la discriminación racial y la lucha por los derechos civiles de los afroestadunidenses.

Jordan aclara que era jugador, no activista político, y no hacía falta que tomara partido: muchos de sus admiradores eran rubios, pelirrojos, de ojos verdes o celestes.

Los posters donde lo retrataban en el aire, a punto de encestar, con la lengua de fuera, adornaban miles de cuartos de adolescentes de costa a costa.

Con eso alcanzaba para abolir distancias entre la gente y causarle agruras a los que añoraban la segregación entre blancos y negros en autobuses, universidades, hoteles y servicios sanitarios.

Jordan atraía a los reporteros, los patrocinadores, las peticiones de autógrafos y la gente que deseaba medio rozarlo aunque sea con la punta de los dedos. Pero ahí estaban Scottie Pipen con esa cara de faraón que reposa en su sarcófago, y Horace Grant que salía a jugar con lentes especiales, y John Paxson para asegurar el primer tricampeonato en la final de la temporada 1992-1993 contra los Suns de Phoenix.

Después se unieron el croata Toni Kukoč, Steve Kerr (que se miraba flaquito y chaparro a la par de Jordan aunque se alza a un metro 91 centímetros del suelo).

También llegó Dennis Rodman, otrora rival con los Pistons, que pasó de muchacho tímido y apocado a mutar en el Gusano con el pelo teñido de colores, sus escapadas a Las Vegas con el permiso de Phil Jackson y sus noches al lado de la modelo Carmen Electra.

Llegó a desaparecerse de los entrenos en plena final contra los Jazz de Utah para unirse a Hollywood Hogan y el New World Order con tal de repartirle silletazos en la espalda a Diamond Dallas Page en la World Championship Wrestling, pero eso sí, se comprometía a mantenerse firme en su puesto, capturando rebotes y cerrándole el paso al enemigo. No eran simples jugadores; eran personajes notables y notorios.

The Last Dance capta el auge, consolidación y final de una épica ligadas a nuestras vidas.

Aunque se quisiera llevar la contraria, con tal de no unirse al coro que repetía la misma consigna, no se podía negar la supremacía de los Toros de Chicago.

La inclusión de Jordan en el equipo de ensueño ensamblado por la NBA para conseguir la medalla de oro del baloncesto masculino en las olimpíadas de Barcelona’92, cuando se levantó la veda a profesionales, hizo que no me perdiera el primer partido.

Jugaron contra Angola, el campeón de África. En cierto momento Jordan dejó atrás a sus perseguidores y levitó en línea diagonal para encestar.

¿Cómo le hizo para mantenerse por tanto tiempo en el aire, ahora que sabemos de su afición a los habanos y del daño que causa el humo de tabaco a los pulmones de los atletas? No he vuelto a ver el partido; quiero quedarme con ese recuerdo.