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Personalizando la Corrupción y la Fiscalización

Redacción
13 de abril, 2016

En recientes semanas los guatemaltecos le hemos “puesto cara” a la corrupción: Manuel Giordano, el famoso “dipukid”. El caso de Giordano, más allá de ser paradigmático, puede calificarse como uno que ejemplifica a la vieja política en todas sus aristas: sin experiencia ni madurez llega al Congreso por medio del sombrío sistema de listas abiertas (aquel que diluye la rendición de cuentas y abre las diputaciones a personajes cuestionables por medio de la subasta de casillas) al cual ingresó por nepotismo debido a su padre, en sólo dos legislaturas se convierte en el diputado más tránsfuga al deambular por seis bancadas (mostrando, como el resto de tránsfugas, ninguna lealtad partidaria, ningún basamento ideológico y un oportunismo desvergonzado mientras se pasa por el arco del triunfo la voluntad popular) y descaradamente comete abuso de autoridad con otros funcionarios del gobierno.

En este último año, varios han sido los políticos que han personalizado la corrupción en distintas situaciones y coyunturas: Otto Pérez Molina, Roxana Baldetti, Juan Carlos Monzón y Luis Rabbé, entre los principales. Su influencia puntual en el sistema y los cargos que ostentaban (así como el poder emanado de los mismos), hacían que la sociedad los identificase como el epítome o una representación de las prácticas que dentro del levantar ciudadano se pretenden erradicar.

Este fenómeno, si bien es importante para enfocar y ejemplificar los esfuerzos de fiscalización, no debe hacernos perder de vista que no son las personas sino las estructuras e incentivos propios de un sistema y sus respectivas instituciones los que debemos reformar.

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Es menester mencionar que, en el caso de Giordano, son muchos los grupos de la sociedad civil organizada que hacen coinciden con este punto, luego que el presidente Morales se enfocara en la figura de Giordano para ejemplificar la transparencia en su gestión mientras hace vista gorda de otras manzanas podridas.

Ahora bien, socialmente también hemos personalizado las cualidades y prácticas deseables en el sistema tales como integridad, fiscalización y reforma. Figuras como Iván Velázquez, Thelma Aldana, Miguel Ángel Gálvez e incluso el mismo Mario Taracena (éste último en menor medida pero, ¡¿quién lo diría!?) han acuerpado estas características. Recuerdo que, hace no mucho, bajo la tutela de los anteriores comisionados de la CICIG, muchos sectores de la población se mostraban renuentes de la labor de este ente.

Lo anterior muestra el constante péndulo existente entre las personas y las instituciones, una relación la cual muchas veces resulta ser parasitaria pero que idealmente debería ser una relación simbiótica ya que los humanos tenemos el poder tanto (como vemos en los ejemplos de arriba) de destruir o fortalecer las instituciones. El politólogo Douglas North (1991) definió a las instituciones como un conjunto de reglas, normas y procedimientos expresados por medio del establecimiento de entidades formales que estructuran interacciones políticas, económicas y sociales.

La importancia de las instituciones, North comentaba, se concentra en su habilidad de crear orden, reducir la incertidumbre y los costos de transacción.

Debemos, entonces, como sociedad enfocarnos en cambiar las instituciones, las reglas del juego, los incentivos, etc. El desafío, el cual a su misma vez es irónico, es que son las mismas personas dentro del sistema actual las responsables de hacerlo por lo que nuestra labor ciudadana toma más fuerza como factor de cambio.

Jorge V. Ávila Prera

@jorgeavilaprera

Personalizando la Corrupción y la Fiscalización

Redacción
13 de abril, 2016

En recientes semanas los guatemaltecos le hemos “puesto cara” a la corrupción: Manuel Giordano, el famoso “dipukid”. El caso de Giordano, más allá de ser paradigmático, puede calificarse como uno que ejemplifica a la vieja política en todas sus aristas: sin experiencia ni madurez llega al Congreso por medio del sombrío sistema de listas abiertas (aquel que diluye la rendición de cuentas y abre las diputaciones a personajes cuestionables por medio de la subasta de casillas) al cual ingresó por nepotismo debido a su padre, en sólo dos legislaturas se convierte en el diputado más tránsfuga al deambular por seis bancadas (mostrando, como el resto de tránsfugas, ninguna lealtad partidaria, ningún basamento ideológico y un oportunismo desvergonzado mientras se pasa por el arco del triunfo la voluntad popular) y descaradamente comete abuso de autoridad con otros funcionarios del gobierno.

En este último año, varios han sido los políticos que han personalizado la corrupción en distintas situaciones y coyunturas: Otto Pérez Molina, Roxana Baldetti, Juan Carlos Monzón y Luis Rabbé, entre los principales. Su influencia puntual en el sistema y los cargos que ostentaban (así como el poder emanado de los mismos), hacían que la sociedad los identificase como el epítome o una representación de las prácticas que dentro del levantar ciudadano se pretenden erradicar.

Este fenómeno, si bien es importante para enfocar y ejemplificar los esfuerzos de fiscalización, no debe hacernos perder de vista que no son las personas sino las estructuras e incentivos propios de un sistema y sus respectivas instituciones los que debemos reformar.

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Es menester mencionar que, en el caso de Giordano, son muchos los grupos de la sociedad civil organizada que hacen coinciden con este punto, luego que el presidente Morales se enfocara en la figura de Giordano para ejemplificar la transparencia en su gestión mientras hace vista gorda de otras manzanas podridas.

Ahora bien, socialmente también hemos personalizado las cualidades y prácticas deseables en el sistema tales como integridad, fiscalización y reforma. Figuras como Iván Velázquez, Thelma Aldana, Miguel Ángel Gálvez e incluso el mismo Mario Taracena (éste último en menor medida pero, ¡¿quién lo diría!?) han acuerpado estas características. Recuerdo que, hace no mucho, bajo la tutela de los anteriores comisionados de la CICIG, muchos sectores de la población se mostraban renuentes de la labor de este ente.

Lo anterior muestra el constante péndulo existente entre las personas y las instituciones, una relación la cual muchas veces resulta ser parasitaria pero que idealmente debería ser una relación simbiótica ya que los humanos tenemos el poder tanto (como vemos en los ejemplos de arriba) de destruir o fortalecer las instituciones. El politólogo Douglas North (1991) definió a las instituciones como un conjunto de reglas, normas y procedimientos expresados por medio del establecimiento de entidades formales que estructuran interacciones políticas, económicas y sociales.

La importancia de las instituciones, North comentaba, se concentra en su habilidad de crear orden, reducir la incertidumbre y los costos de transacción.

Debemos, entonces, como sociedad enfocarnos en cambiar las instituciones, las reglas del juego, los incentivos, etc. El desafío, el cual a su misma vez es irónico, es que son las mismas personas dentro del sistema actual las responsables de hacerlo por lo que nuestra labor ciudadana toma más fuerza como factor de cambio.

Jorge V. Ávila Prera

@jorgeavilaprera