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El muy difícil y complicado ideal de la justicia

Armando De la Torre
04 de marzo, 2020

La justicia como el amor, nos plantean obligaciones morales en muchos casos irresolubles.

Querer actuar de acuerdo a nuestra percepción de la justicia es la fuente de todos nuestros dilemas éticos.

Por eso siempre me ha inquietado tanto la superficialidad con la que en el mundo académico y fuera de él tratamos ese valor.  

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Para mí, todo esto también un síntoma de decadencia moral de la entera sociedad que lo tolera.  

Y todo esto me viene a la mente una y otra vez cuando veo la facilidad profesional con la que jueces y fiscales también recurren a ese fenómeno repugnante que conocemos bajo el término de “extorsión”, que hoy es de uso común hasta por los analfabetas de nuestras áreas marginales.   

La “extorsión” es una práctica criminal que en cuanto tal, juristas y legos, jugamos superficial e irresponsablemente. 

La “extorsión” la define el diccionario de la Real Academia de la Lengua como un delito en la jurisprudencia penal que: “consiste en obligar a otro con violencia o intimidación y ánimo de lucro a realizar u omitir un acto o negocio jurídico en perjuicio propio o de terceros.”

Para mí esa práctica de la “extorsión” siempre sobre todo en el área jurídica implica la negación absoluta de toda justicia posible. Y precisamente esa ha sido el principal ingrediente que nos legó criminalmente la CICIG. 

Este recurso a la amenaza o a la violencia importada a Guatemala principalmente por los más experimentados extorsionistas de toda nuestra América, o sea, los carteles criminales de Colombia, es el remanente siempre vivo de la presencia oprobiosa de la CICIG entre nosotros durante doce largos, larguísimos años. 

Todavía la “extorsión” en múltiples formas asoma en la reiterada negación de la presunción de la inocencia de todo encausado, práctica repugnante de la que muy lamentablemente se vale aún el Ministerio Público tras las lecciones que nos heredó Iván Velázquez.

Como ejemplos muy lamentables se puede mencionar todavía hoy los casos del licenciado Moisés Galindo, preso por años sin haber sido jamás llevado ante juez competente o el coronel Francisco Gordillo, militar de conducta personal intachable o de tantos otros guatemaltecos inocentes caídos en las trampas del Ministerio Público que hoy inútilmente trata de mejorar la doctora Consuelo Porras.

Y los casos de menor relevancia se multiplican al paso de los años.

Es la misma herramienta de la que en Suiza se han valido los conspiradores que le han privado de su libertad al inocente (pero por ellos gratuitamente calificado como criminal peligroso) Erwin Sperissen, según la trama urdida desde Guatemala por los amigos y cómplices de Claudia Paz y Paz.

La “extorsión” es una maniobra inculpadora de inocentes de muy antiquísima data. Todos los tiranos más execrables, de Calígula a Fidel Castro, se han valido de ella de múltiples formas diferentes pero siempre con la misma intención: encadenar al inocente, como tantas veces ocurrió durante el periodo del Terror de la Revolución Francesa. 

Aunque la citada encargada hoy del Ministerio Público parece no reparar en los frecuentes daños de su práctica generalizada, incluso también por abogados al servicio del crimen.

El flagelo de la “extorsión” ha descendido entre nosotros a niveles deshumanizantes entre los pequeños y medianos comerciantes o entre las masas depauperadas de nuestras ciudades, con un fin que les es común a todos los extorsionistas: exprimirles hasta el último centavo de las ganancias fruto de su honrado trabajo.

Es repugnante porque se ceba en los más desprotegidos e inermes pobladores tanto en el área urbana como en la rural.

Los extorsionistas son los más despreciables entre los peores delincuentes, pues apelan a una brutal y descarada manipulación de los más débiles e inocentes. El extorsionado no dispone de un anuncio público pero si el extorsionador.

Es, en fin, un descarado y maligno abuso del poder.

Pero, ¿por qué hemos de ser testigos o peor aún, víctimas muchas veces anónimas de tal atropello? 

En último término, por la ausencia culpable de la más insignificante prueba de nuestra vergonzosa ausencia de solidaridad para con el que sufre injustamente todo abuso de poder legal o ilegal.

 Para mí, el ejemplo más despreciable del odio del hombre contra otro hombre es ese fenómeno rampante que identificamos como la “extorsión”.

Y que puede estar al alcance de cualquiera sin los criterios éticos que abrían de validar moralmente todas nuestras acciones libres.

Es, encima, una cobardía vergonzosa al nivel de cuanto Judas se esconde en nuestro tráfico diario. Connota una esclavitud habitualmente escondida, un abuso execrable de cualquier poder de un hombre sobre los demás de su mismo estrato social. Pero, ¿por qué la toleramos a niveles cada vez más frecuentes? Por nuestra indiferencia hacia los gemidos de tantos atribulados.

San Pedro Claver, en la Cartagena de Indias, pasó a la historia como el defensor abnegado de los esclavos. Desgraciadamente, todavía no hemos conocido un paralelo suyo en el campo de los esclavizados por la “extorsión”.

Es un triste epitafio sobre las tumbas de quienes somos testigos de extorsiones, también por los órganos del Estado, y callamos cobardemente. 

Así conceptúo también los acuerdos mal llamados de paz. Una “extorsión” mayúscula que hemos tolerado por décadas, la mejor prueba de la ausencia de un verdadero Estado de Derecho entre nosotros. 

Castro fue extorsionista número uno; Chávez y Maduro sus despreciables émulos. También Ortega y todos los hipócritas que aceptan el despojo de los inocentes por los extorsionistas de siempre: los funcionarios armados hasta los dientes al servicio de cualquier dictador. 

A la práctica de la “extorsión” solo se la puede contener una sociedad bien educada sobre la preeminencia de los derechos de toda persona humana, sin excluir en absoluto a los pueblos víctimas de la “extorsión” colectiva, como bien lo documentara Edmund Dene respecto al régimen colonial belga en el Congo, y al que Mario Vargas Llosa aludió en su elocuente obra “El sueños del celta” (2010).

No somos santos pero tampoco malvados incorregibles que nos ensañamos con otros pueblos militar y económicamente más débiles. 

Y toda esa historia quedó plasmada en el holocausto de los judíos bajo el régimen de terror de los nazis. 

Quizá alguno objete a lo por mí dicho aquí como una exageración. Lamentablemente también la realidad humana exagera. 


El muy difícil y complicado ideal de la justicia

Armando De la Torre
04 de marzo, 2020

La justicia como el amor, nos plantean obligaciones morales en muchos casos irresolubles.

Querer actuar de acuerdo a nuestra percepción de la justicia es la fuente de todos nuestros dilemas éticos.

Por eso siempre me ha inquietado tanto la superficialidad con la que en el mundo académico y fuera de él tratamos ese valor.  

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Para mí, todo esto también un síntoma de decadencia moral de la entera sociedad que lo tolera.  

Y todo esto me viene a la mente una y otra vez cuando veo la facilidad profesional con la que jueces y fiscales también recurren a ese fenómeno repugnante que conocemos bajo el término de “extorsión”, que hoy es de uso común hasta por los analfabetas de nuestras áreas marginales.   

La “extorsión” es una práctica criminal que en cuanto tal, juristas y legos, jugamos superficial e irresponsablemente. 

La “extorsión” la define el diccionario de la Real Academia de la Lengua como un delito en la jurisprudencia penal que: “consiste en obligar a otro con violencia o intimidación y ánimo de lucro a realizar u omitir un acto o negocio jurídico en perjuicio propio o de terceros.”

Para mí esa práctica de la “extorsión” siempre sobre todo en el área jurídica implica la negación absoluta de toda justicia posible. Y precisamente esa ha sido el principal ingrediente que nos legó criminalmente la CICIG. 

Este recurso a la amenaza o a la violencia importada a Guatemala principalmente por los más experimentados extorsionistas de toda nuestra América, o sea, los carteles criminales de Colombia, es el remanente siempre vivo de la presencia oprobiosa de la CICIG entre nosotros durante doce largos, larguísimos años. 

Todavía la “extorsión” en múltiples formas asoma en la reiterada negación de la presunción de la inocencia de todo encausado, práctica repugnante de la que muy lamentablemente se vale aún el Ministerio Público tras las lecciones que nos heredó Iván Velázquez.

Como ejemplos muy lamentables se puede mencionar todavía hoy los casos del licenciado Moisés Galindo, preso por años sin haber sido jamás llevado ante juez competente o el coronel Francisco Gordillo, militar de conducta personal intachable o de tantos otros guatemaltecos inocentes caídos en las trampas del Ministerio Público que hoy inútilmente trata de mejorar la doctora Consuelo Porras.

Y los casos de menor relevancia se multiplican al paso de los años.

Es la misma herramienta de la que en Suiza se han valido los conspiradores que le han privado de su libertad al inocente (pero por ellos gratuitamente calificado como criminal peligroso) Erwin Sperissen, según la trama urdida desde Guatemala por los amigos y cómplices de Claudia Paz y Paz.

La “extorsión” es una maniobra inculpadora de inocentes de muy antiquísima data. Todos los tiranos más execrables, de Calígula a Fidel Castro, se han valido de ella de múltiples formas diferentes pero siempre con la misma intención: encadenar al inocente, como tantas veces ocurrió durante el periodo del Terror de la Revolución Francesa. 

Aunque la citada encargada hoy del Ministerio Público parece no reparar en los frecuentes daños de su práctica generalizada, incluso también por abogados al servicio del crimen.

El flagelo de la “extorsión” ha descendido entre nosotros a niveles deshumanizantes entre los pequeños y medianos comerciantes o entre las masas depauperadas de nuestras ciudades, con un fin que les es común a todos los extorsionistas: exprimirles hasta el último centavo de las ganancias fruto de su honrado trabajo.

Es repugnante porque se ceba en los más desprotegidos e inermes pobladores tanto en el área urbana como en la rural.

Los extorsionistas son los más despreciables entre los peores delincuentes, pues apelan a una brutal y descarada manipulación de los más débiles e inocentes. El extorsionado no dispone de un anuncio público pero si el extorsionador.

Es, en fin, un descarado y maligno abuso del poder.

Pero, ¿por qué hemos de ser testigos o peor aún, víctimas muchas veces anónimas de tal atropello? 

En último término, por la ausencia culpable de la más insignificante prueba de nuestra vergonzosa ausencia de solidaridad para con el que sufre injustamente todo abuso de poder legal o ilegal.

 Para mí, el ejemplo más despreciable del odio del hombre contra otro hombre es ese fenómeno rampante que identificamos como la “extorsión”.

Y que puede estar al alcance de cualquiera sin los criterios éticos que abrían de validar moralmente todas nuestras acciones libres.

Es, encima, una cobardía vergonzosa al nivel de cuanto Judas se esconde en nuestro tráfico diario. Connota una esclavitud habitualmente escondida, un abuso execrable de cualquier poder de un hombre sobre los demás de su mismo estrato social. Pero, ¿por qué la toleramos a niveles cada vez más frecuentes? Por nuestra indiferencia hacia los gemidos de tantos atribulados.

San Pedro Claver, en la Cartagena de Indias, pasó a la historia como el defensor abnegado de los esclavos. Desgraciadamente, todavía no hemos conocido un paralelo suyo en el campo de los esclavizados por la “extorsión”.

Es un triste epitafio sobre las tumbas de quienes somos testigos de extorsiones, también por los órganos del Estado, y callamos cobardemente. 

Así conceptúo también los acuerdos mal llamados de paz. Una “extorsión” mayúscula que hemos tolerado por décadas, la mejor prueba de la ausencia de un verdadero Estado de Derecho entre nosotros. 

Castro fue extorsionista número uno; Chávez y Maduro sus despreciables émulos. También Ortega y todos los hipócritas que aceptan el despojo de los inocentes por los extorsionistas de siempre: los funcionarios armados hasta los dientes al servicio de cualquier dictador. 

A la práctica de la “extorsión” solo se la puede contener una sociedad bien educada sobre la preeminencia de los derechos de toda persona humana, sin excluir en absoluto a los pueblos víctimas de la “extorsión” colectiva, como bien lo documentara Edmund Dene respecto al régimen colonial belga en el Congo, y al que Mario Vargas Llosa aludió en su elocuente obra “El sueños del celta” (2010).

No somos santos pero tampoco malvados incorregibles que nos ensañamos con otros pueblos militar y económicamente más débiles. 

Y toda esa historia quedó plasmada en el holocausto de los judíos bajo el régimen de terror de los nazis. 

Quizá alguno objete a lo por mí dicho aquí como una exageración. Lamentablemente también la realidad humana exagera.