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Desempolvando a Bentham

Redacción
01 de diciembre, 2014

En los últimos tiempos he regresado a uno de esos libros que tienen la virtud de aclarar las ideas cuando el mundo alrededor se torna confuso. Debo agradecer al profesor Glenn David Cox el haberme obligado a leer las 683 páginas en minúscula tipografía de Historia de la Teoría Política del académico anglosajón George H. Sabine, en su edición del Fondo de Cultura Económica. Últimamente, debido a los lamentables sucesos denunciados oportunamente por la jueza Escobar, el estado del sistema jurídico en Guatemala me ha quedado dando vueltas en la cabeza, y es que no solamente es un asunto de jueces y magistrados, sino también de los abogados que ejercen la profesión y en última instancia del ciudadano común.

Para no dar vueltas a ciegas, estuve revisando por medio de Sabine las ideas del pensador político británico Jeremy Bentham, que en cierta forma es cercano a nosotros los centroamericanos gracias a la amistad que lo unió con José Cecilio del Valle, amistad de la que dan testimonio muchos de los artículos que el prócer publicó en El Amigo de la Patria y que incluyó en sus discursos políticos. Lastimosamente, como es costumbre en nuestros tropicales países, nadie escuchó ni leyó a del Valle, y mucho menos a Bentham, más que un reducido puñado de liberales ilustrados, razón por la cual nos perdimos sus valiosos consejos y meditaciones. Error histórico que me decido remediar en este reducido espacio y sólo con el propósito de llamar la atención hacia este importante teórico.

Me gustan sus ideas con respecto a la liberta, las leyes y la justicia, sobre todo cuando apunta que “…todo derecho supone para una persona, que su libertad de acción está garantizada por una sanción que impide que otra persona la invada y esto puede justificarse solo por la relativa utilidad de esa limitación en comparación con lo que sucedería si los actos de ambas personas se dejaran a su elección voluntaria…” (Sabine, 513), máxima que lleva a Bentham a asegurar que sin ley es imposible la libertad. Ahora bien, este razonamiento asume que la ley que impera es justa, es decir, que lejos de la formalidad de su formulación, la misma sea esencialmente buena, y para ello, considera que es necesario que el cuerpo que la dicte sea legítimo, y sus decisiones sean dictadas con miras a cumplir las necesidades humanas y la satisfacción de estas necesidades es su única justificación. La ley debe estar inspirada en la suma de los intereses de los diversos miembros que componen la sociedad.

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Dicho esto, tenemos entonces que la ley debe cumplir ciertos criterios para ser considerada una buena ley, para no incurrir en ese absurdo de que la ley no siempre tiene que ver con la justicia, como denunciaba otro importante pensador. Además, la perfección de esta norma en el cumplimiento de su propósito, que debe ser satisfacer las necesidades humanas se cumple mediante un aparato que administra la ley, que en nuestro caso se llama Organismo Judicial. Ahora bien, en este panorama de ley justa que traza Bentham, en Guatemala estaríamos muy lejos de aceptar que la ley está pensada para satisfacer las necesidades humanas, sino más bien, las de determinados grupos. El Congreso, ergo, no está cumpliendo su función como cuerpo político.

Y la cuestión se complica más si seguimos pasando el estado de Guatemala por el tamiz filosófico de Bentham, pues éste señalaba, y aquí vale la pena transcribir la totalidad de la cita: “…El formalismo, la oscuridad y los tecnicismos en derecho (…), tienen como resultado un máximo de gastos, demoras y molestias para los litigantes, el privar de la justicia a un gran número de personas y el hacer caprichoso e incierto el resultado de los procesos legales. Este sistema jurídico (…) era considerado por él nada menos que como una conspiración por parte de la profesión legal para perjudicar al público…” (Sabine, 514). No me malinterprete. Yo soy abogado de profesión, pero el resultado de lo que Bentham señala, ha significado en nuestro país, que la justicia sea cada vez más, un bien más lejano de lograr, secuestrado por deficientes profesionales que pretenden, por dar un ejemplo reciente de los criterios que imperan en ciertas mentes pobres, que Rodrigo Fernández Ordóñez y Rodrigo Fernandez Ordóñez no son la misma persona. Estos caprichos técnicos extremados al absurdo secuestran a todo un sistema, sobre todo cuando esas mediocridades se enseñan a los alumnos en las propias aulas universitarias.

Bien, para ir terminando esta pesada reflexión, y considerando que soñar es un ejercicio gratuito, cierro con otra cita extensa de Sabine, a propósito del remedio que recomienda Bentham para curar a nuestra secuestrada administración de justicia: “El ideal de Bentham era que cada hombre sea su propio abogado. Para este fin propugnaba por la sustitución de los alegatos formales por procedimientos informales ante un árbitro que intentaría la conciliación, la aceptación universal de cualquier tipo de pruebas pertinentes y una gran medida de discreción judicial, en vez de las reglas rígidas, para excluir lo no pertinente” (Sabine, 514). Esto suena a quimera, a castillos en el aire, y saltarán los colegas de inmediato a justificar la nobleza de su profesión, pero señores, quiero sumar una última línea antes de desearles una feliz semana: esta reforma se aplicó realmente en Inglaterra durante el siglo XIX en su país, que las fue implementando de forma sistemática y los resultados que obtuvieron fueron positivos. No digo que compremos a Bentham, pero al menos que lo leamos y lo meditemos.

Desempolvando a Bentham

Redacción
01 de diciembre, 2014

En los últimos tiempos he regresado a uno de esos libros que tienen la virtud de aclarar las ideas cuando el mundo alrededor se torna confuso. Debo agradecer al profesor Glenn David Cox el haberme obligado a leer las 683 páginas en minúscula tipografía de Historia de la Teoría Política del académico anglosajón George H. Sabine, en su edición del Fondo de Cultura Económica. Últimamente, debido a los lamentables sucesos denunciados oportunamente por la jueza Escobar, el estado del sistema jurídico en Guatemala me ha quedado dando vueltas en la cabeza, y es que no solamente es un asunto de jueces y magistrados, sino también de los abogados que ejercen la profesión y en última instancia del ciudadano común.

Para no dar vueltas a ciegas, estuve revisando por medio de Sabine las ideas del pensador político británico Jeremy Bentham, que en cierta forma es cercano a nosotros los centroamericanos gracias a la amistad que lo unió con José Cecilio del Valle, amistad de la que dan testimonio muchos de los artículos que el prócer publicó en El Amigo de la Patria y que incluyó en sus discursos políticos. Lastimosamente, como es costumbre en nuestros tropicales países, nadie escuchó ni leyó a del Valle, y mucho menos a Bentham, más que un reducido puñado de liberales ilustrados, razón por la cual nos perdimos sus valiosos consejos y meditaciones. Error histórico que me decido remediar en este reducido espacio y sólo con el propósito de llamar la atención hacia este importante teórico.

Me gustan sus ideas con respecto a la liberta, las leyes y la justicia, sobre todo cuando apunta que “…todo derecho supone para una persona, que su libertad de acción está garantizada por una sanción que impide que otra persona la invada y esto puede justificarse solo por la relativa utilidad de esa limitación en comparación con lo que sucedería si los actos de ambas personas se dejaran a su elección voluntaria…” (Sabine, 513), máxima que lleva a Bentham a asegurar que sin ley es imposible la libertad. Ahora bien, este razonamiento asume que la ley que impera es justa, es decir, que lejos de la formalidad de su formulación, la misma sea esencialmente buena, y para ello, considera que es necesario que el cuerpo que la dicte sea legítimo, y sus decisiones sean dictadas con miras a cumplir las necesidades humanas y la satisfacción de estas necesidades es su única justificación. La ley debe estar inspirada en la suma de los intereses de los diversos miembros que componen la sociedad.

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Dicho esto, tenemos entonces que la ley debe cumplir ciertos criterios para ser considerada una buena ley, para no incurrir en ese absurdo de que la ley no siempre tiene que ver con la justicia, como denunciaba otro importante pensador. Además, la perfección de esta norma en el cumplimiento de su propósito, que debe ser satisfacer las necesidades humanas se cumple mediante un aparato que administra la ley, que en nuestro caso se llama Organismo Judicial. Ahora bien, en este panorama de ley justa que traza Bentham, en Guatemala estaríamos muy lejos de aceptar que la ley está pensada para satisfacer las necesidades humanas, sino más bien, las de determinados grupos. El Congreso, ergo, no está cumpliendo su función como cuerpo político.

Y la cuestión se complica más si seguimos pasando el estado de Guatemala por el tamiz filosófico de Bentham, pues éste señalaba, y aquí vale la pena transcribir la totalidad de la cita: “…El formalismo, la oscuridad y los tecnicismos en derecho (…), tienen como resultado un máximo de gastos, demoras y molestias para los litigantes, el privar de la justicia a un gran número de personas y el hacer caprichoso e incierto el resultado de los procesos legales. Este sistema jurídico (…) era considerado por él nada menos que como una conspiración por parte de la profesión legal para perjudicar al público…” (Sabine, 514). No me malinterprete. Yo soy abogado de profesión, pero el resultado de lo que Bentham señala, ha significado en nuestro país, que la justicia sea cada vez más, un bien más lejano de lograr, secuestrado por deficientes profesionales que pretenden, por dar un ejemplo reciente de los criterios que imperan en ciertas mentes pobres, que Rodrigo Fernández Ordóñez y Rodrigo Fernandez Ordóñez no son la misma persona. Estos caprichos técnicos extremados al absurdo secuestran a todo un sistema, sobre todo cuando esas mediocridades se enseñan a los alumnos en las propias aulas universitarias.

Bien, para ir terminando esta pesada reflexión, y considerando que soñar es un ejercicio gratuito, cierro con otra cita extensa de Sabine, a propósito del remedio que recomienda Bentham para curar a nuestra secuestrada administración de justicia: “El ideal de Bentham era que cada hombre sea su propio abogado. Para este fin propugnaba por la sustitución de los alegatos formales por procedimientos informales ante un árbitro que intentaría la conciliación, la aceptación universal de cualquier tipo de pruebas pertinentes y una gran medida de discreción judicial, en vez de las reglas rígidas, para excluir lo no pertinente” (Sabine, 514). Esto suena a quimera, a castillos en el aire, y saltarán los colegas de inmediato a justificar la nobleza de su profesión, pero señores, quiero sumar una última línea antes de desearles una feliz semana: esta reforma se aplicó realmente en Inglaterra durante el siglo XIX en su país, que las fue implementando de forma sistemática y los resultados que obtuvieron fueron positivos. No digo que compremos a Bentham, pero al menos que lo leamos y lo meditemos.