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Afganistán, ¿un comienzo del fin?

Armando De la Torre
01 de septiembre, 2021

Este título puede sonar en exceso melodramático, pero a mi juicio no lo es en absoluto.

Hace dos semanas parece haberse originado un nuevo lapso en lo que pudiera terminar por ser conceptuado un día el ocaso definitivo de los Estados Unidos de América, una sociedad tradicionalmente más doméstica que militante. El precio de que entre todos les hayamos delegado el liderazgo de un mundo llamado acertadamente libre.    

Me refiero ahora a esa precipitada capitulación de su Presidente Joe Biden ante nadie menos que los feroces y primitivos talibanes de origen afgano, a los que, encima, los ha premiado con la entrega de un armamento valiosísimo y ultramoderno contabilizado en unos ochenta y tres mil millones de dólares y que ellos, por supuesto, no sabrán apreciar.

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A este otro fiasco tan penoso y sin precedentes en sus posibles efectos internacionales se le podría discernir su más remoto precedente en el gobierno no menos demócrata de Jimmy Carter (1977-1981) y a su posterior fracaso en el manejo de la crisis de los rehenes estadounidenses secuestrados en Teherán por quienes acababan de deponer al Shah de Persia y reemplazarlo por un fanático shií el Ayatolá Jomeiní.

Los antecedentes para toda aquella inicial humillación a escala internacional de los Estados Unidos de América en 1979, se remontaban al tiempo más cercano de la caída de Saigón en 1975. 

La raíz de todo lo cual escapan a la ingenuidad histórica del pueblo norteamericano.  

Pues Irán a su turno había sido el heredero de aquel antiguo imperio de los persas que fue por muchos años la amenaza existencial más poderosa tanto para los griegos como para los romanos de antes y de después de Cristo. 

Y a lo largo de los mil trescientos años subsiguientes de las conquistas islámicas en el siglo VIII de la era cristiana, Irán por su cuenta se constituyó en cuanto comunidad nacional una excepción históricamente de las más estridentes entre los seguidores de Mahoma.

Por otra parte, de entre los primeros seguidores de aquel Profeta semítico, Mahoma, habían sido los denominados árabes fatimidas, o sea, los seguidores propiamente más inmediatos a la hija del Profeta, Fátima.   

Y así el Irán islamizado en el antiguo imperio de los arios tuvo su inicio desde un primer momento con matices que lo hacían muy diferente a otras regiones muy semíticas del Mediano Oriente.

Y de esta cuenta el puente entre los todavía tardíos vestigios occidentales romanos al extremo oriental del antiguo imperio Bizantino empezó a desarrollar casi desde su comienzo rasgos simplistas que lo han diferenciado del islamismo de los pueblos semitas, posteriormente como la Arabia Saudí de nuestros días.

A esta versión ya más propiamente iraní que semita del mensaje de Mahoma la ha caracterizado desde entonces una identidad agresiva muy escasamente árabe y, reitero, más bien predominantemente aria como la del propio Irán. 

He ahí la raíz de ese cisma en la comunidad islámica entre chiíes y suníes hasta nuestros días.

Herederos todos en el Cercano Oriente por un lado de las grandes culturas paganas originadas en Persia y a un mismo tiempo de las otras semitas que tanto habrían de moldear nuestra herencia antiguo testamentaria resumida para nosotros en el monoteísmo de Moisés y de los demás profetas hebraicos, la fe de nuestros padres vino a descansar sin saberlo en dos pilares que nos han sido prototípicos: el uno hebraico o semita y el otro iraní o persa. 

Dicho esto, asimismo muy inesperadamente, en los campos de la interpretación teológica así como en el otro pastoral o ascético para la propagación de la fe islámica, el islám ha mostrado constantemente dos rostros proselitistas: el de aquellos fatimidas iraníes, conocidos más tarde como los ulemas, y de las masas de sus correligionarios semitas (o árabes). 

Esa dualidad de posiciones dentro de una misma y única comunidad universal mahometana, ha tenido sus ecos profundos en la praxis de sus respectivos cultos: el de los iraníes que evolucionó hacia una versión algo más cercana a la de los monjes cristianos en Siria, mientras que la versión semita se mantuvo más aislada de los dogmas de aquel mismo imperio cristiano del Oriente que les había antecedido.

Por otra parte, la agresividad proselitista de ambas corrientes islámicas se ha dado más entre los iraníes que entre los semitas. Y de tal manera el contemporáneo terrorismo de los musulmanes se ha mostrado así más violento e intolerante entre los iraníes que entre los semitas.

Afganistán es un caso aparte. 

Porque la militancia de sus fanáticos ha sido más brutal y simplista que la de las corrientes más refinadas árabes e iraníes. La razón de esto último radica principalmente en el primitivismo cultural de los afganos, una buena porción de los cuales está constituida todavía por analfabetas y,  por lo tanto, más propensa a zanjar sus diferencias con cualquier otro movimiento monoteísta por medio los puños que por la razón.

Y de esa manera, la debilidad conceptual de Biden en sus principios occidentales y muy democráticos, ha equivalido a una traición mayúscula a la fe cristiana que él dice seguir y hasta de los intereses políticos de su propio Partido y de su propia gente. 

Y hasta ¿qué pudiera haber por eso de un posible impeachment de su recién estrenada magistratura presidencial? No lo sé todavía aunque lo tengo como lo más probable para este momento tan confuso y peligroso para el entero Occidente.

Y para un más inmediato futuro se perfilan elecciones de medio tiempo este año próximo en los Estados Unidos. 

Mi ardiente deseo es que los republicanos barran en las dos alas del Congreso con las turbas que se autodenominan “demócratas”. 

Pues los Estados Unidos de hoy ya no son lo que solíamos admirar, como tampoco el Partido Demócrata de hoy es comparable con el de Franklin D. Roosevelt o el de John F. Kennedy.

El bipartidismo por supuesto agoniza en esa otrora tan ejemplar y exitosa democracia.

Entonces, ¿quién en el entero Occidente nos podría defender de la adicional militante expansión del renovado totalitarismo maoísta de la China de hoy? 

Eso solo lo sabremos con seguridad, reitero, tras esas próximas elecciones de medio tiempo del próximo año. 

Afganistán, ¿un comienzo del fin?

Armando De la Torre
01 de septiembre, 2021

Este título puede sonar en exceso melodramático, pero a mi juicio no lo es en absoluto.

Hace dos semanas parece haberse originado un nuevo lapso en lo que pudiera terminar por ser conceptuado un día el ocaso definitivo de los Estados Unidos de América, una sociedad tradicionalmente más doméstica que militante. El precio de que entre todos les hayamos delegado el liderazgo de un mundo llamado acertadamente libre.    

Me refiero ahora a esa precipitada capitulación de su Presidente Joe Biden ante nadie menos que los feroces y primitivos talibanes de origen afgano, a los que, encima, los ha premiado con la entrega de un armamento valiosísimo y ultramoderno contabilizado en unos ochenta y tres mil millones de dólares y que ellos, por supuesto, no sabrán apreciar.

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A este otro fiasco tan penoso y sin precedentes en sus posibles efectos internacionales se le podría discernir su más remoto precedente en el gobierno no menos demócrata de Jimmy Carter (1977-1981) y a su posterior fracaso en el manejo de la crisis de los rehenes estadounidenses secuestrados en Teherán por quienes acababan de deponer al Shah de Persia y reemplazarlo por un fanático shií el Ayatolá Jomeiní.

Los antecedentes para toda aquella inicial humillación a escala internacional de los Estados Unidos de América en 1979, se remontaban al tiempo más cercano de la caída de Saigón en 1975. 

La raíz de todo lo cual escapan a la ingenuidad histórica del pueblo norteamericano.  

Pues Irán a su turno había sido el heredero de aquel antiguo imperio de los persas que fue por muchos años la amenaza existencial más poderosa tanto para los griegos como para los romanos de antes y de después de Cristo. 

Y a lo largo de los mil trescientos años subsiguientes de las conquistas islámicas en el siglo VIII de la era cristiana, Irán por su cuenta se constituyó en cuanto comunidad nacional una excepción históricamente de las más estridentes entre los seguidores de Mahoma.

Por otra parte, de entre los primeros seguidores de aquel Profeta semítico, Mahoma, habían sido los denominados árabes fatimidas, o sea, los seguidores propiamente más inmediatos a la hija del Profeta, Fátima.   

Y así el Irán islamizado en el antiguo imperio de los arios tuvo su inicio desde un primer momento con matices que lo hacían muy diferente a otras regiones muy semíticas del Mediano Oriente.

Y de esta cuenta el puente entre los todavía tardíos vestigios occidentales romanos al extremo oriental del antiguo imperio Bizantino empezó a desarrollar casi desde su comienzo rasgos simplistas que lo han diferenciado del islamismo de los pueblos semitas, posteriormente como la Arabia Saudí de nuestros días.

A esta versión ya más propiamente iraní que semita del mensaje de Mahoma la ha caracterizado desde entonces una identidad agresiva muy escasamente árabe y, reitero, más bien predominantemente aria como la del propio Irán. 

He ahí la raíz de ese cisma en la comunidad islámica entre chiíes y suníes hasta nuestros días.

Herederos todos en el Cercano Oriente por un lado de las grandes culturas paganas originadas en Persia y a un mismo tiempo de las otras semitas que tanto habrían de moldear nuestra herencia antiguo testamentaria resumida para nosotros en el monoteísmo de Moisés y de los demás profetas hebraicos, la fe de nuestros padres vino a descansar sin saberlo en dos pilares que nos han sido prototípicos: el uno hebraico o semita y el otro iraní o persa. 

Dicho esto, asimismo muy inesperadamente, en los campos de la interpretación teológica así como en el otro pastoral o ascético para la propagación de la fe islámica, el islám ha mostrado constantemente dos rostros proselitistas: el de aquellos fatimidas iraníes, conocidos más tarde como los ulemas, y de las masas de sus correligionarios semitas (o árabes). 

Esa dualidad de posiciones dentro de una misma y única comunidad universal mahometana, ha tenido sus ecos profundos en la praxis de sus respectivos cultos: el de los iraníes que evolucionó hacia una versión algo más cercana a la de los monjes cristianos en Siria, mientras que la versión semita se mantuvo más aislada de los dogmas de aquel mismo imperio cristiano del Oriente que les había antecedido.

Por otra parte, la agresividad proselitista de ambas corrientes islámicas se ha dado más entre los iraníes que entre los semitas. Y de tal manera el contemporáneo terrorismo de los musulmanes se ha mostrado así más violento e intolerante entre los iraníes que entre los semitas.

Afganistán es un caso aparte. 

Porque la militancia de sus fanáticos ha sido más brutal y simplista que la de las corrientes más refinadas árabes e iraníes. La razón de esto último radica principalmente en el primitivismo cultural de los afganos, una buena porción de los cuales está constituida todavía por analfabetas y,  por lo tanto, más propensa a zanjar sus diferencias con cualquier otro movimiento monoteísta por medio los puños que por la razón.

Y de esa manera, la debilidad conceptual de Biden en sus principios occidentales y muy democráticos, ha equivalido a una traición mayúscula a la fe cristiana que él dice seguir y hasta de los intereses políticos de su propio Partido y de su propia gente. 

Y hasta ¿qué pudiera haber por eso de un posible impeachment de su recién estrenada magistratura presidencial? No lo sé todavía aunque lo tengo como lo más probable para este momento tan confuso y peligroso para el entero Occidente.

Y para un más inmediato futuro se perfilan elecciones de medio tiempo este año próximo en los Estados Unidos. 

Mi ardiente deseo es que los republicanos barran en las dos alas del Congreso con las turbas que se autodenominan “demócratas”. 

Pues los Estados Unidos de hoy ya no son lo que solíamos admirar, como tampoco el Partido Demócrata de hoy es comparable con el de Franklin D. Roosevelt o el de John F. Kennedy.

El bipartidismo por supuesto agoniza en esa otrora tan ejemplar y exitosa democracia.

Entonces, ¿quién en el entero Occidente nos podría defender de la adicional militante expansión del renovado totalitarismo maoísta de la China de hoy? 

Eso solo lo sabremos con seguridad, reitero, tras esas próximas elecciones de medio tiempo del próximo año.