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¿Tienen los bancos centrales culpa por la creciente desigualdad?

Kenneth Rogoff
06 de agosto, 2021

CAMBRIDGE – A juzgar por la frecuencia con que en los discursos de los banqueros centrales están apareciendo frases como «crecimiento equitativo» y «la huella distributiva de la política monetaria», es evidente que las autoridades monetarias se sienten bajo presión por los crecientes cuestionamientos al incremento de la desigualdad. Pero ¿se le puede echar la culpa del problema a la política monetaria? ¿Es realmente la herramienta correcta para la redistribución del ingreso?

Hay una serie continua de comentarios recientes que señalan la política de los bancos centrales como un factor importante de desigualdad. El razonamiento básico es que los bajísimos tipos de interés vienen impulsando un alza de precios de acciones, inmuebles, obras de arte, yates, etcétera, que beneficia en forma desproporcionada a los más pudientes, y en particular a los ultrarricos.

A primera vista el argumento puede parecer convincente. Pero no resiste un análisis más profundo.

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Durante el último decenio, la inflación en las economías avanzadas ha sido extremadamente baja (aunque se aceleró al 5,4% en Estados Unidos en junio). Cuando la principal causa de represión de los tipos de interés es la política monetaria, en algún momento la inflación tiene que subir. Pero entre los factores principales de la tendencia bajista de los tipos de interés en los últimos tiempos hay que incluir el envejecimiento poblacional, el escaso crecimiento de la productividad, el aumento de la desigualdad y un temor permanente a vivir en una era de crisis más frecuentes. Esto último, en particular, aumenta el valor de los instrumentos de «deuda segura» que redituarán incluso en medio de una recesión mundial.

Es verdad que la Reserva Federal de los Estados Unidos (o cualquier otro banco central) bien podría ceder al impulso de empezar a aumentar las tasas de referencia. Esto «ayudaría» a resolver la desigualdad de riqueza, por los estragos que haría en las bolsas. Pero si la Fed insistiera en ese curso de acción, el resultado casi inevitable sería una recesión tremenda con altos niveles de desempleo entre los trabajadores de bajos ingresos. Y tal vez la clase media vería derrumbarse el valor de sus viviendas o de sus fondos de pensión.

Además, el dominio internacional del dólar vuelve a los mercados emergentes y a los países en desarrollo muy vulnerables a aumentos de los tipos de interés en dólares, sobre todo en momentos en que la pandemia de COVID 19 aún no está controlada. Aunque el 1% más rico en las economías avanzadas perdería dinero al ir quedando un país tras otro al borde del default, mucho mayor sería el padecimiento de cientos de millones de personas en las economías pobres y de ingresos medianos bajos.

En los países ricos hay muchos progresistas que al parecer no tienen tiempo de preocuparse por el 66% de la población mundial que no vive en las economías avanzadas o en China. Esta misma crítica es aplicable a la nueva literatura académica sobre política monetaria y desigualdad: en muchos casos, se basa en datos de los Estados Unidos, sin consideración alguna por los habitantes de otros países.

Eso no resta utilidad al intento de comprender de qué manera, con una variedad de supuestos y en diferentes circunstancias, la política monetaria puede afectar la distribución del ingreso y de la riqueza. Es posible que al avanzar la inteligencia artificial e ir apareciendo políticas monetarias mucho más sofisticadas, los economistas encuentren indicadores mejores que el nivel de empleo para juzgar las propiedades estabilizadoras de esas políticas. Sería bueno que ocurriera.

Hoy mismo la función reguladora de los bancos centrales implica que pueden hacer un aporte (marginal) a la solución de la desigualdad. En muchos países (entre ellos Japón), los bancos están en la práctica obligados a proveer cuentas básicas muy económicas o gratuitas a la mayoría de los ciudadanos de bajos ingresos. Por extraño que parezca no sucede lo mismo en Estados Unidos, aunque se le podría dar una solución elegante al problema si la Fed creara una moneda digital oficial.

Pero el ajuste de los tipos de interés es una herramienta demasiado imprecisa para que la política monetaria convencional pueda tener un papel protagónico en mitigar la desigualdad. Para ello la política fiscal (incluidos impuestos, transferencias y gasto público selectivo) es una opción mucho más eficaz y segura.

Una de las soluciones favoritas al problema de la desigualdad de riqueza, entre cuyos defensores más notables figuran los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman de la Universidad de California en Berkeley, es el impuesto a la riqueza. Pero aunque esta idea no tiene nada de absurdo, implementarla en forma equitativa es difícil, y no tiene un historial muy brillante en las economías avanzadas. Pueden imaginarse formas más sencillas de lograr lo mismo, por ejemplo reformar el impuesto sucesorio y aumentar el impuesto a las plusvalías.

Otra idea sería adoptar un sistema de impuestos progresivos al consumo, una versión más elaborada del impuesto al valor agregado o a las ventas que afecte a los poseedores de riqueza al momento de gastar su dinero. Y un impuesto al carbono puede recaudar sumas enormes que se podrían redirigir hacia las familias de ingresos bajos y medianos bajos.

Algunos dirán que dado que la parálisis política frena la promoción de estas propuestas redistributivas, para poner coto a la desigualdad es necesario que los bancos centrales intervengan. Los partidarios de esta idea parecen olvidar que si bien los bancos centrales tienen cierto grado de independencia operativa, no pueden arrogarse la toma de decisiones en materia de política fiscal, que es atribución de las legislaturas.

Con la reducción de la pobreza extrema que hubo en muchos países en décadas recientes, la desigualdad se convirtió en el principal desafío para la sociedad. Pero la idea de que la política de tipos de interés de los bancos centrales puede y debe ser la principal fuerza propulsora de una mayor igualdad de ingresos no deja de ser asombrosamente ingenua por más que se insista en ella. Aunque los bancos centrales pueden hacer más por resolver el problema de la desigualdad (sobre todo mediante la política regulatoria), no pueden hacerlo todo ellos. Y por favor, que los participantes de este debate crucial dejen de ignorar a los otros dos tercios de la humanidad.

Traducción: Esteban Flamini

Kenneth Rogoff, ex economista principal del Fondo Monetario Internacional, es profesor de Economía y Políticas Públicas en Harvard.

Copyright: Project Syndicate, 2021.
www.project-syndicate.org

¿Tienen los bancos centrales culpa por la creciente desigualdad?

Kenneth Rogoff
06 de agosto, 2021

CAMBRIDGE – A juzgar por la frecuencia con que en los discursos de los banqueros centrales están apareciendo frases como «crecimiento equitativo» y «la huella distributiva de la política monetaria», es evidente que las autoridades monetarias se sienten bajo presión por los crecientes cuestionamientos al incremento de la desigualdad. Pero ¿se le puede echar la culpa del problema a la política monetaria? ¿Es realmente la herramienta correcta para la redistribución del ingreso?

Hay una serie continua de comentarios recientes que señalan la política de los bancos centrales como un factor importante de desigualdad. El razonamiento básico es que los bajísimos tipos de interés vienen impulsando un alza de precios de acciones, inmuebles, obras de arte, yates, etcétera, que beneficia en forma desproporcionada a los más pudientes, y en particular a los ultrarricos.

A primera vista el argumento puede parecer convincente. Pero no resiste un análisis más profundo.

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Durante el último decenio, la inflación en las economías avanzadas ha sido extremadamente baja (aunque se aceleró al 5,4% en Estados Unidos en junio). Cuando la principal causa de represión de los tipos de interés es la política monetaria, en algún momento la inflación tiene que subir. Pero entre los factores principales de la tendencia bajista de los tipos de interés en los últimos tiempos hay que incluir el envejecimiento poblacional, el escaso crecimiento de la productividad, el aumento de la desigualdad y un temor permanente a vivir en una era de crisis más frecuentes. Esto último, en particular, aumenta el valor de los instrumentos de «deuda segura» que redituarán incluso en medio de una recesión mundial.

Es verdad que la Reserva Federal de los Estados Unidos (o cualquier otro banco central) bien podría ceder al impulso de empezar a aumentar las tasas de referencia. Esto «ayudaría» a resolver la desigualdad de riqueza, por los estragos que haría en las bolsas. Pero si la Fed insistiera en ese curso de acción, el resultado casi inevitable sería una recesión tremenda con altos niveles de desempleo entre los trabajadores de bajos ingresos. Y tal vez la clase media vería derrumbarse el valor de sus viviendas o de sus fondos de pensión.

Además, el dominio internacional del dólar vuelve a los mercados emergentes y a los países en desarrollo muy vulnerables a aumentos de los tipos de interés en dólares, sobre todo en momentos en que la pandemia de COVID 19 aún no está controlada. Aunque el 1% más rico en las economías avanzadas perdería dinero al ir quedando un país tras otro al borde del default, mucho mayor sería el padecimiento de cientos de millones de personas en las economías pobres y de ingresos medianos bajos.

En los países ricos hay muchos progresistas que al parecer no tienen tiempo de preocuparse por el 66% de la población mundial que no vive en las economías avanzadas o en China. Esta misma crítica es aplicable a la nueva literatura académica sobre política monetaria y desigualdad: en muchos casos, se basa en datos de los Estados Unidos, sin consideración alguna por los habitantes de otros países.

Eso no resta utilidad al intento de comprender de qué manera, con una variedad de supuestos y en diferentes circunstancias, la política monetaria puede afectar la distribución del ingreso y de la riqueza. Es posible que al avanzar la inteligencia artificial e ir apareciendo políticas monetarias mucho más sofisticadas, los economistas encuentren indicadores mejores que el nivel de empleo para juzgar las propiedades estabilizadoras de esas políticas. Sería bueno que ocurriera.

Hoy mismo la función reguladora de los bancos centrales implica que pueden hacer un aporte (marginal) a la solución de la desigualdad. En muchos países (entre ellos Japón), los bancos están en la práctica obligados a proveer cuentas básicas muy económicas o gratuitas a la mayoría de los ciudadanos de bajos ingresos. Por extraño que parezca no sucede lo mismo en Estados Unidos, aunque se le podría dar una solución elegante al problema si la Fed creara una moneda digital oficial.

Pero el ajuste de los tipos de interés es una herramienta demasiado imprecisa para que la política monetaria convencional pueda tener un papel protagónico en mitigar la desigualdad. Para ello la política fiscal (incluidos impuestos, transferencias y gasto público selectivo) es una opción mucho más eficaz y segura.

Una de las soluciones favoritas al problema de la desigualdad de riqueza, entre cuyos defensores más notables figuran los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman de la Universidad de California en Berkeley, es el impuesto a la riqueza. Pero aunque esta idea no tiene nada de absurdo, implementarla en forma equitativa es difícil, y no tiene un historial muy brillante en las economías avanzadas. Pueden imaginarse formas más sencillas de lograr lo mismo, por ejemplo reformar el impuesto sucesorio y aumentar el impuesto a las plusvalías.

Otra idea sería adoptar un sistema de impuestos progresivos al consumo, una versión más elaborada del impuesto al valor agregado o a las ventas que afecte a los poseedores de riqueza al momento de gastar su dinero. Y un impuesto al carbono puede recaudar sumas enormes que se podrían redirigir hacia las familias de ingresos bajos y medianos bajos.

Algunos dirán que dado que la parálisis política frena la promoción de estas propuestas redistributivas, para poner coto a la desigualdad es necesario que los bancos centrales intervengan. Los partidarios de esta idea parecen olvidar que si bien los bancos centrales tienen cierto grado de independencia operativa, no pueden arrogarse la toma de decisiones en materia de política fiscal, que es atribución de las legislaturas.

Con la reducción de la pobreza extrema que hubo en muchos países en décadas recientes, la desigualdad se convirtió en el principal desafío para la sociedad. Pero la idea de que la política de tipos de interés de los bancos centrales puede y debe ser la principal fuerza propulsora de una mayor igualdad de ingresos no deja de ser asombrosamente ingenua por más que se insista en ella. Aunque los bancos centrales pueden hacer más por resolver el problema de la desigualdad (sobre todo mediante la política regulatoria), no pueden hacerlo todo ellos. Y por favor, que los participantes de este debate crucial dejen de ignorar a los otros dos tercios de la humanidad.

Traducción: Esteban Flamini

Kenneth Rogoff, ex economista principal del Fondo Monetario Internacional, es profesor de Economía y Políticas Públicas en Harvard.

Copyright: Project Syndicate, 2021.
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