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Morir como imbéciles

Carmen Camey
17 de mayo, 2017

“Pesa sobre nosotros la amenaza de morir como imbéciles”, advirtió sabiamente Bernanos, refiriéndose a la trivialización de la muerte que se cierne sobre nuestra actual cultura. Muere como imbécil quien vive como tal. Y vive como imbécil quien pone todas sus aspiraciones en la exaltación de la utilidad, o en la acumulación de riquezas materiales, o en la desesperada búsqueda de aceptación social (física o digital).

La muerte del imbécil es una muerte sin sentido, vacía y trivial. Y la muerte se vacía de sentido cuando se convierte en el puro hecho físico que sobreviene a una vida como cuestión de tiempo, cuando se confunde “morir” con “fallecer”. Cuando la muerte se convierte en nada más que biología, apaga y vámonos porque hemos fallado en el propósito. Esto ocurre cuando a su vez convertimos la vida en una cuestión de supervivencia, de comer, dormir y pasar el día scrolleando en el celular. Cuando la libertad se reduce a elegir entre marcas de detergente, cuando ser libre no significa más que una gran cantidad de filtros de Instagram, cuando la vida es puro individualismo egoísta, entonces ha perdido su sentido la vida. Respecto a una vida como esa la muerte no es importante pues no trunca ningún proyecto vital. En cambio, cuando la vida se contempla como constante crecimiento, entonces la muerte se opone violentamente a la plenitud del hombre. Entonces, solo entonces, tiene sentido verdadero rechazar la violencia que causa la muerte.

Qué más da morir cuando da igual vivir. Es cínico para un país como el nuestro estar todo el tiempo hablando de la muerte y la violencia, cuando ni siquiera entendemos por qué una vida vale la pena ser vivida. Cuando quitamos el valor a la vida y la reducimos a un montón de ecuaciones económicas: producir, gastar, consumir, etc., oponerse a la violencia que causa la muerte se convierte un poco en un slogan bonito pero vacío de contenido.

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Y a su vez, cuando la muerte se trivializa se se pierde también parte del sentido de la vida. La vida se ve limitada, y eso implica que a su vez se vea definida, por la muerte. Los límites definen, dicen lo que una cosa es. Los griegos tenían dos palabras para referirse al fin, peras era el límite, lo que cierra o acaba algo, y telos es el fin, el propósito, el sentido de algo. Necesariamente el telos y el peras se interrelacionan, unen al tiempo que separan. Si la muerte es algo intrascendente y vulgar, entonces ¿qué frenos pueden ponerse a lo que la causa, a la violencia?

“Debemos ser los diseñadores y poetas de nuestra muerte”, escribió Rilke. El dolor y la muerte, los dos límites por excelencia del hombre, permiten que la vida humana se defina, concluyen el sentido de la vida. Por eso, de lo que pensemos de la muerte dependerá en gran medida cómo vivamos la vida. Una muerte que no ofrece más que oscuridad y vacío, una muerte puramente animal, ofrecerá la necesidad de una vida puramente biológica. Es desconocer al hombre -decía Aristóteles- no ofrecerle más que cosas humanas. El hombre está llamado a una plenitud mayor que la mera supervivencia. Únicamente cuando esto se reconoce se puede comprender el profundo sentido del vivir, y por lo tanto del morir. El verdadero mal, el mal radical, no es entonces morir, sino morir como imbéciles.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Morir como imbéciles

Carmen Camey
17 de mayo, 2017

“Pesa sobre nosotros la amenaza de morir como imbéciles”, advirtió sabiamente Bernanos, refiriéndose a la trivialización de la muerte que se cierne sobre nuestra actual cultura. Muere como imbécil quien vive como tal. Y vive como imbécil quien pone todas sus aspiraciones en la exaltación de la utilidad, o en la acumulación de riquezas materiales, o en la desesperada búsqueda de aceptación social (física o digital).

La muerte del imbécil es una muerte sin sentido, vacía y trivial. Y la muerte se vacía de sentido cuando se convierte en el puro hecho físico que sobreviene a una vida como cuestión de tiempo, cuando se confunde “morir” con “fallecer”. Cuando la muerte se convierte en nada más que biología, apaga y vámonos porque hemos fallado en el propósito. Esto ocurre cuando a su vez convertimos la vida en una cuestión de supervivencia, de comer, dormir y pasar el día scrolleando en el celular. Cuando la libertad se reduce a elegir entre marcas de detergente, cuando ser libre no significa más que una gran cantidad de filtros de Instagram, cuando la vida es puro individualismo egoísta, entonces ha perdido su sentido la vida. Respecto a una vida como esa la muerte no es importante pues no trunca ningún proyecto vital. En cambio, cuando la vida se contempla como constante crecimiento, entonces la muerte se opone violentamente a la plenitud del hombre. Entonces, solo entonces, tiene sentido verdadero rechazar la violencia que causa la muerte.

Qué más da morir cuando da igual vivir. Es cínico para un país como el nuestro estar todo el tiempo hablando de la muerte y la violencia, cuando ni siquiera entendemos por qué una vida vale la pena ser vivida. Cuando quitamos el valor a la vida y la reducimos a un montón de ecuaciones económicas: producir, gastar, consumir, etc., oponerse a la violencia que causa la muerte se convierte un poco en un slogan bonito pero vacío de contenido.

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Y a su vez, cuando la muerte se trivializa se se pierde también parte del sentido de la vida. La vida se ve limitada, y eso implica que a su vez se vea definida, por la muerte. Los límites definen, dicen lo que una cosa es. Los griegos tenían dos palabras para referirse al fin, peras era el límite, lo que cierra o acaba algo, y telos es el fin, el propósito, el sentido de algo. Necesariamente el telos y el peras se interrelacionan, unen al tiempo que separan. Si la muerte es algo intrascendente y vulgar, entonces ¿qué frenos pueden ponerse a lo que la causa, a la violencia?

“Debemos ser los diseñadores y poetas de nuestra muerte”, escribió Rilke. El dolor y la muerte, los dos límites por excelencia del hombre, permiten que la vida humana se defina, concluyen el sentido de la vida. Por eso, de lo que pensemos de la muerte dependerá en gran medida cómo vivamos la vida. Una muerte que no ofrece más que oscuridad y vacío, una muerte puramente animal, ofrecerá la necesidad de una vida puramente biológica. Es desconocer al hombre -decía Aristóteles- no ofrecerle más que cosas humanas. El hombre está llamado a una plenitud mayor que la mera supervivencia. Únicamente cuando esto se reconoce se puede comprender el profundo sentido del vivir, y por lo tanto del morir. El verdadero mal, el mal radical, no es entonces morir, sino morir como imbéciles.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo