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Pensamientos para aplicar la zozobra internacional del momento

Armando De la Torre
04 de agosto, 2021

Casi todo el mundo Atlántico parece estar en fermento por causas muy dispares y según esquemas de pensamientos muy contradictorios entre sí. Lo cual, además, me hace recordar para mi propio provecho otro de los muchos sabios dichos de mi remoto mentor espiritual Ignacio de Loyola: “En tiempos de desolación, nunca es bueno hacer mudanzas.”

Por eso precisamente me suelo atener a lo programado en tiempos previos y menos convulsos.

Pero, ¿por qué hacerlo público ahora?

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Porque ya había asimilado del todo la conclusión final de Francis Fukuyama en aquel otro clarividente ensayo “El fin de la historia” y publicado por primera vez en 1989 en la revista The National Interest

En este ensayo Francis Fukuyama se despedía de nuestro pasado mundial con una conclusión muy optimista: la razón humana al parecer ha logrado por fin imponerse mayoritariamente a nuestros impulsos más primitivos de sojuzgamiento artificial y violento de los demás. La libertad individual ha triunfado y, su expresión más visible, el mercado, ya ha alcanzado las metas últimas para todos con el hecho de esa libertad para siempre consolidada. 

Pero hoy, de repente, tengo la impresión que tendemos a regresar a su perspectiva opuesta: a ese punto de partida tan obsoleto de pretender que unos cuantos hábiles tecnócratas nos habrán de resolver los problemas más sustanciales dados sus vínculos con el poder de los gobiernos nacionales y las ligas internacionales de los mismos

Craso error y, para mí, un retroceso axiológico del todo inaceptable. 

Y como por hábito tiendo a atribuirlo al reducido número de analfabetas culturales que nos son contemporáneos y controlan todos los medios de comunicación digital. 

Todo esto lo afirmo aguijoneado por esa posible amenaza de una ulterior hecatombe del actual orden mundial que todavía encabezado, por cierto, por los Estados Unidos de América. Pero sin excluir así la posibilidad de que su lugar en el escenario global más próximo lo pueda ocupar a un relativo corto plazo la China totalitaria. 

Y ello, encima, frente a un Occidente cada vez menos seguro de sí mismo y de su papel internacional. 

Esto, en cierto sentido, tampoco nos resulta enteramente novedoso a escala planetaria pues lo mismo compartieron los romanos del siglo quinto, así como los más derrotistas pensadores europeos al término de la Primera Guerra Mundial en 1918.

Anecdóticamente, en aquella última ocasión el profeta de nuestra inseguridad colectiva lo fue un maestro alemán de historia al nivel de la secundaria, Oswald Spengler, en los momentos en que finalizaba aquella espantosa carnicería a escala industrial de hombres jóvenes y que él calificó como ejemplificadora de “La decadencia de Occidente”.

Y hoy, en lo muy personal, algo de lo anterior lo atribuyo al tamiz intelectual contemporáneo de mis colegas de profesión, los catedráticos universitarios, muy en particular los más militantes en los círculos nórdicos del mundo atlántico como en la América, la Gran Bretaña, la Francia o la Alemania de la posguerra mundial.  

En resumen, creo que nos es necesario regresar al optimismo del siglo quinto en la Grecia Clásica antes de Cristo como lo articularan Arquímedes o Pericles en su momento o para tiempos posteriores Galileo o Newton.

Con esto quiero decir que el pesimismo cultural se reitera una y otra vez no menos que el optimismo progresista: “Nihil novi sub sole”.

Y por eso me atrevo a citar este hecho para intentar responder de alguna manera al sincero pesimismo en el que parece haber caído mí admirado hombre de empresa y filósofo a ratos, Cesar García, uno de los más maduros comentaristas que exteriorizan sus estados de ánimo en las páginas de este mismo diario. 

Porque las razones para esperar en un futuro más o menos inmediato lo mejor o lo peor abundan casi por igual en todas partes. Entonces todo se reduce a una propuesta de simples alternativas. 

La mejor que me viene en este momento es aquella observación de Winston Churchill de que: “Un pesimista ve la dificultad en cada oportunidad; un optimista ve la oportunidad en cada dificultad.

Estos son, lo reconozco, simplismos de un momento dado en la historia global, pero que ayudan, al menos a mí, a entre leer en el paso del tiempo las razones vitales que nos mueven a distinguir los aspectos positivos del momento de sus no menos obvios negativos. 

Es  un dilema permanente para toda persona, todo pueblo, toda corriente histórica. De un acto de la voluntad nuestra depende por cual cariz del futuro nos decidimos.

Lo bueno y lo malo, por tanto, de lo que nos aguarda depende en buena parte de lo que queremos que triunfe.

Y así tiendo a ser más optimista en estos momentos que don César García. Porque a las mismas disyuntivas se han enfrentado una y otra vez todas las mentes racionales a lo largo del diario quehacer. 

El momento parece empujarnos hacia un moderado e inteligente pesimismo como el de don César. Yo, por el contrario escojo, tal vez muy imprudentemente, lo esperanzador antes que lo aciago. Como lo dijo Antonio Machado, uno de los poetas favoritos de mi otro gran amigo Amable Sánchez:

Dice la esperanza: Un día

la verás, si bien esperas.

Dice la desesperanza:

Solo la amargura es ella.

Late, corazón… No todo

se lo ha tragado la tierra.

Por eso me adhiero al cauto optimismo de Francis Fukuyama que he citado. Y es que de lo contrario creo que me precipitaría al corto plazo en aquella tan dolorosa depresión de Rubén Darío:

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Porque donde hay vida siempre puede haber esperanza. Y porque donde hay una voluntad  libre, también puede haber un mundo mucho mejor.

Para mí precisamente en esto consiste el don de la libertad que nuestro Creador ha querido compartir con nosotros.

Muchas gracias, Señor.   

Pensamientos para aplicar la zozobra internacional del momento

Armando De la Torre
04 de agosto, 2021

Casi todo el mundo Atlántico parece estar en fermento por causas muy dispares y según esquemas de pensamientos muy contradictorios entre sí. Lo cual, además, me hace recordar para mi propio provecho otro de los muchos sabios dichos de mi remoto mentor espiritual Ignacio de Loyola: “En tiempos de desolación, nunca es bueno hacer mudanzas.”

Por eso precisamente me suelo atener a lo programado en tiempos previos y menos convulsos.

Pero, ¿por qué hacerlo público ahora?

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Porque ya había asimilado del todo la conclusión final de Francis Fukuyama en aquel otro clarividente ensayo “El fin de la historia” y publicado por primera vez en 1989 en la revista The National Interest

En este ensayo Francis Fukuyama se despedía de nuestro pasado mundial con una conclusión muy optimista: la razón humana al parecer ha logrado por fin imponerse mayoritariamente a nuestros impulsos más primitivos de sojuzgamiento artificial y violento de los demás. La libertad individual ha triunfado y, su expresión más visible, el mercado, ya ha alcanzado las metas últimas para todos con el hecho de esa libertad para siempre consolidada. 

Pero hoy, de repente, tengo la impresión que tendemos a regresar a su perspectiva opuesta: a ese punto de partida tan obsoleto de pretender que unos cuantos hábiles tecnócratas nos habrán de resolver los problemas más sustanciales dados sus vínculos con el poder de los gobiernos nacionales y las ligas internacionales de los mismos

Craso error y, para mí, un retroceso axiológico del todo inaceptable. 

Y como por hábito tiendo a atribuirlo al reducido número de analfabetas culturales que nos son contemporáneos y controlan todos los medios de comunicación digital. 

Todo esto lo afirmo aguijoneado por esa posible amenaza de una ulterior hecatombe del actual orden mundial que todavía encabezado, por cierto, por los Estados Unidos de América. Pero sin excluir así la posibilidad de que su lugar en el escenario global más próximo lo pueda ocupar a un relativo corto plazo la China totalitaria. 

Y ello, encima, frente a un Occidente cada vez menos seguro de sí mismo y de su papel internacional. 

Esto, en cierto sentido, tampoco nos resulta enteramente novedoso a escala planetaria pues lo mismo compartieron los romanos del siglo quinto, así como los más derrotistas pensadores europeos al término de la Primera Guerra Mundial en 1918.

Anecdóticamente, en aquella última ocasión el profeta de nuestra inseguridad colectiva lo fue un maestro alemán de historia al nivel de la secundaria, Oswald Spengler, en los momentos en que finalizaba aquella espantosa carnicería a escala industrial de hombres jóvenes y que él calificó como ejemplificadora de “La decadencia de Occidente”.

Y hoy, en lo muy personal, algo de lo anterior lo atribuyo al tamiz intelectual contemporáneo de mis colegas de profesión, los catedráticos universitarios, muy en particular los más militantes en los círculos nórdicos del mundo atlántico como en la América, la Gran Bretaña, la Francia o la Alemania de la posguerra mundial.  

En resumen, creo que nos es necesario regresar al optimismo del siglo quinto en la Grecia Clásica antes de Cristo como lo articularan Arquímedes o Pericles en su momento o para tiempos posteriores Galileo o Newton.

Con esto quiero decir que el pesimismo cultural se reitera una y otra vez no menos que el optimismo progresista: “Nihil novi sub sole”.

Y por eso me atrevo a citar este hecho para intentar responder de alguna manera al sincero pesimismo en el que parece haber caído mí admirado hombre de empresa y filósofo a ratos, Cesar García, uno de los más maduros comentaristas que exteriorizan sus estados de ánimo en las páginas de este mismo diario. 

Porque las razones para esperar en un futuro más o menos inmediato lo mejor o lo peor abundan casi por igual en todas partes. Entonces todo se reduce a una propuesta de simples alternativas. 

La mejor que me viene en este momento es aquella observación de Winston Churchill de que: “Un pesimista ve la dificultad en cada oportunidad; un optimista ve la oportunidad en cada dificultad.

Estos son, lo reconozco, simplismos de un momento dado en la historia global, pero que ayudan, al menos a mí, a entre leer en el paso del tiempo las razones vitales que nos mueven a distinguir los aspectos positivos del momento de sus no menos obvios negativos. 

Es  un dilema permanente para toda persona, todo pueblo, toda corriente histórica. De un acto de la voluntad nuestra depende por cual cariz del futuro nos decidimos.

Lo bueno y lo malo, por tanto, de lo que nos aguarda depende en buena parte de lo que queremos que triunfe.

Y así tiendo a ser más optimista en estos momentos que don César García. Porque a las mismas disyuntivas se han enfrentado una y otra vez todas las mentes racionales a lo largo del diario quehacer. 

El momento parece empujarnos hacia un moderado e inteligente pesimismo como el de don César. Yo, por el contrario escojo, tal vez muy imprudentemente, lo esperanzador antes que lo aciago. Como lo dijo Antonio Machado, uno de los poetas favoritos de mi otro gran amigo Amable Sánchez:

Dice la esperanza: Un día

la verás, si bien esperas.

Dice la desesperanza:

Solo la amargura es ella.

Late, corazón… No todo

se lo ha tragado la tierra.

Por eso me adhiero al cauto optimismo de Francis Fukuyama que he citado. Y es que de lo contrario creo que me precipitaría al corto plazo en aquella tan dolorosa depresión de Rubén Darío:

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Porque donde hay vida siempre puede haber esperanza. Y porque donde hay una voluntad  libre, también puede haber un mundo mucho mejor.

Para mí precisamente en esto consiste el don de la libertad que nuestro Creador ha querido compartir con nosotros.

Muchas gracias, Señor.