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El virus y la obsesión por la igualdad

Armando De la Torre
20 de marzo, 2020

Como Bocaccio en aquellos días truculentos de la peste bubónica (1348-1353), me he retirado a mi hogar mentalmente a la espera del fin del coronavirus o de mí mismo, y por eso me resigno ahora a tan solo contemplar el devenir de los tiempos. Al fin y al cabo, ahora tengo la edad más apropiada para igualarme definitivamente a todos aquellos que me han precedido camino al cementerio.  

Y asímismo, también he podido constatar que mientras vivimos lo diferente y sorpresivo nos puede caer muy mal, sobre todo si demuestra ser muy superiores a nuestras fuerzas y a nuestra capacidad de entender. Así, por ejemplo, me explico hoy esa postura suicida del candidato demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos, Bernie Sanders, precisamente durante estos días del coronavirus que nos podría, eso sí, igualar a todos con o sin nuestro consentimiento.  

Por otra parte, lo igual nos resulta más apetecible si podemos numéricamente reducirlo todo a tan solo sumar o restar. A fin de cuentas, además, es mucho más cómodo. Pues no habría esfuerzo mental que nos requiera ni tampoco nota musical que habríamos de armonizar con otras diferentes. Pues lo igual no nos obliga a pensar pero lo excepcional y diferente sí nos lo conmina.  

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Perdóneme, apreciado lector, por tanto galimatía de índole más o menos filosófica, pero ese virus venido de la China ya me tiene mentalmente agotado.  

Para mí, toda vida ha de ser necesariamente desigual a todas las demás. La única igualdad con la que hasta ahora me he conformado forzosamente es la del cementerio. Por lo tanto, como Rubén Darío percibo todo vivir consciente como intrínsecamente desigual y por lo mismo siempre me ha asqueado toda pretensión a igualarnos a todos por un mismo rasero, como si fuéramos parte de una colmena o, peor aún, un ejemplar más de nuestro contemporáneo coronavirus.  

Y así, creo que hemos de luchar en favor de nuestras desigualdades, no en su contra, pues ninguna vida humana es exactamente igual a las demás. Solo ante la ley habríamos de ser iguales todos para que podamos ser desiguales en todo el resto. Ahí se agazapa la unicidad de cada uno de nosotros. 

A lo largo de los milenios y gracias a nuestras capacidades muy individuales y diferentes de reaccionar ante lo que nos sobrevenga, de construir o deshacer, de recrear o de aniquilar, nos hemos vuelto cada vez más diferentes o aun desiguales entre nosotros mismos, aunque vistamos de un mismo estilo o nos movamos erectos más o menos por igual. Lo cual, dado la naturaleza agresiva de todo ser animal –lo que nunca lo hemos dejado de ser–, se ha visto traducido a lo largo de los milenios en magníficas conquistas civilizatorias de la ciencia o del Arte, o en ruinosas catástrofes bélicas de las que todavía aprendemos poco a poco a defendernos. 

De ahí que nos hayamos paradójicamente vuelto cada vez más desiguales y cada vez más jurídicamente iguales entre todos nosotros.

Porque la realidad se nos puede antojar uniformemente lo ideal o, en cambio, lo ideal lo podemos plasmar de múltiples formas variadas a lo real. 

Pero dejemos por un momento tanto filosofar. La historia humana se ha reducido durante milenios a una lucha incesante contra lo que creemos injusto o, viceversa, en favor de lo que creemos haber merecido. Y todo esto para reconocernos todos y cada uno de nosotros como iguales solamente en nuestros derechos fundamentales a la vida, a la libertad o a la propiedad.

Ludwig Feuerbach encerró todo lo ocurrido hasta ahora en lo que calificó “sollozos de la humanidad”. Inmanuel Kant, a su turno, había definido también todo lo humano como meramente “apariencia” de lo verdaderamente real aunque incognoscible. Pero el cristianismo, sin embargo, ya nos había identificado como espíritus a la imagen y semejanza de nuestro Hacedor pero encarnados, es decir, hechos nervios y neuronas, o como tantas otras manifestaciones corpóreas de la energía creadora de Dios. 

Con la connotación sobreentendida de que también nosotros a nuestro turno podemos “crear o destruir”, aunque no de la nada. 

Y así veo desfilar hoy todo el decurso de nuestra historia humana, cual una paulatina evolución de lo más atrayente aunque también de lo más repugnante de nuestra condición, es decir, de la gracia y del pecado. 

Y de tal manera, nuestro culto contemporáneo a la igualdad de todos y con todos ha brotado de una mezcla humanamente única de lágrimas y sonrisas, de bondades y maldades, de lo igual y desigual, y no de una uniformidad que hemos fabricado en abstracto. 

Creo, en resumen, por todo eso, que lo risueño acabará por imponerse un día sobre lo amargo, y solo por un acto de fe, no por una conclusión de un silogismo científico. 

Eso también hace parte de lo que hemos entendido hasta ahora como la esencia del Cristianismo: una muerte en la cruz y otra nueva vida en la resurrección.

Y en ese espíritu, les deseo una serena y recogida Semana Santa, como parece haberla sentido Bocaccio al final de sus días tras aquella catástrofe sin precedentes de la peste bubónica en su tiempo. 

Es más, esa tremenda catástrofe alimentó la creatividad artística de los pueblos afectados por ella, como lo personificaron los hermanos Grimm en su flautista de Hamelin o Bocaccio en el Decamerón o las variadas “Danzas macabras” de Camille Saint-Saëns y Franz Lisz.

¿Qué estimulará a su turno este mortífero virus de hoy en la imaginación, en la poesía, en los creadores del arte del futuro? 

Bueno, las obras posibles del genio humano libre ante el sufrimiento inesperado de cada cual tampoco han sido, ni lo serán jamás, predecibles… Porque, reitero, somos libres, no autómatas uniformes. 


El virus y la obsesión por la igualdad

Armando De la Torre
20 de marzo, 2020

Como Bocaccio en aquellos días truculentos de la peste bubónica (1348-1353), me he retirado a mi hogar mentalmente a la espera del fin del coronavirus o de mí mismo, y por eso me resigno ahora a tan solo contemplar el devenir de los tiempos. Al fin y al cabo, ahora tengo la edad más apropiada para igualarme definitivamente a todos aquellos que me han precedido camino al cementerio.  

Y asímismo, también he podido constatar que mientras vivimos lo diferente y sorpresivo nos puede caer muy mal, sobre todo si demuestra ser muy superiores a nuestras fuerzas y a nuestra capacidad de entender. Así, por ejemplo, me explico hoy esa postura suicida del candidato demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos, Bernie Sanders, precisamente durante estos días del coronavirus que nos podría, eso sí, igualar a todos con o sin nuestro consentimiento.  

Por otra parte, lo igual nos resulta más apetecible si podemos numéricamente reducirlo todo a tan solo sumar o restar. A fin de cuentas, además, es mucho más cómodo. Pues no habría esfuerzo mental que nos requiera ni tampoco nota musical que habríamos de armonizar con otras diferentes. Pues lo igual no nos obliga a pensar pero lo excepcional y diferente sí nos lo conmina.  

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Perdóneme, apreciado lector, por tanto galimatía de índole más o menos filosófica, pero ese virus venido de la China ya me tiene mentalmente agotado.  

Para mí, toda vida ha de ser necesariamente desigual a todas las demás. La única igualdad con la que hasta ahora me he conformado forzosamente es la del cementerio. Por lo tanto, como Rubén Darío percibo todo vivir consciente como intrínsecamente desigual y por lo mismo siempre me ha asqueado toda pretensión a igualarnos a todos por un mismo rasero, como si fuéramos parte de una colmena o, peor aún, un ejemplar más de nuestro contemporáneo coronavirus.  

Y así, creo que hemos de luchar en favor de nuestras desigualdades, no en su contra, pues ninguna vida humana es exactamente igual a las demás. Solo ante la ley habríamos de ser iguales todos para que podamos ser desiguales en todo el resto. Ahí se agazapa la unicidad de cada uno de nosotros. 

A lo largo de los milenios y gracias a nuestras capacidades muy individuales y diferentes de reaccionar ante lo que nos sobrevenga, de construir o deshacer, de recrear o de aniquilar, nos hemos vuelto cada vez más diferentes o aun desiguales entre nosotros mismos, aunque vistamos de un mismo estilo o nos movamos erectos más o menos por igual. Lo cual, dado la naturaleza agresiva de todo ser animal –lo que nunca lo hemos dejado de ser–, se ha visto traducido a lo largo de los milenios en magníficas conquistas civilizatorias de la ciencia o del Arte, o en ruinosas catástrofes bélicas de las que todavía aprendemos poco a poco a defendernos. 

De ahí que nos hayamos paradójicamente vuelto cada vez más desiguales y cada vez más jurídicamente iguales entre todos nosotros.

Porque la realidad se nos puede antojar uniformemente lo ideal o, en cambio, lo ideal lo podemos plasmar de múltiples formas variadas a lo real. 

Pero dejemos por un momento tanto filosofar. La historia humana se ha reducido durante milenios a una lucha incesante contra lo que creemos injusto o, viceversa, en favor de lo que creemos haber merecido. Y todo esto para reconocernos todos y cada uno de nosotros como iguales solamente en nuestros derechos fundamentales a la vida, a la libertad o a la propiedad.

Ludwig Feuerbach encerró todo lo ocurrido hasta ahora en lo que calificó “sollozos de la humanidad”. Inmanuel Kant, a su turno, había definido también todo lo humano como meramente “apariencia” de lo verdaderamente real aunque incognoscible. Pero el cristianismo, sin embargo, ya nos había identificado como espíritus a la imagen y semejanza de nuestro Hacedor pero encarnados, es decir, hechos nervios y neuronas, o como tantas otras manifestaciones corpóreas de la energía creadora de Dios. 

Con la connotación sobreentendida de que también nosotros a nuestro turno podemos “crear o destruir”, aunque no de la nada. 

Y así veo desfilar hoy todo el decurso de nuestra historia humana, cual una paulatina evolución de lo más atrayente aunque también de lo más repugnante de nuestra condición, es decir, de la gracia y del pecado. 

Y de tal manera, nuestro culto contemporáneo a la igualdad de todos y con todos ha brotado de una mezcla humanamente única de lágrimas y sonrisas, de bondades y maldades, de lo igual y desigual, y no de una uniformidad que hemos fabricado en abstracto. 

Creo, en resumen, por todo eso, que lo risueño acabará por imponerse un día sobre lo amargo, y solo por un acto de fe, no por una conclusión de un silogismo científico. 

Eso también hace parte de lo que hemos entendido hasta ahora como la esencia del Cristianismo: una muerte en la cruz y otra nueva vida en la resurrección.

Y en ese espíritu, les deseo una serena y recogida Semana Santa, como parece haberla sentido Bocaccio al final de sus días tras aquella catástrofe sin precedentes de la peste bubónica en su tiempo. 

Es más, esa tremenda catástrofe alimentó la creatividad artística de los pueblos afectados por ella, como lo personificaron los hermanos Grimm en su flautista de Hamelin o Bocaccio en el Decamerón o las variadas “Danzas macabras” de Camille Saint-Saëns y Franz Lisz.

¿Qué estimulará a su turno este mortífero virus de hoy en la imaginación, en la poesía, en los creadores del arte del futuro? 

Bueno, las obras posibles del genio humano libre ante el sufrimiento inesperado de cada cual tampoco han sido, ni lo serán jamás, predecibles… Porque, reitero, somos libres, no autómatas uniformes.