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Historias Urbanas | A caminar

Invitado
02 de mayo, 2021

A caminar. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

Todo empezó con el hormigueo en manos y pies. Si esa sensación brillara en la oscuridad, las puntas de los dedos hervirían en destellos. Era un chisporroteo que se trepaba por los tobillos y los antebrazos. No tardarían en hacerse fuertes en los codos y las rótulas. Poco les faltaba para ramificarse por el cuerpo entero.

«Tenés problemas de circulación», dijo mi amigo naturista. «¿Ya te fuiste a tomar la presión y medirte el colesterol?», preguntó mi madre. «Todos los días, en ayunas, tomate una taza de cúrcuma, agua caliente y miel», recomendó mi padre. Los tres coincidieron en que me hacía falta caminar.

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Antes de la pandemia, solía caminar dos veces diarias. Rumbo al trabajo y de regreso a la parada del transmetro. En total me demoraba 40 minutos, era mi único ejercicio. A partir de marzo del 2020, toda movilidad se redujo al interior de la casa y el trayecto de ida y vuelta al supermercado. No tuve inconveniente con el ensanche de barriga, pero el hormigueo me trajo recuerdos del infame deterioro causado por la diabetes.

Caminar y fin del hormigueo

Tuve que vencer mi temor a los motoristas —o son ladrones, o se creen investidos como el Rey de los Caminos, salvo que demuestren lo contrario— y salí a caminar por las canchas de futbol situadas a tres cuadras de donde vivo. Lo hago dos veces diarias, como antaño. En pocas semanas, el hormigueo volvió a quedarse confinado en la planta de los pies y la punta de los dedos.

Las canchas permanecen vacías. Antes daba gusto contemplar los partidos entre «el Boca Juniors» y «la selección nacional de Rumania», o bien «el Real Madrid» contra «el Flamingo». Los muchachos, al organizarse, eligen los uniformes de sus equipos favoritos. Ahora se convirtieron en la pista de práctica para manejar moto o carro. Lo delatan las huellas de los neumáticos visibles entre la arena y los pedruscos. Destruyeron la talanquera que les impedía el paso. Ahora pueden cruzar de una esquina a otra para ahorrarse camino.

Cerca se localiza el parque que sobrevivió a los invasores de terrenos, la especulación inmobiliaria y las ocurrencias de los alcaldes. Todavía quedan bastantes árboles que rebasan el medio siglo de edad. Las jacarandas en flor vierten sus pétalos morados cual alfombras. Reconozco los cantos de los chejes, las sharas y los chiltotes. Tampoco faltan los sanates, acaso los únicos pájaros que sobrevivirán a la total erradicación de su hábitat.

Me tranquiliza encontrarme con varia gente que trota, hace flexiones, pasea a sus mascotas. Los postes del alumbrado eléctrico comienzan a apagarse y el calor se abre paso entre el suéter. Las ideas vuelven a circular y aparecen las soluciones a ciertos obstáculos que permanecían cual ganado en reposo sobre el camino.

Y tengo mi amuleto protector: el trozo de concreto que alcé del suelo para defenderme de los chuchos que se me dejaron venir en jauría, durante mi primera salida, mientras su dueño (me recordó a Theophilus, el Señor de los Perros descrito en las novelas de Byron Quiñónez) recolectaba material reciclable entre los botes de basura.

Historias Urbanas | A caminar

Invitado
02 de mayo, 2021

A caminar. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

Todo empezó con el hormigueo en manos y pies. Si esa sensación brillara en la oscuridad, las puntas de los dedos hervirían en destellos. Era un chisporroteo que se trepaba por los tobillos y los antebrazos. No tardarían en hacerse fuertes en los codos y las rótulas. Poco les faltaba para ramificarse por el cuerpo entero.

«Tenés problemas de circulación», dijo mi amigo naturista. «¿Ya te fuiste a tomar la presión y medirte el colesterol?», preguntó mi madre. «Todos los días, en ayunas, tomate una taza de cúrcuma, agua caliente y miel», recomendó mi padre. Los tres coincidieron en que me hacía falta caminar.

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Antes de la pandemia, solía caminar dos veces diarias. Rumbo al trabajo y de regreso a la parada del transmetro. En total me demoraba 40 minutos, era mi único ejercicio. A partir de marzo del 2020, toda movilidad se redujo al interior de la casa y el trayecto de ida y vuelta al supermercado. No tuve inconveniente con el ensanche de barriga, pero el hormigueo me trajo recuerdos del infame deterioro causado por la diabetes.

Caminar y fin del hormigueo

Tuve que vencer mi temor a los motoristas —o son ladrones, o se creen investidos como el Rey de los Caminos, salvo que demuestren lo contrario— y salí a caminar por las canchas de futbol situadas a tres cuadras de donde vivo. Lo hago dos veces diarias, como antaño. En pocas semanas, el hormigueo volvió a quedarse confinado en la planta de los pies y la punta de los dedos.

Las canchas permanecen vacías. Antes daba gusto contemplar los partidos entre «el Boca Juniors» y «la selección nacional de Rumania», o bien «el Real Madrid» contra «el Flamingo». Los muchachos, al organizarse, eligen los uniformes de sus equipos favoritos. Ahora se convirtieron en la pista de práctica para manejar moto o carro. Lo delatan las huellas de los neumáticos visibles entre la arena y los pedruscos. Destruyeron la talanquera que les impedía el paso. Ahora pueden cruzar de una esquina a otra para ahorrarse camino.

Cerca se localiza el parque que sobrevivió a los invasores de terrenos, la especulación inmobiliaria y las ocurrencias de los alcaldes. Todavía quedan bastantes árboles que rebasan el medio siglo de edad. Las jacarandas en flor vierten sus pétalos morados cual alfombras. Reconozco los cantos de los chejes, las sharas y los chiltotes. Tampoco faltan los sanates, acaso los únicos pájaros que sobrevivirán a la total erradicación de su hábitat.

Me tranquiliza encontrarme con varia gente que trota, hace flexiones, pasea a sus mascotas. Los postes del alumbrado eléctrico comienzan a apagarse y el calor se abre paso entre el suéter. Las ideas vuelven a circular y aparecen las soluciones a ciertos obstáculos que permanecían cual ganado en reposo sobre el camino.

Y tengo mi amuleto protector: el trozo de concreto que alcé del suelo para defenderme de los chuchos que se me dejaron venir en jauría, durante mi primera salida, mientras su dueño (me recordó a Theophilus, el Señor de los Perros descrito en las novelas de Byron Quiñónez) recolectaba material reciclable entre los botes de basura.