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Potestad presidencial

Redacción
01 de mayo, 2014

La discrecionalidad de los políticos es el peor cheque en blanco que se puede puede entregar. Concedido aquel, las ocurrencias -estado de ánimo incluido- sirven para justificar cualquier decisión cuyo costo es asumido por la ciudadanía. Sin embargo, si está de acuerdo en otorgarle ese privilegio, no es correcto quejarse cuando se vea perjudicado. Por esa razón, la arbitrariedad debería de desaparecer de las normativas y el político ajustar su actuación exactamente a lo que se le permite hacer, dejando a un lado la potestad de tomar decisiones caprichosas. 

Sentado lo anterior, es preciso señalar que el artículo 215 de la constitución otorga al Presidente el poder de designar al Fiscal General. La única condición que le pone es que debe de estar incluido en la lista de seis remitida por la correspondiente comisión postuladora. No dice que deba ser el primero de la relación o el que tenga mejor calificación, ni otro condicionante. El legislador, primero y el votante, después, otorgaron esa discrecionalidad a la máxima autoridad del Estado. Por tanto, no cabe comentario más allá de discutir la reforma legal constitucional si hubiera lugar pero no otra observación ni mucho menos imposición. 
La selección la realiza la comisión postuladora y la elección el Presidente.
La persona designada para Fiscal General -o aquella que no lo sea- probablemente despierte pasiones en determinados grupos. Es humano y comprensible, pero no se ajusta a Derecho. No vale -como ya ocurrió una vez- que venga un organismo internacional secundado por grupos de presión, a desdecir de la selección y/o la elección. El primer filtro está en la postuladora y el segundo en la decisión exclusiva del mandatario, tal y como señala la normativa vigente. Podría parecer autoritario, pero eso es algo que debería haberse valorado antes de votar por un “SI” que aprobó esa redacción constitucional. La próxima vez, el ciudadano deberá ponderar más profundamente el poder que otorga al político. 
El nombramiento del Fiscal General no obedece a una práctica democrática directa, entendida esta como la votación popular y mayoritaria. La democracia representativa hace que esos procedimientos se puedan establecer de otra forma y, en el caso nacional, el artículo citado establece como hay que hacerlo. Si gusta o no, es otra discusión que no debe de impedir el cumplimiento de la legalidad. 
Me temo, sin embargo, que continuaremos padeciendo los dimes y diretes de quienes se muestran inconformes cualquiera que sea la designación. Este es un país poco -o nada- respetuoso con las normas que “él mismo” se impuso -con voto mayoritario en este caso-, comportamiento alentado por algunos medios -poco éticos- con encuesta, sugerencias o listados y designaciones anticipadas. Somos netamente incumplidores del sistema legal y ello resulta de seguir inmersos en un esquema mental donde el gobierno de las personas es superior al de las leyes. 
No es un tema de oligarquías, pobres o indígenas, por poner ejemplos. Todos, sin excepción, actuamos así, de forma inconsecuente y poco racional, y cuando no suceden las cosas como uno quiere, sencillamente se impone el descredito, la descalificación o la revuelta. El mayor mal de este gobierno -como de otros- fue no dejar claro desde el principio que las normas se cumplen y si no gustan se discute su cambio en el Legislativo, pero en modo alguno se negocia su cumplimiento. Como no se observó claramente ese principio: Barillas, San Rafael, Totonicapán…, ahora todo tiene cabida. 
 www.miradorprensa.blogspot.com

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01 de mayo, 2014

La discrecionalidad de los políticos es el peor cheque en blanco que se puede puede entregar. Concedido aquel, las ocurrencias -estado de ánimo incluido- sirven para justificar cualquier decisión cuyo costo es asumido por la ciudadanía. Sin embargo, si está de acuerdo en otorgarle ese privilegio, no es correcto quejarse cuando se vea perjudicado. Por esa razón, la arbitrariedad debería de desaparecer de las normativas y el político ajustar su actuación exactamente a lo que se le permite hacer, dejando a un lado la potestad de tomar decisiones caprichosas. 

Sentado lo anterior, es preciso señalar que el artículo 215 de la constitución otorga al Presidente el poder de designar al Fiscal General. La única condición que le pone es que debe de estar incluido en la lista de seis remitida por la correspondiente comisión postuladora. No dice que deba ser el primero de la relación o el que tenga mejor calificación, ni otro condicionante. El legislador, primero y el votante, después, otorgaron esa discrecionalidad a la máxima autoridad del Estado. Por tanto, no cabe comentario más allá de discutir la reforma legal constitucional si hubiera lugar pero no otra observación ni mucho menos imposición. 
La selección la realiza la comisión postuladora y la elección el Presidente.
La persona designada para Fiscal General -o aquella que no lo sea- probablemente despierte pasiones en determinados grupos. Es humano y comprensible, pero no se ajusta a Derecho. No vale -como ya ocurrió una vez- que venga un organismo internacional secundado por grupos de presión, a desdecir de la selección y/o la elección. El primer filtro está en la postuladora y el segundo en la decisión exclusiva del mandatario, tal y como señala la normativa vigente. Podría parecer autoritario, pero eso es algo que debería haberse valorado antes de votar por un “SI” que aprobó esa redacción constitucional. La próxima vez, el ciudadano deberá ponderar más profundamente el poder que otorga al político. 
El nombramiento del Fiscal General no obedece a una práctica democrática directa, entendida esta como la votación popular y mayoritaria. La democracia representativa hace que esos procedimientos se puedan establecer de otra forma y, en el caso nacional, el artículo citado establece como hay que hacerlo. Si gusta o no, es otra discusión que no debe de impedir el cumplimiento de la legalidad. 
Me temo, sin embargo, que continuaremos padeciendo los dimes y diretes de quienes se muestran inconformes cualquiera que sea la designación. Este es un país poco -o nada- respetuoso con las normas que “él mismo” se impuso -con voto mayoritario en este caso-, comportamiento alentado por algunos medios -poco éticos- con encuesta, sugerencias o listados y designaciones anticipadas. Somos netamente incumplidores del sistema legal y ello resulta de seguir inmersos en un esquema mental donde el gobierno de las personas es superior al de las leyes. 
No es un tema de oligarquías, pobres o indígenas, por poner ejemplos. Todos, sin excepción, actuamos así, de forma inconsecuente y poco racional, y cuando no suceden las cosas como uno quiere, sencillamente se impone el descredito, la descalificación o la revuelta. El mayor mal de este gobierno -como de otros- fue no dejar claro desde el principio que las normas se cumplen y si no gustan se discute su cambio en el Legislativo, pero en modo alguno se negocia su cumplimiento. Como no se observó claramente ese principio: Barillas, San Rafael, Totonicapán…, ahora todo tiene cabida. 
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