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Historias Urbanas | Carro mal parqueado

Redacción República
03 de mayo, 2020

Historias Urbanas: Carro mal parqueado ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Con tanto espacio donde parquearse, un carro le obstruía el portón. Acaso pertenecía a uno de los vecinos, o sus visitantes. Todavía quedaba gente en la cuadra a pesar de los comedores y las ventas de ropa usada.

En eso se acordó que dejó el teléfono en la mesa del comedor y entró a buscarlo. No tardaría su esposa en decirle que la fuera a traer al mercado. Después la llevaría al cementerio para limpiar y adornar el nicho del suegro. Mañana iba a cumplir años.

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La alarma berreó cuando medio pasó rozando la puerta del carro.

La calle vacía le recordó al pueblo fantasma donde su primo Félix consiguió trabajo de cocinero.

Se lo contó la otra vez que vino, por una semana, cuando la tía Meches se puso bien mala y creyeron que se moría.

Queda en el estado de Nevada, camino de Las Vegas. Conserva enteros la mayoría de sus edificios, salvo un establo que se incendió y decidieron no reconstruirlo.

Cada fin de semana organizan funciones con decenas de extras retirados de Hollywood que representan las peleas de cantina –con todo y botellas rotas en la cabeza, sillas quebradas en la espalda y chapuzones en el abrevadero de las bestias cuando los tiran por la ventana–, los duelos a doce pasos y las emboscadas entre federales y pieles rojas.

Simulan la ejecución de dos forajidos en la horca –el que sale de enterrador está ni que mandado a hacer, tan flaco y pálido es– y quien lo desee se toma fotografías impresas como si ofrecieran cincuenta mil dólares de recompensa por su captura vivo o muerto.

Mientras cenaban, Félix describió de lo más emocionado el sistema de seguridad que instalaron en el museo del pueblo para que nadie se llevara el rifle que perteneció a Jimmy Gunn, el bandido más notorio del estado.

No era tan famoso como para que hicieran una película acerca de su vida, pero era real, existió, y murió de viejo ordeñando las vacas en su rancho.

–¿Tanto vale una simple arma, vos? –se levantó a sacar más cervezas del refrigerador, pasó tropezándose con una silla y se golpeó la pierna izquierda–. Ni tan antigua que fuera.

–Vieras vos –Félix masticó sus semillas de marañón y se las despachó con un trago– que todavía se le notan unas marcas en la culata.

Según cuentan, le servían para llevar la cuenta de todos los comisarios que se iba despachando. Al principio no muy se pueden ver, hay que esforzar la vista porque lo tienen guardado en un vidrio a prueba de balas. Pero ahí a la par colocaron un rótulo con toda la explicación.

–Capaz que también han de guardar, no sé, flechas de oro y manojos de plumas.

–De repente aparecen. Cuando no se peleaban, y hacían aquellas matazones entre ellos, pues había comercio con la tribu de los shoshones. En todo el estado abundaba más la plata hasta que acabaron con las minas y la gente agarró camino para California.

¿Y el dueño del carro?

Los benditos dueños del carro no aparecían –esa costumbre de decir «ellos», en plural, como si fueran multitud y tantos cupieran dentro– y ya le extrañaba que su esposa no llamara.

Probó a empujarlo. La alarma reanudó su faena. De suerte no se inventaban algún aparato que cocinara a la gente con una carga de veinte mil voltios apenas tocaran la portezuela o el baúl. Ya estaría hecho carbón y tendrían que juntar sus pedazos con pala y escoba.

El carro pesaba igual que los agobios causados por el atraso en los pagos de la luz y el agua. Le gustó la frase. A ver si la recordaba para decírsela a su esposa. El teléfono zumbó y tardó en sacarlo de la bolsa del pantalón.

–Sí, decime.

–¿Con quién hablo?

Le disgustó el tono.

–¿Con quién desea hablar? –preguntó.

–¿Hablo con el señor Óscar Gordillo?

Se impacientó. Desde la semana pasada comenzó la llamadera preguntando por el tal Óscar Gordillo. Al parecer debía cantidad de cuotas atrasadas a uno de los bancos del sistema. Estaba cansado de decirles que no, se equivocaban, no conocía a ningún Óscar Gordillo. Colgó y pasó el número a lista negra.

Vio que su esposa se acercaba. Cargaba dos bolsas repletas de verduras.

–¿Qué pasó que te tardaste? –recibió las bolsas.

–Me contaron que se murió doña Tinita –ella buscó sus llaves entre el monedero.

–¿Cuál doña Tinita?

El cocker spaniel de la mujer salió a ladrarle, frenético, como reclamándole su ausencia.

–Una señora que vivió aquí a la vuelta. Era la que antes se ponía a vender candelas y veladoras en la iglesia. ¿No te recordás?

–No muy la ubico, la verdad. ¿Qué le pasó?

–Se cayó y se fracturó la cadera el Día de Reyes. Me dijeron que ayer pidió que la fueran a bañar y la dejaran bien arreglada. Hoy amaneció difunta.

–Mi primo Félix diría que tuvo muerte de santa.

–Por eso me agarró el tiempo. Y cuando sentí me vine platicando, por eso ni te llamé. Si querés, dejamos lo de mi papá para mañana.

–¿Segura?

–Sí, segura. Te dieron tu descanso, ¿no? Todavía me tengo que poner a hacer el almuerzo y seguro que ni pasaste la escoba, ¿verdad? De veras, y ese carro que está ahí enfrente, ¿de quién es?

–Es lo que me he venido preguntando en toda la mañana.

Historias Urbanas | Carro mal parqueado

Redacción República
03 de mayo, 2020

Historias Urbanas: Carro mal parqueado ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Con tanto espacio donde parquearse, un carro le obstruía el portón. Acaso pertenecía a uno de los vecinos, o sus visitantes. Todavía quedaba gente en la cuadra a pesar de los comedores y las ventas de ropa usada.

En eso se acordó que dejó el teléfono en la mesa del comedor y entró a buscarlo. No tardaría su esposa en decirle que la fuera a traer al mercado. Después la llevaría al cementerio para limpiar y adornar el nicho del suegro. Mañana iba a cumplir años.

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La alarma berreó cuando medio pasó rozando la puerta del carro.

La calle vacía le recordó al pueblo fantasma donde su primo Félix consiguió trabajo de cocinero.

Se lo contó la otra vez que vino, por una semana, cuando la tía Meches se puso bien mala y creyeron que se moría.

Queda en el estado de Nevada, camino de Las Vegas. Conserva enteros la mayoría de sus edificios, salvo un establo que se incendió y decidieron no reconstruirlo.

Cada fin de semana organizan funciones con decenas de extras retirados de Hollywood que representan las peleas de cantina –con todo y botellas rotas en la cabeza, sillas quebradas en la espalda y chapuzones en el abrevadero de las bestias cuando los tiran por la ventana–, los duelos a doce pasos y las emboscadas entre federales y pieles rojas.

Simulan la ejecución de dos forajidos en la horca –el que sale de enterrador está ni que mandado a hacer, tan flaco y pálido es– y quien lo desee se toma fotografías impresas como si ofrecieran cincuenta mil dólares de recompensa por su captura vivo o muerto.

Mientras cenaban, Félix describió de lo más emocionado el sistema de seguridad que instalaron en el museo del pueblo para que nadie se llevara el rifle que perteneció a Jimmy Gunn, el bandido más notorio del estado.

No era tan famoso como para que hicieran una película acerca de su vida, pero era real, existió, y murió de viejo ordeñando las vacas en su rancho.

–¿Tanto vale una simple arma, vos? –se levantó a sacar más cervezas del refrigerador, pasó tropezándose con una silla y se golpeó la pierna izquierda–. Ni tan antigua que fuera.

–Vieras vos –Félix masticó sus semillas de marañón y se las despachó con un trago– que todavía se le notan unas marcas en la culata.

Según cuentan, le servían para llevar la cuenta de todos los comisarios que se iba despachando. Al principio no muy se pueden ver, hay que esforzar la vista porque lo tienen guardado en un vidrio a prueba de balas. Pero ahí a la par colocaron un rótulo con toda la explicación.

–Capaz que también han de guardar, no sé, flechas de oro y manojos de plumas.

–De repente aparecen. Cuando no se peleaban, y hacían aquellas matazones entre ellos, pues había comercio con la tribu de los shoshones. En todo el estado abundaba más la plata hasta que acabaron con las minas y la gente agarró camino para California.

¿Y el dueño del carro?

Los benditos dueños del carro no aparecían –esa costumbre de decir «ellos», en plural, como si fueran multitud y tantos cupieran dentro– y ya le extrañaba que su esposa no llamara.

Probó a empujarlo. La alarma reanudó su faena. De suerte no se inventaban algún aparato que cocinara a la gente con una carga de veinte mil voltios apenas tocaran la portezuela o el baúl. Ya estaría hecho carbón y tendrían que juntar sus pedazos con pala y escoba.

El carro pesaba igual que los agobios causados por el atraso en los pagos de la luz y el agua. Le gustó la frase. A ver si la recordaba para decírsela a su esposa. El teléfono zumbó y tardó en sacarlo de la bolsa del pantalón.

–Sí, decime.

–¿Con quién hablo?

Le disgustó el tono.

–¿Con quién desea hablar? –preguntó.

–¿Hablo con el señor Óscar Gordillo?

Se impacientó. Desde la semana pasada comenzó la llamadera preguntando por el tal Óscar Gordillo. Al parecer debía cantidad de cuotas atrasadas a uno de los bancos del sistema. Estaba cansado de decirles que no, se equivocaban, no conocía a ningún Óscar Gordillo. Colgó y pasó el número a lista negra.

Vio que su esposa se acercaba. Cargaba dos bolsas repletas de verduras.

–¿Qué pasó que te tardaste? –recibió las bolsas.

–Me contaron que se murió doña Tinita –ella buscó sus llaves entre el monedero.

–¿Cuál doña Tinita?

El cocker spaniel de la mujer salió a ladrarle, frenético, como reclamándole su ausencia.

–Una señora que vivió aquí a la vuelta. Era la que antes se ponía a vender candelas y veladoras en la iglesia. ¿No te recordás?

–No muy la ubico, la verdad. ¿Qué le pasó?

–Se cayó y se fracturó la cadera el Día de Reyes. Me dijeron que ayer pidió que la fueran a bañar y la dejaran bien arreglada. Hoy amaneció difunta.

–Mi primo Félix diría que tuvo muerte de santa.

–Por eso me agarró el tiempo. Y cuando sentí me vine platicando, por eso ni te llamé. Si querés, dejamos lo de mi papá para mañana.

–¿Segura?

–Sí, segura. Te dieron tu descanso, ¿no? Todavía me tengo que poner a hacer el almuerzo y seguro que ni pasaste la escoba, ¿verdad? De veras, y ese carro que está ahí enfrente, ¿de quién es?

–Es lo que me he venido preguntando en toda la mañana.