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Mi padre: mi héroe

Redacción
22 de agosto, 2016

Esta semana he tenido mucho en mis pensamientos a mi papá y me siento afortunado de aún tenerlo a mi lado. A sus 94 años, sigue siendo una inspiración y fuente de sabiduría. Hoy he decidido dedicar esta columna a él, no porque sea una fecha u ocasión especial, sino solo porque es mi padre, a quien toda mi vida he admirado y aún admiro y me honra compartir mi respeto hacia él.

Mi padre venía de una familia de ocho hermanos. Sus padres emigraron de Egipto hace casi 100 años para radicarse en Guatemala. La vida en Egipto en esa época no podía ser favorable para familias Judías y en Guatemala ya vivían algunos parientes de mi abuelo, facilitándoles la decisión de emigrar. Mi papá – Meme – nació en Guatemala en 1922 y a los 14 años ya le tocaba trabajar para ayudar a sus padres en la manutención del hogar. A esa corta edad también ayudaba con el cuidado y educación de sus hermanos menores. Ya para entonces la familia había vivido en la ciudad de Guatemala, en Antigua Guatemala, en Quetzaltenango y en Mazatenango y a los 15 años, se aventuró con su padre y su hermano a viajar a Panamá en búsqueda de mejores oportunidades, pero pocos meses más tarde ya estaban de vuelta en Guatemala.

Crecer en los años ‘20 y ser adolescente en los ‘30 le permitió conocer una Guatemala que la mayoría de nosotros apenas conocemos a través de libros de historia. Abandonó el instituto al concluir segundo básico pues la necesidad de apoyar económicamente a sus padres era grande. Para entonces ya había desarrollado una capacidad analítica y de razonamiento que es poco común hoy en día. A los 22 años – estando el mundo sumergido en la Segunda Guerra Mundial – trabajó en el departamento de compras de la base militar del ejército de los Estados Unidos en Guatemala. Allí se vio obligado a aprender Inglés, un Inglés que, hablado y escrito, pareciera que hubiera aprendido formalmente desde niño. Y es que mi papá siempre tuvo una gran curiosidad por aprender y mucha determinación por hacer las cosas bien y se obligaba a aprender lo que necesitara. No se conformaba con salir del paso y la mediocridad no formó nunca parte de su vocabulario, más que para repelerla.

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Cuando yo era un niño de cinco o seis años y él ya un hombre de 50, me contaba unos maravillosos cuentos que inventaba respecto a un niño que se defendía sólo con su navaja, y es que Paquito Pitoki, el héroe del cuento, era un niño autosuficiente que no le temía a las vicisitudes de la vida. Con navaja en mano era capaz de hacerle frente a cualquier animal salvaje, a cruzar cualquier río o escapar de cualquier situación. Con su navaja construía balsas, hacía escondites o preparaba cualquier herramienta que necesitara para salvarse de las situaciones peligrosas cuando caminaba por el bosque. Paquito Pitoki era mi héroe y en ese entonces, yo quería ser como Paquito Pitoki. Años más tarde me di cuenta que Paquito Pitoki representaba a mi padre, quien nunca se dejaba vencer por ninguna situación y siempre tenía la determinación de resolver las situaciones de la vida. Mi héroe realmente era mi padre, no Paquito Pitoki.

Cuando yo no encontraba cómo resolver algún problema me contaba la historia de la “Señora Necesidad”. En esa historia, un hombre resultaba atrapado en algún lugar y llamaba a la Señora Necesidad y resultaba que no importara cuán fuerte gritara por ella, la Señora Necesidad no llegaba. Entonces el hombre se ponía a trabajar para resolver su situación y lograba salir victorioso y luego reclamaba la ausencia de la Señora Necesidad, quien nunca le ayudaba. La moraleja de esta historia que me contaba mi papá obviamente era que la necesidad nos obliga a encontrar las soluciones a los problemas y que no debía esperar a que nadie viniera a salvarme, pues lo que había que hacer, lo podía hacer con mis propios recursos e ingenio.

Cuando yo tenía unos ocho años, en la época en que existían únicamente los canales 3, 7, 11 y 13 y que la programación televisaba iniciaba después de mediodía y terminaba a las 10 de la noche – en plena época de Chespirito – recuerdo que mi hermana y yo teníamos muy limitadas las horas para ver televisión. Nuestro televisor era en blanco y negro y era una gran consola marca Westinghouse pero con una pantalla que era probablemente más pequeña que la de mi computadora portátil. Mi hermana y yo teníamos autorizado ver televisión únicamente los viernes, sábados y domingos y únicamente hasta un máximo de dos horas cada día. Mi padre encontró un mecanismo para disuadirnos de querer ver televisión y estableció una sencilla pero ingeniosa regla: quien encendía el televisor no podía escoger el canal; el otro tenía el derecho de hacerlo y por supuesto, ni mi hermana ni yo queríamos darle ese privilegio al otro, así que el uso de la televisión era autorregulado por nosotros mismos.

Tanto de niño como ya de adulto, mi papá siempre se preocupaba por darme el tiempo que necesitaba. Cuando yo quería platicar de cualquier tema, siempre tenía el tiempo para escucharme y cuando se lo pedía o necesitaba, siempre estaba disponible para aconsejarme y guiarme. Me enseñó el valor de la verdad y a despreciar la mentira y cuando tenía yo 13 años mi mamá encontró paquetes de cigarrillos en mi closet; mi papá me preguntó calmadamente si yo alguna vez había fumado y la única respuesta que podía darle era que sí. Recuerdo que me preguntó que sentí y qué me motivó a hacerlo. No me castigó, pero si me habló de las consecuencias del cigarrillo y me hizo reflexionar de lo inadecuado que era fumar para un niño de esa edad y llegué a la conclusión que yo no quería fumar.

Aprendí de mi padre que los hombres somos sensibles. Desde los siete años guardo la imagen de verlo sentado en la orilla de su cama llorando por la muerte de su mamá, mi abuela a quien apenas conocí. Lo vi llorar desconsolado cuando falleció mi hermano y una vez más, cuando mi mamá se le adelantó. La vida familia siempre le fue importante. Cuando niño y adolescente, las cenas eran siempre familiares y en los fines de semana desayunábamos siempre juntos. Yo veía que mi papá trabajaba duro; a menudo lo acompañaba a su oficina los sábados y en época de las vacaciones escolares me “contrataba” para trabajar en su negocio. En noviembre y diciembre me empleaba en la bodega de su negocio en donde me tocaba etiquetar el precio en la mercadería o trasladarla de un lugar a otro dentro de la tienda. Pero tenía un jefe que no era él y era a quien yo debía obedecer. Me estaba enseñando a trabajar responsablemente y a valorar el dinero. Ya en temporada escolar recibía una mesada que debía alcanzarme para mis gastos y cuando quería algo, debía ahorrar de mi mesada semanal para comprarlo.

Meme trabajó mucho por Guatemala y me enseñó a querer a mi país. Dedicó muchos años de su vida a cuestiones cívicas y a participar activamente en construir una mejor nación. Trabajó desinteresadamente con asociaciones civiles y con instituciones cívicas y desde joven me motivo a participar en la vida del país. Sin decírmelo expresamente, aprendí de él que los responsables por mejorar el país somos quienes vivimos en él y sembró en mí el deseo de aportar al desarrollo de Guatemala

Ya de adulto he tenido el privilegio de tener una relación de mutuo respeto con mi padre. Aún ahora cenamos en familia un día por semana. Agradezco que su mente sigue activa a sus 94 años, que aún mantiene su curiosidad y que los valores con los que siempre vivió siguen estando presente. Está lleno de sabiduría, experiencias e historias interesantes y platicar con Meme es siempre agradable y enriquecedor. A su edad actual su cuerpo ya no es el mismo de antes y el hombre fuerte e independiente que siempre fue, ahora necesita apoyarse para caminar o algún otro apoyo para facilitarle la vida. Mi mamá – Mita – partió hace nueve años y después de casi 60 años de un matrimonio en el cual siempre se veían como novios, le ha tocado enfrentar su vejez sin el amor de su vida, sin mi mamá. Los papeles se van modificando y así como yo lo necesité durante mis años formativos y lo sigo necesitando aún en mi adultez, ahora somos sus hijos quienes le damos el apoyo que necesita. Aunque a veces le cuesta aceptar que nos preocupemos por él y que queramos cuidarlo en la misma manera en que nos cuidó y protegió, así es el círculo de la vida. De pequeños recibimos y de adultos damos. Te quiero mucho Papi. Gracias por formarme en el hombre que hoy soy.

República.gt es ajena a la opinión expresada en este artículo

Mi padre: mi héroe

Redacción
22 de agosto, 2016

Esta semana he tenido mucho en mis pensamientos a mi papá y me siento afortunado de aún tenerlo a mi lado. A sus 94 años, sigue siendo una inspiración y fuente de sabiduría. Hoy he decidido dedicar esta columna a él, no porque sea una fecha u ocasión especial, sino solo porque es mi padre, a quien toda mi vida he admirado y aún admiro y me honra compartir mi respeto hacia él.

Mi padre venía de una familia de ocho hermanos. Sus padres emigraron de Egipto hace casi 100 años para radicarse en Guatemala. La vida en Egipto en esa época no podía ser favorable para familias Judías y en Guatemala ya vivían algunos parientes de mi abuelo, facilitándoles la decisión de emigrar. Mi papá – Meme – nació en Guatemala en 1922 y a los 14 años ya le tocaba trabajar para ayudar a sus padres en la manutención del hogar. A esa corta edad también ayudaba con el cuidado y educación de sus hermanos menores. Ya para entonces la familia había vivido en la ciudad de Guatemala, en Antigua Guatemala, en Quetzaltenango y en Mazatenango y a los 15 años, se aventuró con su padre y su hermano a viajar a Panamá en búsqueda de mejores oportunidades, pero pocos meses más tarde ya estaban de vuelta en Guatemala.

Crecer en los años ‘20 y ser adolescente en los ‘30 le permitió conocer una Guatemala que la mayoría de nosotros apenas conocemos a través de libros de historia. Abandonó el instituto al concluir segundo básico pues la necesidad de apoyar económicamente a sus padres era grande. Para entonces ya había desarrollado una capacidad analítica y de razonamiento que es poco común hoy en día. A los 22 años – estando el mundo sumergido en la Segunda Guerra Mundial – trabajó en el departamento de compras de la base militar del ejército de los Estados Unidos en Guatemala. Allí se vio obligado a aprender Inglés, un Inglés que, hablado y escrito, pareciera que hubiera aprendido formalmente desde niño. Y es que mi papá siempre tuvo una gran curiosidad por aprender y mucha determinación por hacer las cosas bien y se obligaba a aprender lo que necesitara. No se conformaba con salir del paso y la mediocridad no formó nunca parte de su vocabulario, más que para repelerla.

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Cuando yo era un niño de cinco o seis años y él ya un hombre de 50, me contaba unos maravillosos cuentos que inventaba respecto a un niño que se defendía sólo con su navaja, y es que Paquito Pitoki, el héroe del cuento, era un niño autosuficiente que no le temía a las vicisitudes de la vida. Con navaja en mano era capaz de hacerle frente a cualquier animal salvaje, a cruzar cualquier río o escapar de cualquier situación. Con su navaja construía balsas, hacía escondites o preparaba cualquier herramienta que necesitara para salvarse de las situaciones peligrosas cuando caminaba por el bosque. Paquito Pitoki era mi héroe y en ese entonces, yo quería ser como Paquito Pitoki. Años más tarde me di cuenta que Paquito Pitoki representaba a mi padre, quien nunca se dejaba vencer por ninguna situación y siempre tenía la determinación de resolver las situaciones de la vida. Mi héroe realmente era mi padre, no Paquito Pitoki.

Cuando yo no encontraba cómo resolver algún problema me contaba la historia de la “Señora Necesidad”. En esa historia, un hombre resultaba atrapado en algún lugar y llamaba a la Señora Necesidad y resultaba que no importara cuán fuerte gritara por ella, la Señora Necesidad no llegaba. Entonces el hombre se ponía a trabajar para resolver su situación y lograba salir victorioso y luego reclamaba la ausencia de la Señora Necesidad, quien nunca le ayudaba. La moraleja de esta historia que me contaba mi papá obviamente era que la necesidad nos obliga a encontrar las soluciones a los problemas y que no debía esperar a que nadie viniera a salvarme, pues lo que había que hacer, lo podía hacer con mis propios recursos e ingenio.

Cuando yo tenía unos ocho años, en la época en que existían únicamente los canales 3, 7, 11 y 13 y que la programación televisaba iniciaba después de mediodía y terminaba a las 10 de la noche – en plena época de Chespirito – recuerdo que mi hermana y yo teníamos muy limitadas las horas para ver televisión. Nuestro televisor era en blanco y negro y era una gran consola marca Westinghouse pero con una pantalla que era probablemente más pequeña que la de mi computadora portátil. Mi hermana y yo teníamos autorizado ver televisión únicamente los viernes, sábados y domingos y únicamente hasta un máximo de dos horas cada día. Mi padre encontró un mecanismo para disuadirnos de querer ver televisión y estableció una sencilla pero ingeniosa regla: quien encendía el televisor no podía escoger el canal; el otro tenía el derecho de hacerlo y por supuesto, ni mi hermana ni yo queríamos darle ese privilegio al otro, así que el uso de la televisión era autorregulado por nosotros mismos.

Tanto de niño como ya de adulto, mi papá siempre se preocupaba por darme el tiempo que necesitaba. Cuando yo quería platicar de cualquier tema, siempre tenía el tiempo para escucharme y cuando se lo pedía o necesitaba, siempre estaba disponible para aconsejarme y guiarme. Me enseñó el valor de la verdad y a despreciar la mentira y cuando tenía yo 13 años mi mamá encontró paquetes de cigarrillos en mi closet; mi papá me preguntó calmadamente si yo alguna vez había fumado y la única respuesta que podía darle era que sí. Recuerdo que me preguntó que sentí y qué me motivó a hacerlo. No me castigó, pero si me habló de las consecuencias del cigarrillo y me hizo reflexionar de lo inadecuado que era fumar para un niño de esa edad y llegué a la conclusión que yo no quería fumar.

Aprendí de mi padre que los hombres somos sensibles. Desde los siete años guardo la imagen de verlo sentado en la orilla de su cama llorando por la muerte de su mamá, mi abuela a quien apenas conocí. Lo vi llorar desconsolado cuando falleció mi hermano y una vez más, cuando mi mamá se le adelantó. La vida familia siempre le fue importante. Cuando niño y adolescente, las cenas eran siempre familiares y en los fines de semana desayunábamos siempre juntos. Yo veía que mi papá trabajaba duro; a menudo lo acompañaba a su oficina los sábados y en época de las vacaciones escolares me “contrataba” para trabajar en su negocio. En noviembre y diciembre me empleaba en la bodega de su negocio en donde me tocaba etiquetar el precio en la mercadería o trasladarla de un lugar a otro dentro de la tienda. Pero tenía un jefe que no era él y era a quien yo debía obedecer. Me estaba enseñando a trabajar responsablemente y a valorar el dinero. Ya en temporada escolar recibía una mesada que debía alcanzarme para mis gastos y cuando quería algo, debía ahorrar de mi mesada semanal para comprarlo.

Meme trabajó mucho por Guatemala y me enseñó a querer a mi país. Dedicó muchos años de su vida a cuestiones cívicas y a participar activamente en construir una mejor nación. Trabajó desinteresadamente con asociaciones civiles y con instituciones cívicas y desde joven me motivo a participar en la vida del país. Sin decírmelo expresamente, aprendí de él que los responsables por mejorar el país somos quienes vivimos en él y sembró en mí el deseo de aportar al desarrollo de Guatemala

Ya de adulto he tenido el privilegio de tener una relación de mutuo respeto con mi padre. Aún ahora cenamos en familia un día por semana. Agradezco que su mente sigue activa a sus 94 años, que aún mantiene su curiosidad y que los valores con los que siempre vivió siguen estando presente. Está lleno de sabiduría, experiencias e historias interesantes y platicar con Meme es siempre agradable y enriquecedor. A su edad actual su cuerpo ya no es el mismo de antes y el hombre fuerte e independiente que siempre fue, ahora necesita apoyarse para caminar o algún otro apoyo para facilitarle la vida. Mi mamá – Mita – partió hace nueve años y después de casi 60 años de un matrimonio en el cual siempre se veían como novios, le ha tocado enfrentar su vejez sin el amor de su vida, sin mi mamá. Los papeles se van modificando y así como yo lo necesité durante mis años formativos y lo sigo necesitando aún en mi adultez, ahora somos sus hijos quienes le damos el apoyo que necesita. Aunque a veces le cuesta aceptar que nos preocupemos por él y que queramos cuidarlo en la misma manera en que nos cuidó y protegió, así es el círculo de la vida. De pequeños recibimos y de adultos damos. Te quiero mucho Papi. Gracias por formarme en el hombre que hoy soy.

República.gt es ajena a la opinión expresada en este artículo