Política
Política
Empresa
Empresa
Investigación y Análisis
Investigación y Análisis
Internacional
Internacional
Opinión
Opinión
Inmobiliaria
Inmobiliaria
Agenda Empresarial
Agenda Empresarial

Corea del Centro

Luis Felipe Garrán
14 de diciembre, 2017

El cansancio estaba en el estómago, y un mariposeo se sentía en las piernas. Aunque “solo” llevábamos 10 horas en el carro, el viaje había sido de una semana. El rótulo de Migración no auguraba nada bueno, y la vista agotada de una chica con toda la pinta de extranjera, que llegó antes que nosotros y aún no sé hasta qué hora habrá estado ahí, ayudaba poco.

En junio de 2006, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua firmaron el acuerdo centroamericano de libre movilidad, conocido como CA-4. Según este, los ciudadanos de estos países pueden desplazarse por tales territorios portando únicamente su documento de identidad, el bendito DPI (o sus equivalentes en las demás naciones del istmo).

El concepto no se ha entendido igual en todos los despachos.

SUSCRIBITE A NUESTRO NEWSLETTER

“Por medio de la presente, la organización (…) solicita el ingreso a Nicaragua de…” decía el papel con el que comenzó todo este periplo. No había fila, pues del lado catracho un molote de camiones complicaba el paso, y nuestro perseguidor más cercano era un autobús de ruta internacional cuyas dimensiones chocaban con las de los transportistas.

Ninguna organización solicitaba mi ingreso a Nicaragua, salvo que contemos como tal a mi familia. Aun así, en ese momento, ese papel pesaba más que mi propio documento de identidad. Y todavía más que esa hoja, la de mayor importancia era la respuesta que desde el Ministerio de Gobernación local me dieron.

Siete días antes de pisar suelo nicaragüense, tuve que pedirles permiso. Permiso para, luego de aplazar mi viaje, esperar media hora frente a una ventanilla en la que dos hombres de bigote y una mujer deliberaban sobre mi estatus (aun siendo hijo de una connacional suya). Permiso para ocupar un lugar detrás de una familia, que viajaba en un camión, en la fila exclusiva para vehículos tipo turismo de la aduana. Permiso para cruzar al otro lado y poder ver, después de varios meses, a mis parientes que nada tienen que ver en las politiquerías coloniales tan “typical Central American”.

Cuatro países que lo que tienen de bonito, también lo tienen de débiles y desunidos, y los roces internos son más dañinos que las políticas imperialistas de las que tanto habla Daniel Ortega siguiendo el manual de presidente latinoamericano de izquierdas. Dicen que la medida es para evitar el ingreso de las maras tan extendidas por el Triángulo Norte, pero pocas veces se escucha de un criminal que es detenido intentando cruzar por las rutas legales.

Cuando llenaba el formulario (que ni siquiera está destinado para la función que se le ha dado) recordaba las filas afuera de la embajada estadounidense en la zona 10 capitalina. Ciertamente no temía que no me fueran a dar el permiso, pero depender de un tipo tras un escritorio para saber si podré entrar, dentro de una semana, a otro país al que también siento como mío te hace perder el amor por los símbolos. Más si este proceso está respaldado por la bandera “Cristiana, socialista y solidaria”.

Luego de una hora en la frontera El Espino, nombre más apropiado que el que recibe en Honduras (La Fraternidad) logramos cruzar. Pero no fue, en realidad, una hora. Fue un aviso de último momento por parte de un amigo de que cruzar “el muro de Ortega” ya no es cosa de mostrar el plástico celeste; y fue un amigo porque, luego de 20 años de hacer el trayecto un par de vece al año, nadie se ha dignado a anunciárnoslo de forma oficial. Fue una semana de incertidumbre sobre si finalmente se nos concedería la visa (‘Murican Style). Fue un día de discusión con un trabajador de un call center para intentar entender la situación, y varios meses de santa ignorancia porque en la embajada nicaragüense en Guatemala no tienen “ni idea” (entre comillas porque es textual) de lo que Migración y Extranjería deciden o deshacen.

Me gustaría acompañar estas líneas con fotos de lo que sucede adentro; del despilfarro propagandístico y las obras con fachada neoclásica e interior neopaupérrimo, pero no puedo usar más que los ocho megapíxeles de mi teléfono, porque a este régimen hermético no se pueden meter cámaras profesionales.

Ante la ausencia de Castro y Chávez, parece ser que el modelo a seguir es Kim Jong-un. Mientras se puede, saco esto de Corea del Centro.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Corea del Centro

Luis Felipe Garrán
14 de diciembre, 2017

El cansancio estaba en el estómago, y un mariposeo se sentía en las piernas. Aunque “solo” llevábamos 10 horas en el carro, el viaje había sido de una semana. El rótulo de Migración no auguraba nada bueno, y la vista agotada de una chica con toda la pinta de extranjera, que llegó antes que nosotros y aún no sé hasta qué hora habrá estado ahí, ayudaba poco.

En junio de 2006, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua firmaron el acuerdo centroamericano de libre movilidad, conocido como CA-4. Según este, los ciudadanos de estos países pueden desplazarse por tales territorios portando únicamente su documento de identidad, el bendito DPI (o sus equivalentes en las demás naciones del istmo).

El concepto no se ha entendido igual en todos los despachos.

SUSCRIBITE A NUESTRO NEWSLETTER

“Por medio de la presente, la organización (…) solicita el ingreso a Nicaragua de…” decía el papel con el que comenzó todo este periplo. No había fila, pues del lado catracho un molote de camiones complicaba el paso, y nuestro perseguidor más cercano era un autobús de ruta internacional cuyas dimensiones chocaban con las de los transportistas.

Ninguna organización solicitaba mi ingreso a Nicaragua, salvo que contemos como tal a mi familia. Aun así, en ese momento, ese papel pesaba más que mi propio documento de identidad. Y todavía más que esa hoja, la de mayor importancia era la respuesta que desde el Ministerio de Gobernación local me dieron.

Siete días antes de pisar suelo nicaragüense, tuve que pedirles permiso. Permiso para, luego de aplazar mi viaje, esperar media hora frente a una ventanilla en la que dos hombres de bigote y una mujer deliberaban sobre mi estatus (aun siendo hijo de una connacional suya). Permiso para ocupar un lugar detrás de una familia, que viajaba en un camión, en la fila exclusiva para vehículos tipo turismo de la aduana. Permiso para cruzar al otro lado y poder ver, después de varios meses, a mis parientes que nada tienen que ver en las politiquerías coloniales tan “typical Central American”.

Cuatro países que lo que tienen de bonito, también lo tienen de débiles y desunidos, y los roces internos son más dañinos que las políticas imperialistas de las que tanto habla Daniel Ortega siguiendo el manual de presidente latinoamericano de izquierdas. Dicen que la medida es para evitar el ingreso de las maras tan extendidas por el Triángulo Norte, pero pocas veces se escucha de un criminal que es detenido intentando cruzar por las rutas legales.

Cuando llenaba el formulario (que ni siquiera está destinado para la función que se le ha dado) recordaba las filas afuera de la embajada estadounidense en la zona 10 capitalina. Ciertamente no temía que no me fueran a dar el permiso, pero depender de un tipo tras un escritorio para saber si podré entrar, dentro de una semana, a otro país al que también siento como mío te hace perder el amor por los símbolos. Más si este proceso está respaldado por la bandera “Cristiana, socialista y solidaria”.

Luego de una hora en la frontera El Espino, nombre más apropiado que el que recibe en Honduras (La Fraternidad) logramos cruzar. Pero no fue, en realidad, una hora. Fue un aviso de último momento por parte de un amigo de que cruzar “el muro de Ortega” ya no es cosa de mostrar el plástico celeste; y fue un amigo porque, luego de 20 años de hacer el trayecto un par de vece al año, nadie se ha dignado a anunciárnoslo de forma oficial. Fue una semana de incertidumbre sobre si finalmente se nos concedería la visa (‘Murican Style). Fue un día de discusión con un trabajador de un call center para intentar entender la situación, y varios meses de santa ignorancia porque en la embajada nicaragüense en Guatemala no tienen “ni idea” (entre comillas porque es textual) de lo que Migración y Extranjería deciden o deshacen.

Me gustaría acompañar estas líneas con fotos de lo que sucede adentro; del despilfarro propagandístico y las obras con fachada neoclásica e interior neopaupérrimo, pero no puedo usar más que los ocho megapíxeles de mi teléfono, porque a este régimen hermético no se pueden meter cámaras profesionales.

Ante la ausencia de Castro y Chávez, parece ser que el modelo a seguir es Kim Jong-un. Mientras se puede, saco esto de Corea del Centro.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo