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Teorizando la captura

Mario Winter
02 de octubre, 2018

Una definición teórica sobre el mal concreto del sistema guatemalteco.

La captura del Estado es un fenómeno poco teorizado. Algunas ciencias sociales han llegado cerca, pero no definen en su amplia magnitud la problemática que aqueja al Estado de Guatemala.

En Public Choice (Análisis Económico de las Decisiones Públicas), el concepto de “Teoría de la captura” hace referencia a la condición cuando un grupo de interés, que es regulado por una institución particular, emplea el cabildeo para obtener regulaciones, leyes o políticas públicas que les beneficien y les permita acceder a rentas. La idea de la “captura” se refiere entonces al control que el grupo de interés ejerce sobre el regulador.

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En ciencia política, la captura del Estado se ha concebido como una forma de corrupción a gran escala que debilita la estructura social, económica y política, puesto que distorsiona la formulación de leyes y regulaciones. La teoría diferencia la “captura” de la mera corrupción administrativa: mientras en la primera se distorsiona el mismo desarrollo normativo, legislativo y regulatorio de un Estado, se institucionaliza las prácticas corruptas y se acepta la ausencia de legalidad; en la segunda únicamente se busca obtener beneficios concretos de lo público, mediante prácticas como el soborno, la sustracción de recursos, etcétera. (https://tinyurl.com/y8vk93pb).

En la experiencia reciente de Guatemala, ha quedado evidenciado que el sistema político presenta los síntomas propios de un Estado capturado. Durante décadas la política y la función pública se ha concebido como un mecanismo para acceder a fuentes de enriquecimiento ilícito.

El origen de la captura la encontramos en la historia de un Estado débil. A lo largo del siglo XX, y contrario a los procesos evolutivos de los países en desarrollo, Guatemala fue incapaz de fortalecer sus instituciones, de establecer un sistema político dirigido a la búsqueda del bien común, o si quiera, de evitar que los intereses de búsqueda de rentas se sirviera de lo público.

El conflicto armado dejó como herencia la formación de estructuras público-privadas que tomaron control de las aduanas, de los puertos y aeropuertos, de las fronteras y migración, y de las fuerzas de seguridad, con el fin de perpetuar el control sobre los negocios ilícitos, particularmente el narcotráfico, el tráfico de armas y el contrabando.

Sin embargo, cuando una de sus ramas más visibles –la Red Moreno– fue perseguida penalmente en los años noventa, las organizaciones criminales reconocieron que debían diversificar sus negocios. Esa diversificación se patentizó en tiempos del FRG, cuando se reconoció que era más sencillo hacer del Estado un botín, que usar al Estado para legitimar negocios ilícitos.

Con el advenimiento de nuevos modelos de administración pública, en las cuales se fomentó la subsidiariedad, el Estado terminó de perfilarse como botín. La construcción de infraestructura, la proveeduría de medicamentos, la seguridad social, la emisión de documentos de identificación y la subcontratación de servicios en general, se convirtieron en las joyas de la corona del sistema. En ese contexto, los partidos políticos degeneraron en meros vehículos para acceder a la repartición del patrimonio del Estado; y las campañas adquirieron la tónica de un ciclo “inversión-rentabilidad”: acceder al botín requería financiar los esfuerzos partidarios por llegar al poder.

La institucionalización del fenómeno se materializó en el tiempo. A través de políticas que en el papel favorecían la democracia, pero que en la práctica servían los intereses de la captura. La política de descentralización –por ejemplo– es un caso paradigmático. La consolidación de un servicio civil pre-moderno, la ausencia de modelos administrativos eficientes para compras y contrataciones, el compadrazgo, el tráfico de influencias en lo político y lo judicial, son algunas manifestaciones concretas de la captura del Estado.

El efecto de este fenómeno resalta a simple vista: colapso de servicios públicos (en el 2013 atestiguamos la implosión de la red hospitalaria nacional; hoy atestiguamos el colapso de la red vial); enriquecimiento ilícito de funcionarios; y un modus vivendi para grupos importantes del país.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Teorizando la captura

Mario Winter
02 de octubre, 2018

Una definición teórica sobre el mal concreto del sistema guatemalteco.

La captura del Estado es un fenómeno poco teorizado. Algunas ciencias sociales han llegado cerca, pero no definen en su amplia magnitud la problemática que aqueja al Estado de Guatemala.

En Public Choice (Análisis Económico de las Decisiones Públicas), el concepto de “Teoría de la captura” hace referencia a la condición cuando un grupo de interés, que es regulado por una institución particular, emplea el cabildeo para obtener regulaciones, leyes o políticas públicas que les beneficien y les permita acceder a rentas. La idea de la “captura” se refiere entonces al control que el grupo de interés ejerce sobre el regulador.

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En ciencia política, la captura del Estado se ha concebido como una forma de corrupción a gran escala que debilita la estructura social, económica y política, puesto que distorsiona la formulación de leyes y regulaciones. La teoría diferencia la “captura” de la mera corrupción administrativa: mientras en la primera se distorsiona el mismo desarrollo normativo, legislativo y regulatorio de un Estado, se institucionaliza las prácticas corruptas y se acepta la ausencia de legalidad; en la segunda únicamente se busca obtener beneficios concretos de lo público, mediante prácticas como el soborno, la sustracción de recursos, etcétera. (https://tinyurl.com/y8vk93pb).

En la experiencia reciente de Guatemala, ha quedado evidenciado que el sistema político presenta los síntomas propios de un Estado capturado. Durante décadas la política y la función pública se ha concebido como un mecanismo para acceder a fuentes de enriquecimiento ilícito.

El origen de la captura la encontramos en la historia de un Estado débil. A lo largo del siglo XX, y contrario a los procesos evolutivos de los países en desarrollo, Guatemala fue incapaz de fortalecer sus instituciones, de establecer un sistema político dirigido a la búsqueda del bien común, o si quiera, de evitar que los intereses de búsqueda de rentas se sirviera de lo público.

El conflicto armado dejó como herencia la formación de estructuras público-privadas que tomaron control de las aduanas, de los puertos y aeropuertos, de las fronteras y migración, y de las fuerzas de seguridad, con el fin de perpetuar el control sobre los negocios ilícitos, particularmente el narcotráfico, el tráfico de armas y el contrabando.

Sin embargo, cuando una de sus ramas más visibles –la Red Moreno– fue perseguida penalmente en los años noventa, las organizaciones criminales reconocieron que debían diversificar sus negocios. Esa diversificación se patentizó en tiempos del FRG, cuando se reconoció que era más sencillo hacer del Estado un botín, que usar al Estado para legitimar negocios ilícitos.

Con el advenimiento de nuevos modelos de administración pública, en las cuales se fomentó la subsidiariedad, el Estado terminó de perfilarse como botín. La construcción de infraestructura, la proveeduría de medicamentos, la seguridad social, la emisión de documentos de identificación y la subcontratación de servicios en general, se convirtieron en las joyas de la corona del sistema. En ese contexto, los partidos políticos degeneraron en meros vehículos para acceder a la repartición del patrimonio del Estado; y las campañas adquirieron la tónica de un ciclo “inversión-rentabilidad”: acceder al botín requería financiar los esfuerzos partidarios por llegar al poder.

La institucionalización del fenómeno se materializó en el tiempo. A través de políticas que en el papel favorecían la democracia, pero que en la práctica servían los intereses de la captura. La política de descentralización –por ejemplo– es un caso paradigmático. La consolidación de un servicio civil pre-moderno, la ausencia de modelos administrativos eficientes para compras y contrataciones, el compadrazgo, el tráfico de influencias en lo político y lo judicial, son algunas manifestaciones concretas de la captura del Estado.

El efecto de este fenómeno resalta a simple vista: colapso de servicios públicos (en el 2013 atestiguamos la implosión de la red hospitalaria nacional; hoy atestiguamos el colapso de la red vial); enriquecimiento ilícito de funcionarios; y un modus vivendi para grupos importantes del país.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo