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Colombia: Paz, ¿A qué costo?

Redacción
28 de septiembre, 2016

El próximo 2 de octubre los colombianos tendrán la oportunidad de legitimar, a través de un plebiscito, los acuerdos firmados entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y el grupo disidente (también narcoterrorista) de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que supondrían el fin al conflicto armado en dicho país, luego de más de 50 años de violencia y 4 años de negociaciones, las cuales tomaron lugar en Cuba.
Con una ideología marxista-leninista, las FARC nacieron bajo el contexto de la Guerra Fría y tenían (¿tienen?) como objetivo (como otros grupos subversivos de la época), transformar a Colombia al comunismo, inspirados y auspiciados por el régimen soviético y el cubano. Para avanzar sus objetivos, como otras guerrillas, utilizaron el terrorismo en diversas formas como el secuestro, asesinatos, violaciones, colocación de bombas y otros crímenes. Tal es el caso que las FARC fueron denominadas como agrupación terrorista por Estados Unidos, la Unión Europea y otros países. Aunado a lo anterior, las FARC se consolidaron como uno de los mayores productores y comercializadores de cocaína a nivel mundial.
Bajo este contexto, la negociación con terroristas no entraría en consideración. Sin embargo, el presidente colombiano Juan Manuel Santos, mermando así los esfuerzos de administraciones anteriores como la de Uribe y Pastrana, se sentó a negociar con las FARC. Los resultados de los acuerdos proveen una serie de concesiones monumentales para este grupo guerrillero que incluyen la garantía de escaños en congreso sin necesidad de pasar por una elección (dando así entrada a incidir en política pública sin representación popular), virtual inmunidad a los crímenes cometidos mediante un complejo mecanismo judicial (que también evita la extradición por cargos de narcotráfico), garantía del control de grandes porciones del territorio colombiano, la virtual perpetuación de la actividad del narcotráfico, etc.
En esta etapa de socialización de los acuerdos en miras al plebiscito, el gobierno ha realizado esfuerzos para venderlo como la garantía de una paz firme y duradera, la piedra inicial de una mejor sociedad colombiana y, todo aquel que se oponga, está a favor de la guerra. La realidad dista de ser esta y quienes se oponen consideran que estos acuerdos necesitan ser restructurados, al no ofrecer un resarcimiento real y justo. Adicionalmente, las consecuencias a corto y largo plazo de la implementación de los acuerdos serán devastadoras para el país. Existe una preocupación real y latente de que estos acuerdos, en su versión actual, impliquen la entrega del país a las FARC, quienes iniciarían una cruzada, con todas estas ventajas bajo el brazo, para la toma de las instituciones hacia un régimen socialista, destruyendo el modelo de Estado actual, tal como sucedió en Venezuela y Nicaragua.
Un proceso de paz es ciertamente complicado porque no solamente implica el ámbito político-militar, también implica un proceso de reconciliación social e internalización para sanar las heridas, todavía frescas, de todas las víctimas. Ciertamente no es fácil. En Guatemala, a 20 años de la firma de la paz, aún se mantiene la polarización y esa sociedad armonizada no se ha logrado, dista mucho de serlo. Definitivamente el cese al fuego, el fin de las muertes y los crímenes es el objetivo, pero las concesiones proveídas a las FARC, parecen más un premio a éstas que un acuerdo donde ambas partes ceden para lograr un punto medio.
Efectivamente, estos acuerdos suponen la paz, pero ¿a qué costo? ¿No se merece la sociedad colombiana una negociación más justa, con un compromiso serio de la entrega de armamento, abandono del narcotráfico y sin una amnistía virtualmente total a los crímenes? ¿Se merecen las FARC un espacio garantizado en el congreso y poder así incidir, desde ahí, en la política nacional? ¿Por qué no ganarse ese espacio a pulso en las urnas, como cualquier otra organización política? Santos, en su afán de consolidarse en los anales de la historia como aquel estatista que logró la paz en Colombia, ha cedido a un virtual chantaje de las FARC para lograr sus objetivos. Nadie quiere más muertos y violencia, pero Colombia merece más que los acuerdos actuales.
Jorge V. Ávila Prera
@jorgeavilaprera

República.gt es ajena a la opinión expresada en este artículo

Colombia: Paz, ¿A qué costo?

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28 de septiembre, 2016

El próximo 2 de octubre los colombianos tendrán la oportunidad de legitimar, a través de un plebiscito, los acuerdos firmados entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y el grupo disidente (también narcoterrorista) de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que supondrían el fin al conflicto armado en dicho país, luego de más de 50 años de violencia y 4 años de negociaciones, las cuales tomaron lugar en Cuba.
Con una ideología marxista-leninista, las FARC nacieron bajo el contexto de la Guerra Fría y tenían (¿tienen?) como objetivo (como otros grupos subversivos de la época), transformar a Colombia al comunismo, inspirados y auspiciados por el régimen soviético y el cubano. Para avanzar sus objetivos, como otras guerrillas, utilizaron el terrorismo en diversas formas como el secuestro, asesinatos, violaciones, colocación de bombas y otros crímenes. Tal es el caso que las FARC fueron denominadas como agrupación terrorista por Estados Unidos, la Unión Europea y otros países. Aunado a lo anterior, las FARC se consolidaron como uno de los mayores productores y comercializadores de cocaína a nivel mundial.
Bajo este contexto, la negociación con terroristas no entraría en consideración. Sin embargo, el presidente colombiano Juan Manuel Santos, mermando así los esfuerzos de administraciones anteriores como la de Uribe y Pastrana, se sentó a negociar con las FARC. Los resultados de los acuerdos proveen una serie de concesiones monumentales para este grupo guerrillero que incluyen la garantía de escaños en congreso sin necesidad de pasar por una elección (dando así entrada a incidir en política pública sin representación popular), virtual inmunidad a los crímenes cometidos mediante un complejo mecanismo judicial (que también evita la extradición por cargos de narcotráfico), garantía del control de grandes porciones del territorio colombiano, la virtual perpetuación de la actividad del narcotráfico, etc.
En esta etapa de socialización de los acuerdos en miras al plebiscito, el gobierno ha realizado esfuerzos para venderlo como la garantía de una paz firme y duradera, la piedra inicial de una mejor sociedad colombiana y, todo aquel que se oponga, está a favor de la guerra. La realidad dista de ser esta y quienes se oponen consideran que estos acuerdos necesitan ser restructurados, al no ofrecer un resarcimiento real y justo. Adicionalmente, las consecuencias a corto y largo plazo de la implementación de los acuerdos serán devastadoras para el país. Existe una preocupación real y latente de que estos acuerdos, en su versión actual, impliquen la entrega del país a las FARC, quienes iniciarían una cruzada, con todas estas ventajas bajo el brazo, para la toma de las instituciones hacia un régimen socialista, destruyendo el modelo de Estado actual, tal como sucedió en Venezuela y Nicaragua.
Un proceso de paz es ciertamente complicado porque no solamente implica el ámbito político-militar, también implica un proceso de reconciliación social e internalización para sanar las heridas, todavía frescas, de todas las víctimas. Ciertamente no es fácil. En Guatemala, a 20 años de la firma de la paz, aún se mantiene la polarización y esa sociedad armonizada no se ha logrado, dista mucho de serlo. Definitivamente el cese al fuego, el fin de las muertes y los crímenes es el objetivo, pero las concesiones proveídas a las FARC, parecen más un premio a éstas que un acuerdo donde ambas partes ceden para lograr un punto medio.
Efectivamente, estos acuerdos suponen la paz, pero ¿a qué costo? ¿No se merece la sociedad colombiana una negociación más justa, con un compromiso serio de la entrega de armamento, abandono del narcotráfico y sin una amnistía virtualmente total a los crímenes? ¿Se merecen las FARC un espacio garantizado en el congreso y poder así incidir, desde ahí, en la política nacional? ¿Por qué no ganarse ese espacio a pulso en las urnas, como cualquier otra organización política? Santos, en su afán de consolidarse en los anales de la historia como aquel estatista que logró la paz en Colombia, ha cedido a un virtual chantaje de las FARC para lograr sus objetivos. Nadie quiere más muertos y violencia, pero Colombia merece más que los acuerdos actuales.
Jorge V. Ávila Prera
@jorgeavilaprera

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