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La exhumación de los restos de Franco

Armando De la Torre
02 de octubre, 2019

La semana antes pasada quedó aprobado por el Parlamento español la exhumación de los restos de Francisco Franco, acción, me apresuro a decir, que no creo que provoque nada importante para la consolidación de la pujante democracia española de hoy que lo reemplazó en el poder a su muerte en 1975.

Pero es esto un evento simbólicamente decisivo para quienes como yo llegamos a la edad adulta y hasta vivimos unos años en la España bajo la férula de Francisco Franco. Pues, en retrospectiva, mi identidad cultural la creo abrumadoramente marcada por aquella Cuba vibrante y alegre de antes de Fidel Castro, la Cuba que en su momento fue el trozo de hispanidad más genuina y pujante en su sentido cultural y económico más amplio de lo que por aquella época se conocía como “la Hispanidad”. Pues los cubanos nos enorgullecíamos de nuestros ancestros hispánicos, a la cabeza de los cuales figuraban siempre los “mambises”, ya fuera con sus luces (Martí) o como con sus sombras (Machado). 

Y la Cuba que yo viví era todavía para aquellos tiempos una sociedad moderna y vanguardista, inclusive muy parecida a un anticipo en general de la genuina democracia española de estos días.  

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En lo particular, aprovecho esta ocasión para reiterar mi identidad y, al mismo tiempo, mi admiración por esa cultura atlántica europea y americana a un tiempo de la que provengo. 

Con el paso de los años, claro está, mi visión de cada una de las entidades nacionales emergidas dentro del tronco hispanoamericano ha cambiado al ritmo de ellas y me ha dejado  culturalmente muy rico aún bajo la experiencia demoledora actual del castrismo.

Por eso, en esta recolección muy íntima suelo incluir aquellos tres años de estudio de filosofía escolástica en la Universidad de Comillas, Santander, España, que me marcaron filosóficamente en aquella época, una de intensa reflexión, aunque inhibida. En su esencia, aquella España nostálgica y al mismo tiempo muy militante la interpreté entonces como la combinación híbrida más bien según los cánones hispánicamente más recalcitrantes del tradicionalismo carlista y del corporativismo fachista, de las que tampoco excluyo el republicanismo exaltado de Manuel Azaña y de Francisco Largo Caballero, ya en plena Segunda Guerra Mundial. 

Estaba yo lejos, muy lejos,  de ni siquiera vislumbrar la posibilidad de la amenaza de un exilio de por vida por el capricho de un dictador nada menos que en la tierra de mis abuelos, también la de José Martí, y de un integrante de mi generación, Fidel Castro. 

De regreso al tema original, hoy esa exhumación decretada políticamente bajo un liderazgo socialista de Pedro Sánchez sobre los restos de Francisco Franco, también me salpica y revive en mí una cierta ambivalencia cósmica sobre mi identidad ideológica. 

Pues ya he hecho de Guatemala mi hogar familiar por otro medio siglo adicional. Aunque, de todas maneras, mi interés por todo lo hispánico se mantiene en una forma mucho más acendrada que la de ayer.  

También discierno otro otoño provisorio en esta otra mi tierra adoptiva, Guatemala, durante el periodo anual real y simbólicamente de los días cada vez más cortos y de las noches cada vez más largas. Pero asímismo también las más propicias para identificar introspectivamente sus bondades y bellezas.  

Con tal marco de referencia, ahora me pregunto: ¿Acaso sigo siendo parte de un conjunto étnico que en aquellos tiempos se le quiso llamar “la Hispanidad”? Siempre acompañado de una inquietud adicional, ¿cuál ha sido simultáneamente el sino de todos mis seres queridos, ya fuera por la sangre o por la amistad? ¿Acaso sus pasos fueron idénticos a  los míos? ¿Igual sus esperanzas? ¿O será que apenas, sin darme cuenta, me he pasado subconscientemente a aquella otra “Aldea Global” que nos pronosticó Marshall MacLuhan?  

Y así, cambios, crisis de todo tipo y revoluciones han acompañado mi camino cultural y a ambos lados del Atlántico. 

Y todo, también, ha sido el efecto de los cambios trascendentales por los que ha discurrido mi existencia personal: de una esencia muy a la francesa a otra existencia más impaciente a la “americana”. 

El cambio incesante ha sido para mí casi ininterrumpidamente la palabra del día, aun cuando en su decurso también he dejado de lado ideales, lealtades, múltiples identificaciones colectivas al precio de otros valores y vivencias nuevas.

Por aquellos tiempos ya casi borrosos, Francisco Franco fue primero tenido por muchos con admiración como el General más joven de toda Europa, aplaudido en particular por sus proezas militares en el Rif marroquí. Aunque sus condiciones políticas, que yo sepa, todavía permanecían por aquel entonces tibia y alternativamente monárquicas o republicanas, según los vientos ideológicos que soplaban entre lo más conspicuo y elegante de España, de aquella España que supo albergar en su seno a un tiempo a Ortega y a Unamuno, a Antonio Machado, Azorín y Madariaga, a Picasso y a Dalí y de las eminencias emanadas de las generaciones de 1898 y de 1927.

Franco no solo fue el más joven sino también el más exitoso de los generales, tras casi tres años de una guerra civil muy emponzoñada entre las izquierdas y las derechas de la Europa de entonces.

Cuando hizo su pronunciamiento a la insurrección contra el gobierno de corte republicano y popular que acababa de quedar electo por escaso margen en las elecciones de 1936, yo en aquel entonces entendía muy poco, o simplemente ignoraba del todo, el trasfondo ideológico y sangriento de aquella Europa de Stalin y de Hitler que inclusive había logrado reemplazar la Europa de la “Belle Époque”, o aun de aquella misma España de Francisco Largo Caballero y aun del mismo Francisco Franco, según el análisis cultural que de todo ello hubo de hacer otro genio olvidado: Salvador de Madariaga. 

Todo eso fue en ocasiones el tema de conversación de sobremesa en mi hogar, que por otros múltiples factores históricos, entre ellos el asesinato de mi padre por un joven anarquista, era de inclinaciones por duplicado: el de una familia materna de clase media muy culta e intelectualmente muy inquieta y acogedora a nuevas formas de pensar, y la de una familia paterna muy católica y conservadora, laboriosa y leal en todo. 

Semejantes experiencias me han moldeado hasta el día de hoy. Por eso al enterarme de la exhumación por cálculos electoreros de los restos mortales de Francisco Franco me llueven desde las entrañas más íntimas multitud de vivencias, que en alguna forma moldearon tanto mi pensar como mi sentir.

En el fragor de tantas disputas políticas se olvida el tema más relevante: ¿Quién habrá de tener la última palabra sobre los restos mortales de un familiar? ¿Los ligados a él por sangre o el Estado? Juzgue usted.  Pero me permito recordarles la memorable inferencia histórica de un español de pura cepa perdido en la inmensidad de Norteamérica, Jorge Santayana: “Quien no conoce los errores de la historia está condenado a repetirlos”.

La exhumación de los restos de Franco

Armando De la Torre
02 de octubre, 2019

La semana antes pasada quedó aprobado por el Parlamento español la exhumación de los restos de Francisco Franco, acción, me apresuro a decir, que no creo que provoque nada importante para la consolidación de la pujante democracia española de hoy que lo reemplazó en el poder a su muerte en 1975.

Pero es esto un evento simbólicamente decisivo para quienes como yo llegamos a la edad adulta y hasta vivimos unos años en la España bajo la férula de Francisco Franco. Pues, en retrospectiva, mi identidad cultural la creo abrumadoramente marcada por aquella Cuba vibrante y alegre de antes de Fidel Castro, la Cuba que en su momento fue el trozo de hispanidad más genuina y pujante en su sentido cultural y económico más amplio de lo que por aquella época se conocía como “la Hispanidad”. Pues los cubanos nos enorgullecíamos de nuestros ancestros hispánicos, a la cabeza de los cuales figuraban siempre los “mambises”, ya fuera con sus luces (Martí) o como con sus sombras (Machado). 

Y la Cuba que yo viví era todavía para aquellos tiempos una sociedad moderna y vanguardista, inclusive muy parecida a un anticipo en general de la genuina democracia española de estos días.  

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En lo particular, aprovecho esta ocasión para reiterar mi identidad y, al mismo tiempo, mi admiración por esa cultura atlántica europea y americana a un tiempo de la que provengo. 

Con el paso de los años, claro está, mi visión de cada una de las entidades nacionales emergidas dentro del tronco hispanoamericano ha cambiado al ritmo de ellas y me ha dejado  culturalmente muy rico aún bajo la experiencia demoledora actual del castrismo.

Por eso, en esta recolección muy íntima suelo incluir aquellos tres años de estudio de filosofía escolástica en la Universidad de Comillas, Santander, España, que me marcaron filosóficamente en aquella época, una de intensa reflexión, aunque inhibida. En su esencia, aquella España nostálgica y al mismo tiempo muy militante la interpreté entonces como la combinación híbrida más bien según los cánones hispánicamente más recalcitrantes del tradicionalismo carlista y del corporativismo fachista, de las que tampoco excluyo el republicanismo exaltado de Manuel Azaña y de Francisco Largo Caballero, ya en plena Segunda Guerra Mundial. 

Estaba yo lejos, muy lejos,  de ni siquiera vislumbrar la posibilidad de la amenaza de un exilio de por vida por el capricho de un dictador nada menos que en la tierra de mis abuelos, también la de José Martí, y de un integrante de mi generación, Fidel Castro. 

De regreso al tema original, hoy esa exhumación decretada políticamente bajo un liderazgo socialista de Pedro Sánchez sobre los restos de Francisco Franco, también me salpica y revive en mí una cierta ambivalencia cósmica sobre mi identidad ideológica. 

Pues ya he hecho de Guatemala mi hogar familiar por otro medio siglo adicional. Aunque, de todas maneras, mi interés por todo lo hispánico se mantiene en una forma mucho más acendrada que la de ayer.  

También discierno otro otoño provisorio en esta otra mi tierra adoptiva, Guatemala, durante el periodo anual real y simbólicamente de los días cada vez más cortos y de las noches cada vez más largas. Pero asímismo también las más propicias para identificar introspectivamente sus bondades y bellezas.  

Con tal marco de referencia, ahora me pregunto: ¿Acaso sigo siendo parte de un conjunto étnico que en aquellos tiempos se le quiso llamar “la Hispanidad”? Siempre acompañado de una inquietud adicional, ¿cuál ha sido simultáneamente el sino de todos mis seres queridos, ya fuera por la sangre o por la amistad? ¿Acaso sus pasos fueron idénticos a  los míos? ¿Igual sus esperanzas? ¿O será que apenas, sin darme cuenta, me he pasado subconscientemente a aquella otra “Aldea Global” que nos pronosticó Marshall MacLuhan?  

Y así, cambios, crisis de todo tipo y revoluciones han acompañado mi camino cultural y a ambos lados del Atlántico. 

Y todo, también, ha sido el efecto de los cambios trascendentales por los que ha discurrido mi existencia personal: de una esencia muy a la francesa a otra existencia más impaciente a la “americana”. 

El cambio incesante ha sido para mí casi ininterrumpidamente la palabra del día, aun cuando en su decurso también he dejado de lado ideales, lealtades, múltiples identificaciones colectivas al precio de otros valores y vivencias nuevas.

Por aquellos tiempos ya casi borrosos, Francisco Franco fue primero tenido por muchos con admiración como el General más joven de toda Europa, aplaudido en particular por sus proezas militares en el Rif marroquí. Aunque sus condiciones políticas, que yo sepa, todavía permanecían por aquel entonces tibia y alternativamente monárquicas o republicanas, según los vientos ideológicos que soplaban entre lo más conspicuo y elegante de España, de aquella España que supo albergar en su seno a un tiempo a Ortega y a Unamuno, a Antonio Machado, Azorín y Madariaga, a Picasso y a Dalí y de las eminencias emanadas de las generaciones de 1898 y de 1927.

Franco no solo fue el más joven sino también el más exitoso de los generales, tras casi tres años de una guerra civil muy emponzoñada entre las izquierdas y las derechas de la Europa de entonces.

Cuando hizo su pronunciamiento a la insurrección contra el gobierno de corte republicano y popular que acababa de quedar electo por escaso margen en las elecciones de 1936, yo en aquel entonces entendía muy poco, o simplemente ignoraba del todo, el trasfondo ideológico y sangriento de aquella Europa de Stalin y de Hitler que inclusive había logrado reemplazar la Europa de la “Belle Époque”, o aun de aquella misma España de Francisco Largo Caballero y aun del mismo Francisco Franco, según el análisis cultural que de todo ello hubo de hacer otro genio olvidado: Salvador de Madariaga. 

Todo eso fue en ocasiones el tema de conversación de sobremesa en mi hogar, que por otros múltiples factores históricos, entre ellos el asesinato de mi padre por un joven anarquista, era de inclinaciones por duplicado: el de una familia materna de clase media muy culta e intelectualmente muy inquieta y acogedora a nuevas formas de pensar, y la de una familia paterna muy católica y conservadora, laboriosa y leal en todo. 

Semejantes experiencias me han moldeado hasta el día de hoy. Por eso al enterarme de la exhumación por cálculos electoreros de los restos mortales de Francisco Franco me llueven desde las entrañas más íntimas multitud de vivencias, que en alguna forma moldearon tanto mi pensar como mi sentir.

En el fragor de tantas disputas políticas se olvida el tema más relevante: ¿Quién habrá de tener la última palabra sobre los restos mortales de un familiar? ¿Los ligados a él por sangre o el Estado? Juzgue usted.  Pero me permito recordarles la memorable inferencia histórica de un español de pura cepa perdido en la inmensidad de Norteamérica, Jorge Santayana: “Quien no conoce los errores de la historia está condenado a repetirlos”.