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La libertad de vacunarse

Alejandro Palmieri
22 de julio, 2021

El ser humano, probablemente desde las cavernas -o desde el jardín del edén, dependiendo de qué historia fundacional suscriba mi lector- ha hecho intentos por homogenizar el pensamiento y/o conducta de los individuos.  Así, los clanes y tribus han exigido determinada conducta para que sus miembros puedan ser de ese grupo y, otros clanes y tribus, otras conductas que generalmente en esos ejemplos se trataba de determinada vestimenta y ornamentos corporales como pintura en el cuerpo, adornos en cuello, nariz u orejas y, de esa forma, diferenciarse de los demás.  

El espíritu gregario de la humanidad es innegable, pero también lo es su individualidad y la lucha entre colectivismo e individualismo, a mi juicio, es la más añeja división que hay.  Olvidémonos de occidentales versus orientales, derecha contra izquierda (que, por cierto, la primera es una corriente de pensamiento principalmente individualista y la segunda, colectivista) o de chairos y fachos, para usar términos de las redes sociales actuales.  La dicotomía entre la individualidad de los miembros de un grupo, versus su participación o membrecía a un grupo (o de un grupo versus otro) ha sido la causa de la mayor cantidad de conflictos a lo lago de la historia; basta ver las guerras santas para darse un quemón.  

Siempre ha existido y mientras haya género humano, existirá.  

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Por estos días, uno de los principales motivos de conflicto -gracias a Dios, ya no salvaje, aunque si violento- es el que a raíz del virus del SARS Covid-19 se ha desatado, particularmente en cuanto a la aplicación de “la vacuna” (aunque se trata de varias distintas) y la decisión de aplicársela.  

Como desde tiempos prehistóricos, el colectivo (en el caso actual, el Estado) viéndose incapaz de proveer una mejor alternativa, ha decidido, alrededor del mundo, hacer que sus ciudadanos se vacunen, por su bien, pero sobre todo por el bien común.  La narrativa predominante se puede sintetizar en algo así: la vacuna, cualquiera que sea su tecnología, provee una fuente de inmunidad contra el virus; en tanto más individuos estén inmunizados, existirá menos riesgo de muerte.  Ya el menor riesgo de contagio está en duda, pues han surgido nuevas variantes que son más virulentas -valga el pleonasmo- y “la vacuna” no protege al 100%. 

El interés colectivo no necesariamente es contrario al individual; ni el colectivo quiere que sus números disminuyan, ni los individuos quieren infectarse y morir.  Hasta ahí todo bien, pero cuando el colectivo -el Estado- intenta ejercer un poder sobre el individuo que este último no le ha otorgado (i.e. obligar a vacunarse o limitar la interacción social de los no vacunados) entonces la cosa se complica.  Los gobiernos de Francia y del Reino Unido han dicho que limitarán el acceso a establecimientos abiertos al público a personas no vacunadas o que demuestren que no están contagiadas, así como a medios colectivos de transporte y dependencias públicas. Sin caer a teorías de conspiración, es fácil ver cómo tales determinaciones atentan contra el derecho individual.  Algo que parece no encajar, es que los vacunados deban temer del posible contagio por parte de los no vacunados; la lógica de eso resulta elusiva, pero eso importa poco para el poder estatal que se ve rebasado por algo que no puede erradicar y prefiere una solución one size fits all

Uno pensaría que los ímpetus estatales de aplicar tratamientos médicos obligatorios a sus ciudadanos sería cosa del pasado; con los muchos ejemplos de abusos y terribles consecuencias negativas a lo largo del siglo pasado (y luego de declaraciones multilaterales en ese sentido). Qué si no.  Hoy vemos como el regreso al colectivismo por sobre la libertad individual campea y amenaza.  No importa si se trata de gobiernos socialistas o fascistas, ambos corrientes colectivistas son igual de perniciosas.  Basta darse cuenta de que Johnson en el Reino Unido y Macron en Francia no son de partidos de izquierda, por si eso se les escapaba.

Más allá de la falsa discusión entre salud versus economía, lo que tenemos hoy es una discusión entre colectivismo e individualismo.  Se menciona mucho por estos días la muletilla de que “el interés general prevalece sobre el particular” pero justo después de esa frase yo digo que “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”.

Para usar una tercera en discordia, les propongo esta del gran Benjamin Franklin: “Quien renuncia a su libertad por seguridad, no merece ni libertad ni seguridad”.  

Titulé este escrito: La libertad de vacunarse y no, La libertad a vacunarse, porque hasta ahora, el gobierno de Guatemala no ha proveído suficientes vacunas para que esa pueda ser una decisión individual y eso es execrable.  Qué triste ineficiencia e incompetencia.  Debe mejorar mucho y pronto.

La decisión de vacunarse contra el SARS Covid-19 o contra cualquier otro mal para el que haya vacuna debe ser individual.  Ningún Estado que se considere moderno y/o liberal puede obligar a sus ciudadanos a hacerlo, como tampoco a imponer limitaciones al legítimo ejercicio de sus derechos fundamentales.  

Quien crea que sí, es un borrego o, peor tantito, un déspota de closet.  

La libertad de vacunarse

Alejandro Palmieri
22 de julio, 2021

El ser humano, probablemente desde las cavernas -o desde el jardín del edén, dependiendo de qué historia fundacional suscriba mi lector- ha hecho intentos por homogenizar el pensamiento y/o conducta de los individuos.  Así, los clanes y tribus han exigido determinada conducta para que sus miembros puedan ser de ese grupo y, otros clanes y tribus, otras conductas que generalmente en esos ejemplos se trataba de determinada vestimenta y ornamentos corporales como pintura en el cuerpo, adornos en cuello, nariz u orejas y, de esa forma, diferenciarse de los demás.  

El espíritu gregario de la humanidad es innegable, pero también lo es su individualidad y la lucha entre colectivismo e individualismo, a mi juicio, es la más añeja división que hay.  Olvidémonos de occidentales versus orientales, derecha contra izquierda (que, por cierto, la primera es una corriente de pensamiento principalmente individualista y la segunda, colectivista) o de chairos y fachos, para usar términos de las redes sociales actuales.  La dicotomía entre la individualidad de los miembros de un grupo, versus su participación o membrecía a un grupo (o de un grupo versus otro) ha sido la causa de la mayor cantidad de conflictos a lo lago de la historia; basta ver las guerras santas para darse un quemón.  

Siempre ha existido y mientras haya género humano, existirá.  

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Por estos días, uno de los principales motivos de conflicto -gracias a Dios, ya no salvaje, aunque si violento- es el que a raíz del virus del SARS Covid-19 se ha desatado, particularmente en cuanto a la aplicación de “la vacuna” (aunque se trata de varias distintas) y la decisión de aplicársela.  

Como desde tiempos prehistóricos, el colectivo (en el caso actual, el Estado) viéndose incapaz de proveer una mejor alternativa, ha decidido, alrededor del mundo, hacer que sus ciudadanos se vacunen, por su bien, pero sobre todo por el bien común.  La narrativa predominante se puede sintetizar en algo así: la vacuna, cualquiera que sea su tecnología, provee una fuente de inmunidad contra el virus; en tanto más individuos estén inmunizados, existirá menos riesgo de muerte.  Ya el menor riesgo de contagio está en duda, pues han surgido nuevas variantes que son más virulentas -valga el pleonasmo- y “la vacuna” no protege al 100%. 

El interés colectivo no necesariamente es contrario al individual; ni el colectivo quiere que sus números disminuyan, ni los individuos quieren infectarse y morir.  Hasta ahí todo bien, pero cuando el colectivo -el Estado- intenta ejercer un poder sobre el individuo que este último no le ha otorgado (i.e. obligar a vacunarse o limitar la interacción social de los no vacunados) entonces la cosa se complica.  Los gobiernos de Francia y del Reino Unido han dicho que limitarán el acceso a establecimientos abiertos al público a personas no vacunadas o que demuestren que no están contagiadas, así como a medios colectivos de transporte y dependencias públicas. Sin caer a teorías de conspiración, es fácil ver cómo tales determinaciones atentan contra el derecho individual.  Algo que parece no encajar, es que los vacunados deban temer del posible contagio por parte de los no vacunados; la lógica de eso resulta elusiva, pero eso importa poco para el poder estatal que se ve rebasado por algo que no puede erradicar y prefiere una solución one size fits all

Uno pensaría que los ímpetus estatales de aplicar tratamientos médicos obligatorios a sus ciudadanos sería cosa del pasado; con los muchos ejemplos de abusos y terribles consecuencias negativas a lo largo del siglo pasado (y luego de declaraciones multilaterales en ese sentido). Qué si no.  Hoy vemos como el regreso al colectivismo por sobre la libertad individual campea y amenaza.  No importa si se trata de gobiernos socialistas o fascistas, ambos corrientes colectivistas son igual de perniciosas.  Basta darse cuenta de que Johnson en el Reino Unido y Macron en Francia no son de partidos de izquierda, por si eso se les escapaba.

Más allá de la falsa discusión entre salud versus economía, lo que tenemos hoy es una discusión entre colectivismo e individualismo.  Se menciona mucho por estos días la muletilla de que “el interés general prevalece sobre el particular” pero justo después de esa frase yo digo que “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”.

Para usar una tercera en discordia, les propongo esta del gran Benjamin Franklin: “Quien renuncia a su libertad por seguridad, no merece ni libertad ni seguridad”.  

Titulé este escrito: La libertad de vacunarse y no, La libertad a vacunarse, porque hasta ahora, el gobierno de Guatemala no ha proveído suficientes vacunas para que esa pueda ser una decisión individual y eso es execrable.  Qué triste ineficiencia e incompetencia.  Debe mejorar mucho y pronto.

La decisión de vacunarse contra el SARS Covid-19 o contra cualquier otro mal para el que haya vacuna debe ser individual.  Ningún Estado que se considere moderno y/o liberal puede obligar a sus ciudadanos a hacerlo, como tampoco a imponer limitaciones al legítimo ejercicio de sus derechos fundamentales.  

Quien crea que sí, es un borrego o, peor tantito, un déspota de closet.