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Viviendo un infierno

Redacción
30 de septiembre, 2016

Ruidos. Explosiones. Polvo. Llanto. Oscuridad. No sabe lo que está pasando, pero algo sucede y no es bueno. Sus últimos recuerdos han sido de su madre asustada. Lleva varios días ya sin ver a su padre. Se han mudado incontables veces y ese espacio en que está, que lleva el titulo de hogar, puede cambiar de la noche a la mañana. Los sonidos del exterior son inquietantes, pero ya son parte del día a día. Y aunque no se acostumbra, no hay nada que pueda hacer.
De pronto, un grito desgarrador inunda las paredes de cemento de aquella habitación. Es su madre. Escuchar un grito ya no es sorprendente, pero ese grito si que fue diferente. Se levanta de golpe. ¿Qué pasa? Pero antes que pueda hacer algo, otra explosión se hace presente, esta vez destrozando las pequeñas vigas que sostienen el techo de su “hogar”. Por un momento todo se calma. Silencio mortal. Silencio entrometido y dolor. Mucho dolor.
Abre los ojos. No ve nada. Intenta moverse pero es imposible. Solamente su mano izquierda está libre. Sigue sin ver nada, pero comienza a sentir dolor. El sentimiento invade de pies a cabeza. Poco a poco su visión se va aclarando, acostumbrándose a la oscuridad del espacio en que está. No sabe cuanto tiempo ha pasado, ni siquiera le interesa. Solo siente dolor y de pronto, un poco de calor en su cabeza. Es sangre. Sangre que se repliega por su frente, lenta pero decidida.
No queda más que hacer que llorar. Llorar para que alguien escuche las señales de auxilio, para que, si todavía queda un poco de misericordia en ese lugar, acudan a su ayuda.
Bastante tiempo ha pasado ya, por que llorar ya es cansado. Decide parar. Recuerda que hace mucho los niños ya no salen a las calles, las cuales se han vestido de gris y de tristeza. Lo que hace unos años era un lugar normal, ahora es llamado por algunos “el infierno”. ¿Dónde está su mamá? ¿Y su papá? ¿Qué pasó con sus amigos? Se pregunta lo mismo de la escuela, a la que lleva semanas sin ir. El parque de enfrente se ha convertido en una colección de escombros que aumenta cada hora.
De pronto el dolor se hace más intenso. El llanto interrumpe sus pensamientos. El oxígeno es poco en ese agujero de concreto. Sigue sin saber cuanto tiempo ha pasado cuando escuchar voces a su alrededor. “¡Hay alguien aquí!” escucha que dicen. Su impulso es llorar más fuerte. Siente como los escombros que formaban parte del diseño de su agujero están siendo movidos por unos hombres. Finalmente sale de aquel “escondite” con la ayuda de otros civiles. Está a salvo. Al menos por los próximos minutos.
La pequeña Rawan Alowsh, de cinco años, se ha convertido en otro de los rostros de la guerra civil en Alepo. Ella es una de los ocho millones de niños que ha sido afectado por la guerra civil siria, y una de esos 100,000 mil niños atrapados en la ciudad, junto con 250,000mil personas inocentes que solamente vive para huir de una muerte inminente.
Alepo y la guerra duelen. Las armas destrozan. Rawan lo entiende bien. Su difunta familia también. La pregunta es, ¿cuándo lo entenderán los promotores de los conflictos armados?

Viviendo un infierno

Redacción
30 de septiembre, 2016

Ruidos. Explosiones. Polvo. Llanto. Oscuridad. No sabe lo que está pasando, pero algo sucede y no es bueno. Sus últimos recuerdos han sido de su madre asustada. Lleva varios días ya sin ver a su padre. Se han mudado incontables veces y ese espacio en que está, que lleva el titulo de hogar, puede cambiar de la noche a la mañana. Los sonidos del exterior son inquietantes, pero ya son parte del día a día. Y aunque no se acostumbra, no hay nada que pueda hacer.
De pronto, un grito desgarrador inunda las paredes de cemento de aquella habitación. Es su madre. Escuchar un grito ya no es sorprendente, pero ese grito si que fue diferente. Se levanta de golpe. ¿Qué pasa? Pero antes que pueda hacer algo, otra explosión se hace presente, esta vez destrozando las pequeñas vigas que sostienen el techo de su “hogar”. Por un momento todo se calma. Silencio mortal. Silencio entrometido y dolor. Mucho dolor.
Abre los ojos. No ve nada. Intenta moverse pero es imposible. Solamente su mano izquierda está libre. Sigue sin ver nada, pero comienza a sentir dolor. El sentimiento invade de pies a cabeza. Poco a poco su visión se va aclarando, acostumbrándose a la oscuridad del espacio en que está. No sabe cuanto tiempo ha pasado, ni siquiera le interesa. Solo siente dolor y de pronto, un poco de calor en su cabeza. Es sangre. Sangre que se repliega por su frente, lenta pero decidida.
No queda más que hacer que llorar. Llorar para que alguien escuche las señales de auxilio, para que, si todavía queda un poco de misericordia en ese lugar, acudan a su ayuda.
Bastante tiempo ha pasado ya, por que llorar ya es cansado. Decide parar. Recuerda que hace mucho los niños ya no salen a las calles, las cuales se han vestido de gris y de tristeza. Lo que hace unos años era un lugar normal, ahora es llamado por algunos “el infierno”. ¿Dónde está su mamá? ¿Y su papá? ¿Qué pasó con sus amigos? Se pregunta lo mismo de la escuela, a la que lleva semanas sin ir. El parque de enfrente se ha convertido en una colección de escombros que aumenta cada hora.
De pronto el dolor se hace más intenso. El llanto interrumpe sus pensamientos. El oxígeno es poco en ese agujero de concreto. Sigue sin saber cuanto tiempo ha pasado cuando escuchar voces a su alrededor. “¡Hay alguien aquí!” escucha que dicen. Su impulso es llorar más fuerte. Siente como los escombros que formaban parte del diseño de su agujero están siendo movidos por unos hombres. Finalmente sale de aquel “escondite” con la ayuda de otros civiles. Está a salvo. Al menos por los próximos minutos.
La pequeña Rawan Alowsh, de cinco años, se ha convertido en otro de los rostros de la guerra civil en Alepo. Ella es una de los ocho millones de niños que ha sido afectado por la guerra civil siria, y una de esos 100,000 mil niños atrapados en la ciudad, junto con 250,000mil personas inocentes que solamente vive para huir de una muerte inminente.
Alepo y la guerra duelen. Las armas destrozan. Rawan lo entiende bien. Su difunta familia también. La pregunta es, ¿cuándo lo entenderán los promotores de los conflictos armados?