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Desigualdades

Redacción
02 de abril, 2014

Los repartidores de la riqueza de los demás (¡que los hay!), han buscado siempre formas de posicionar la idea de quitarle a unos para repartir entre quienes ellos consideran reúnen las condiciones que ellos mismos promueven. En el siglo XXI el mensaje se sustenta en la “desigualdad social”.
Partimos de la base de que nacemos desnudos, pero desiguales. Unos son altos, con determinada genética, otros morenos, algunos discapacitados, y otros con índices y capacidades superlativas. Igualar o equiparar ese tipo de condiciones (por no hablar de la actitud) es imposible y requeriría de leyes desiguales que tampoco conseguirían el igualitario propósito. Lo racional, por tanto, es presentar al ser humano como igual ante ley, con idénticos derechos y también obligaciones, que normalmente se olvida. La única igualdad posible es precisamente esa: todos los seres humanos son iguales en derechos, obligaciones y ante la ley. 

A partir de esa premisa, hay que admitir que unas personas dedicarán toda la jornada a trabajar, tendrán cierto grado de suerte y, otras, preferirán ver TV y dedicarse a que otro arriesgue el capital, convirtiéndose en trabajadores en régimen de dependencia. No se puede cambiar esa actitud de los seres humanos porque forma parte de la libertad de elegir. Como consecuencia de lo anterior -y de múltiple casuística- algunos obtendrán unas determinadas rentas que serán diferentes a las de otros. El escenario se entiende en un espacio libre de coacciones de gobiernos. Si es el gobierno el que mediante normas beneficia a ciertos colectivos, ya incumple de entrada la premisa que se plantea (igualdad ante la ley) y es preciso retornar la administración pública hacia ese espacio donde todos sean iguales en derechos, obligaciones y frente a la ley. 
Por tanto, quien se hace millonario en una sociedad libre no tiene porqué avergonzase ni asumir responsabilidades frente a quienes no lo hacen o tienen un menor grado de éxito, porque las causas –cuando son ajenas a la ingerencia de la política- son muy diversas y pertenecen a la esfera constitutiva del ser humano, su idiosincrasia y sicología. No es ético quitarle al que más tiene para darle al que “menos quiso tener”, sobre la base nada solida de la desigualdad, además circunscrita a una espacio físico de territorio: el estado, sin contar con la posibilidad de la movilidad social que cambiaría el efecto, porque los mismos estados cierran las puertas a la inmigración. 
La emotividad que transmiten (o pretenden hacerlo) con el concepto desigualdad social, hace que la reflexión se pierda y se asuma camufladamente la envidia como elemento rector de la discusión. Desear lo que otros tienen porque uno tiene menos no justifica el despojo, especialmente cuando lo que uno posee es suficiente para una buena calidad de vida o simplemente no quiere, sabe o desea procurarse más. Quitarle a quienes más tienen para ayudar a los que menos poseen, pasa por verificar si el problema está en el sistema de gobierno que otorga privilegios e impide el desarrollo de los menos favorecidos, obedece a cuestiones personales de aquellos que no cuentan con actitud adecuada para obtener más o hay razones diferentes que ameriten la subsidiariedad momentánea. No es tan fácil ni tan simple como quitar al rico para darle al pobre. Se nos olvida que, a fin de cuentas, Robin Hood -promotor de la idea- se hizo noble y terminó desposando a una acaudalada doncella. No lo dice la historia, pero seguro estaría en el quintil de ricos de la época ¿Será que esos activistas de la desigualdad persiguen lo mismo? 
 www.miradorprensa.blogspot.com

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Redacción
02 de abril, 2014

Los repartidores de la riqueza de los demás (¡que los hay!), han buscado siempre formas de posicionar la idea de quitarle a unos para repartir entre quienes ellos consideran reúnen las condiciones que ellos mismos promueven. En el siglo XXI el mensaje se sustenta en la “desigualdad social”.
Partimos de la base de que nacemos desnudos, pero desiguales. Unos son altos, con determinada genética, otros morenos, algunos discapacitados, y otros con índices y capacidades superlativas. Igualar o equiparar ese tipo de condiciones (por no hablar de la actitud) es imposible y requeriría de leyes desiguales que tampoco conseguirían el igualitario propósito. Lo racional, por tanto, es presentar al ser humano como igual ante ley, con idénticos derechos y también obligaciones, que normalmente se olvida. La única igualdad posible es precisamente esa: todos los seres humanos son iguales en derechos, obligaciones y ante la ley. 

A partir de esa premisa, hay que admitir que unas personas dedicarán toda la jornada a trabajar, tendrán cierto grado de suerte y, otras, preferirán ver TV y dedicarse a que otro arriesgue el capital, convirtiéndose en trabajadores en régimen de dependencia. No se puede cambiar esa actitud de los seres humanos porque forma parte de la libertad de elegir. Como consecuencia de lo anterior -y de múltiple casuística- algunos obtendrán unas determinadas rentas que serán diferentes a las de otros. El escenario se entiende en un espacio libre de coacciones de gobiernos. Si es el gobierno el que mediante normas beneficia a ciertos colectivos, ya incumple de entrada la premisa que se plantea (igualdad ante la ley) y es preciso retornar la administración pública hacia ese espacio donde todos sean iguales en derechos, obligaciones y frente a la ley. 
Por tanto, quien se hace millonario en una sociedad libre no tiene porqué avergonzase ni asumir responsabilidades frente a quienes no lo hacen o tienen un menor grado de éxito, porque las causas –cuando son ajenas a la ingerencia de la política- son muy diversas y pertenecen a la esfera constitutiva del ser humano, su idiosincrasia y sicología. No es ético quitarle al que más tiene para darle al que “menos quiso tener”, sobre la base nada solida de la desigualdad, además circunscrita a una espacio físico de territorio: el estado, sin contar con la posibilidad de la movilidad social que cambiaría el efecto, porque los mismos estados cierran las puertas a la inmigración. 
La emotividad que transmiten (o pretenden hacerlo) con el concepto desigualdad social, hace que la reflexión se pierda y se asuma camufladamente la envidia como elemento rector de la discusión. Desear lo que otros tienen porque uno tiene menos no justifica el despojo, especialmente cuando lo que uno posee es suficiente para una buena calidad de vida o simplemente no quiere, sabe o desea procurarse más. Quitarle a quienes más tienen para ayudar a los que menos poseen, pasa por verificar si el problema está en el sistema de gobierno que otorga privilegios e impide el desarrollo de los menos favorecidos, obedece a cuestiones personales de aquellos que no cuentan con actitud adecuada para obtener más o hay razones diferentes que ameriten la subsidiariedad momentánea. No es tan fácil ni tan simple como quitar al rico para darle al pobre. Se nos olvida que, a fin de cuentas, Robin Hood -promotor de la idea- se hizo noble y terminó desposando a una acaudalada doncella. No lo dice la historia, pero seguro estaría en el quintil de ricos de la época ¿Será que esos activistas de la desigualdad persiguen lo mismo? 
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