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Las meritocracias en las repúblicas y en las democracias

Redacción República
09 de abril, 2014

Michael Young, sociólogo y activista del partido laborista inglés, publicó en 1958 su distopía The rise of the meritocracy, 1870-2033: An essay on education and equality. En esta obra Young acuñó el concepto de meritocracia. Paradójicamente, y contrario a la intención de Young, en la actualidad se considera a la meritocracia como algo positivo. En esta nueva visión, la meritocracia es un sistema de liderazgo en el cual las posiciones de dirigencia se obtienen por méritos propios y no por razones de sexo, raza o proveniencia familiar. 

Un sistema meritocrático en una república tiende a mantener e incluso ampliar las diferencias sociales mientras que cualquier intento de aplicar estrictamente criterios meritocráticos en el gobierno de las sociedades, genera la ruina de la democracia verdadera ya que en esta es el pueblo o sus representantes los que dirigen y toman las decisiones colectivas. 
El argumento más socorrido a favor de la meritocracia es que ofrece una mayor eficiencia que otros sistemas para jerarquizar a los individuos en una organización. La meritocracia no pretende acabar o disminuir la distancia entre las clases sociales. La eficiencia y no la igualdad social son sus objetivos. De hecho, la burocracia weberiana es el sistema meritocrático más puro que se conoce y que se haya aplicado en la práctica. 
Sin embargo, el problema con cualquier intento de medir y premiar los méritos personales es la selección de los criterios que se han de utilizar. Los gobiernos y los organismos meritocráticos premian los talentos naturales de los individuos, la educación formal y la calidad de las instituciones donde la obtuvieron, el esfuerzo personal, la memorización de datos y los resultados en los exámenes de competencia que se practican rutinariamente, en lugar de las diferencias previamente existentes como la clase social a la que se pertenece o el sexo o la raza. Las investigaciones que se han hecho sobre movilidad social parecen indicar que todos estos criterios “supuestamente neutros favorecen a los hijos de los que ya son privilegiados de algún modo.” 
Existen algunos ejemplos de esto. En China, Confucio y Han Fei propusieron un sistema meritocrático, el cual durante casi 4,000 años ha utilizado un complejísimo sistema de exámenes para conformar su gobierno y administración pública – esto es un eficaz sistema meritocrático — que le permitió ser el estado más eficiente y exitoso del planeta durante siglos, pero que al mismo tiempo produjo y sigue produciendo un abismo entre la clase dirigente y el pueblo llano. Otro ejemplo, este nunca realizado en la práctica, fue la República de Platón, en la que los gobernantes eran los mejores, la aristocracia – no en el sentido que en la actualidad se entiende el término – es decir aquellos individuos con mayores méritos y virtudes. El peligro de favorecer a los propios hijos era tan claro para Platón que el filósofo propuso la comunidad de mujeres e hijos para evitar cualquier favoritismo por la propia sangre. 
La Revolución francesa a partir de 1794 y posteriormente Napoleón Bonaparte utilizaron algunos elementos básicos para la formación de una meritocracia en sus reformas de la administración como el establecimiento de las “Grandes Écoles” cuya misión fue y sigue siendo alimentar con personal altamente capacitado a las eficientes burocracias estatales y empresariales en Francia. El resultado ha sido la creación de elites cada vez más fuertemente cerradas y diferenciadas. Quizás el caso más extremo de una meritocracia que se cierra en sí misma es la de la India que con el transcurso de los siglos devino en castas infranqueables. 
Para concluir, la meritocracia, tan admirada y elogiada en la actualidad, logra una mayor eficiencia social pero no disminuye las grandes diferencias sociales existentes en las repúblicas. Por otra parte hay que considerar que la meritocracia sin duda es enemiga mortal de las democracias al promover la creación de elites más o menos impermeables. Cada sociedad deberá determinar políticamente si la igualdad o la eficiencia son los objetivos principales a lograr.

Las meritocracias en las repúblicas y en las democracias

Redacción República
09 de abril, 2014

Michael Young, sociólogo y activista del partido laborista inglés, publicó en 1958 su distopía The rise of the meritocracy, 1870-2033: An essay on education and equality. En esta obra Young acuñó el concepto de meritocracia. Paradójicamente, y contrario a la intención de Young, en la actualidad se considera a la meritocracia como algo positivo. En esta nueva visión, la meritocracia es un sistema de liderazgo en el cual las posiciones de dirigencia se obtienen por méritos propios y no por razones de sexo, raza o proveniencia familiar. 

Un sistema meritocrático en una república tiende a mantener e incluso ampliar las diferencias sociales mientras que cualquier intento de aplicar estrictamente criterios meritocráticos en el gobierno de las sociedades, genera la ruina de la democracia verdadera ya que en esta es el pueblo o sus representantes los que dirigen y toman las decisiones colectivas. 
El argumento más socorrido a favor de la meritocracia es que ofrece una mayor eficiencia que otros sistemas para jerarquizar a los individuos en una organización. La meritocracia no pretende acabar o disminuir la distancia entre las clases sociales. La eficiencia y no la igualdad social son sus objetivos. De hecho, la burocracia weberiana es el sistema meritocrático más puro que se conoce y que se haya aplicado en la práctica. 
Sin embargo, el problema con cualquier intento de medir y premiar los méritos personales es la selección de los criterios que se han de utilizar. Los gobiernos y los organismos meritocráticos premian los talentos naturales de los individuos, la educación formal y la calidad de las instituciones donde la obtuvieron, el esfuerzo personal, la memorización de datos y los resultados en los exámenes de competencia que se practican rutinariamente, en lugar de las diferencias previamente existentes como la clase social a la que se pertenece o el sexo o la raza. Las investigaciones que se han hecho sobre movilidad social parecen indicar que todos estos criterios “supuestamente neutros favorecen a los hijos de los que ya son privilegiados de algún modo.” 
Existen algunos ejemplos de esto. En China, Confucio y Han Fei propusieron un sistema meritocrático, el cual durante casi 4,000 años ha utilizado un complejísimo sistema de exámenes para conformar su gobierno y administración pública – esto es un eficaz sistema meritocrático — que le permitió ser el estado más eficiente y exitoso del planeta durante siglos, pero que al mismo tiempo produjo y sigue produciendo un abismo entre la clase dirigente y el pueblo llano. Otro ejemplo, este nunca realizado en la práctica, fue la República de Platón, en la que los gobernantes eran los mejores, la aristocracia – no en el sentido que en la actualidad se entiende el término – es decir aquellos individuos con mayores méritos y virtudes. El peligro de favorecer a los propios hijos era tan claro para Platón que el filósofo propuso la comunidad de mujeres e hijos para evitar cualquier favoritismo por la propia sangre. 
La Revolución francesa a partir de 1794 y posteriormente Napoleón Bonaparte utilizaron algunos elementos básicos para la formación de una meritocracia en sus reformas de la administración como el establecimiento de las “Grandes Écoles” cuya misión fue y sigue siendo alimentar con personal altamente capacitado a las eficientes burocracias estatales y empresariales en Francia. El resultado ha sido la creación de elites cada vez más fuertemente cerradas y diferenciadas. Quizás el caso más extremo de una meritocracia que se cierra en sí misma es la de la India que con el transcurso de los siglos devino en castas infranqueables. 
Para concluir, la meritocracia, tan admirada y elogiada en la actualidad, logra una mayor eficiencia social pero no disminuye las grandes diferencias sociales existentes en las repúblicas. Por otra parte hay que considerar que la meritocracia sin duda es enemiga mortal de las democracias al promover la creación de elites más o menos impermeables. Cada sociedad deberá determinar políticamente si la igualdad o la eficiencia son los objetivos principales a lograr.