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Maestros de vida

Redacción
19 de abril, 2016

Mi columna de hoy va sobre una persona que probablemente ninguno de mis lectores (si es que tengo alguno) conozca, pero que para mí ha significado más de lo que en su momento me di cuenta. Quiero que sea una elegía, un algo para lo que no pude hacer ni decir mientras le tuve cerca, y a la vez un homenaje a todos esos maestros de vida, que enseñan literatura, filosofía, arquitectura e ingeniería, a la vez que enseñan a vivir, e incluso a morir: con una sonrisa, llenos de vida, llenos de palabras sabias para quien quiera escucharlas.

A través de sus clases (era profesor de la asignatura de Metafísica y Teodicea) aprendimos mucho más que a descifrar oscuros textos medievales, aprendimos lo que valía una sonrisa, una broma inteligente, una pregunta en el momento correcto. En su funeral el oficiante destacó su “amabilidad detrás de su formalidad”, y es que a veces podía parecer demasiado serio, demasiado “intocable”. Pero no se necesitaban más que unos pocos minutos para derribar cualquier prejuicio, le encantaba llamar a los filósofos por sus nombres en español: Manolo Kant, Federico Nietzsche y Renato Descartes…Y es que además le parecía que era lo más divertido del mundo, con lo que no podía evitar sacarnos a todos al menos una sonrisa durante esas lecciones de metastralidades.

También recuerdo el último día que le ví. Fui a despedirme de él para decirle que volvía a Guatemala y que impartiría una asignatura de filosofía en la Universidad del Istmo. En realidad fui para decirle que tenía miedo. Con su formalidad y su postura perfecta, se río un poco y me contó una historia: “Un ilustre y sabio profesor de derecho, en sus primero años como doctorando, bajaba cada día desde Barañain. El día de su primera clase, bajó a la Universidad como hacía habitualmente pero al llegar al edificio de derecho sintió tal pánico que siguió de largo. Y ahora, ya le ve, jubilado, como el más ilustre. No hay que tener miedo, solo un poco sí”. No dijo nada más, pero tampoco hizo falta.

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Me enteré de su muerte por otro gran profesor que me escribió un mail que decía: “Se nos ha ido al Cielo, inesperadamente, Ángel Luis González”. Fue todo muy rápido y yo solo podía pensar en que no hace falta esperar para hacer homenajes. Por eso, gracias a los míos, a mis maestros, a los que más que mis notas les importaba yo. Y extiendo esto a todos los profesores que son a la vez maestros de vida, que les importan los alumnos, las personas. Espero, en algún momento y con muchos años de más, yo también pueda serlo, al menos un poco.

Sé que no hay peor pecado para un columnista que creer que a sus lectores les interesan sus cosas, sus problemas o sus tristezas, pero es que estoy segura de que si hubieran conocido a don Ángel Luis les interesaría. Por eso pido perdón si les he hecho perder unos minutos de su tiempo hoy, pero quizás pueden tomarlo como un momento para reflexionar acerca de lo que necesitamos en Guatemala. Necesitamos más maestros. Sí, también una reforma en la educación, más escuelas y pagarles cada mes, eso es innegable. Pero en Guatemala también necesitamos más de esos maestros de vida, de esos profesores que corrigen exámenes y corrigen almas. Los hay muchos, pero necesitamos más. Si queremos combatir los problemas profundos que nos acucian, necesitamos soluciones profundas, que vengan desde lo más hondo de los guatemaltecos. Y eso solo se logra con maestros de vida. Me despido en palabras de Ángel Luis (lo decía cada día, después de la clase): “Y como siempre, señoras y señores, mucho ánimo”.

Maestros de vida

Redacción
19 de abril, 2016

Mi columna de hoy va sobre una persona que probablemente ninguno de mis lectores (si es que tengo alguno) conozca, pero que para mí ha significado más de lo que en su momento me di cuenta. Quiero que sea una elegía, un algo para lo que no pude hacer ni decir mientras le tuve cerca, y a la vez un homenaje a todos esos maestros de vida, que enseñan literatura, filosofía, arquitectura e ingeniería, a la vez que enseñan a vivir, e incluso a morir: con una sonrisa, llenos de vida, llenos de palabras sabias para quien quiera escucharlas.

A través de sus clases (era profesor de la asignatura de Metafísica y Teodicea) aprendimos mucho más que a descifrar oscuros textos medievales, aprendimos lo que valía una sonrisa, una broma inteligente, una pregunta en el momento correcto. En su funeral el oficiante destacó su “amabilidad detrás de su formalidad”, y es que a veces podía parecer demasiado serio, demasiado “intocable”. Pero no se necesitaban más que unos pocos minutos para derribar cualquier prejuicio, le encantaba llamar a los filósofos por sus nombres en español: Manolo Kant, Federico Nietzsche y Renato Descartes…Y es que además le parecía que era lo más divertido del mundo, con lo que no podía evitar sacarnos a todos al menos una sonrisa durante esas lecciones de metastralidades.

También recuerdo el último día que le ví. Fui a despedirme de él para decirle que volvía a Guatemala y que impartiría una asignatura de filosofía en la Universidad del Istmo. En realidad fui para decirle que tenía miedo. Con su formalidad y su postura perfecta, se río un poco y me contó una historia: “Un ilustre y sabio profesor de derecho, en sus primero años como doctorando, bajaba cada día desde Barañain. El día de su primera clase, bajó a la Universidad como hacía habitualmente pero al llegar al edificio de derecho sintió tal pánico que siguió de largo. Y ahora, ya le ve, jubilado, como el más ilustre. No hay que tener miedo, solo un poco sí”. No dijo nada más, pero tampoco hizo falta.

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Me enteré de su muerte por otro gran profesor que me escribió un mail que decía: “Se nos ha ido al Cielo, inesperadamente, Ángel Luis González”. Fue todo muy rápido y yo solo podía pensar en que no hace falta esperar para hacer homenajes. Por eso, gracias a los míos, a mis maestros, a los que más que mis notas les importaba yo. Y extiendo esto a todos los profesores que son a la vez maestros de vida, que les importan los alumnos, las personas. Espero, en algún momento y con muchos años de más, yo también pueda serlo, al menos un poco.

Sé que no hay peor pecado para un columnista que creer que a sus lectores les interesan sus cosas, sus problemas o sus tristezas, pero es que estoy segura de que si hubieran conocido a don Ángel Luis les interesaría. Por eso pido perdón si les he hecho perder unos minutos de su tiempo hoy, pero quizás pueden tomarlo como un momento para reflexionar acerca de lo que necesitamos en Guatemala. Necesitamos más maestros. Sí, también una reforma en la educación, más escuelas y pagarles cada mes, eso es innegable. Pero en Guatemala también necesitamos más de esos maestros de vida, de esos profesores que corrigen exámenes y corrigen almas. Los hay muchos, pero necesitamos más. Si queremos combatir los problemas profundos que nos acucian, necesitamos soluciones profundas, que vengan desde lo más hondo de los guatemaltecos. Y eso solo se logra con maestros de vida. Me despido en palabras de Ángel Luis (lo decía cada día, después de la clase): “Y como siempre, señoras y señores, mucho ánimo”.