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Solo intereses, no tanto ideales

Armando De la Torre
15 de septiembre, 2021

Ese oprobioso y reciente desplome de Norteamérica en Afganistán nos sugiere otra verdad que nos resulta aún menos apetecible: la de que ese gran pueblo de habla inglesa que inspiró a tantos otros por el camino de una autodeterminación continua y muy laboriosa parece ya haber comenzado a caer en su etapa senil, es decir, en un estado casi preagónico. 

¿Tan devastador nos resulta a fin de cuentas ese último traspiés de la civilización tecnológicamente más creadora y productiva de la historia incluida aquella primera del entero Occidente, Roma?…  

Y todo esto, como siempre, con su inevitable sustrato de cierto cariz profundamente espiritual: el de los principios éticos, no el de los intereses económicos que habían surgido en este lado del Atlántico de una actitud originalmente calvinista pero de aspiraciones en la vida pública más bien constitucionalistas que, desde sus orígenes históricos, hemos reconocido como los Estados Unidos de América. 

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Y asimismo, sobre esos cimientos cristianos aun cuando envueltos en un ropaje puramente jurídico heredado de la Roma pagana, en algo no menos fue deudora la posterior etapa histórica de la Unión Americana: aquella que había supuesto la Europa feudal y predominantemente germánica tal cual expresada en la Charta Magna de los aristócratas ingleses en 1215. 

La tal Charta constituyó el primer paso legal en que los derechos a la propiedad y a las demás conquistas personales fueran extendidos a todos los habitantes del reino inglés, no tanto como logros ya del todo consumados, sino más bien como aspiraciones legítimas aún por trasladar a la realidad legal de cada día y de cada Estado. 

Y a su turno tal Charta Magna sirvió históricamente de trampolín para saltos jurídicos ulteriores cada vez más ambiciosos: el de un autogobierno, por ejemplo, que habría de fundamentarse sobre  premisas exclusivamente judeocristianas. 

Y de esa manera empezó a presuponerse con entera formalidad jurídica que solo Dios es nuestro único genuino Legislador, así como que a nuestro turno nosotros los humanos habríamos de ser los emisarios y portavoces para la entera Creación de ese atributo tan misterioso que hoy llamamos la “voluntad Libre”.  

Al aceptar esa noción de que desde la creación de la nada se podía saltar racionalmente a algo enteramente nuevo e imprevisto, ya los hebreos milenios antes habían anulado con sus profecías aquella creencia tan pagana de que todo lo que existe es inevitable aunque negociable por parte con los dioses (por ejemplo, como lo interpretaba la máxima romana “do ut des”, te doy para que me des).

Puro intercambio meramente comercial, no uno moral o ético, tal como lo suponía el paganismo vigente en los demás pueblos.

Pero a su turno los profetas surgidos del hebraísmo semítico de Abraham a Moisés ya lo habían cambiado todo en aquel prodigioso siglo tercero antes de Cristo: en el sentido de que Dios hay solo uno, y de que su realidad se extiende más allá de nuestros límites del tiempo y del espacio, y de que por lo tanto no es como ninguna otra criatura temporal que nos fuera accesible a través de los sentidos, ni mucho menos en cuanto un posible negociante de nuestras realidades, sino más bien un Ser infinito y Supremo pero que ha querido transparentársenos día a día a través de la razón por otra parte muy limitada de la que disponemos cada uno de nosotros.

A ello se redujo mucho tiempo después la visión ya cristianizada de los escolásticos medievales acerca de la relación única posible en su naturaleza entre Dios y los humanos por El creados de la nada absoluta. 

Y con todo aquello, de momento pretendieron los escolásticos tardíos de los siglos XIII al XV eliminar los antecedentes paganos y políticos para el sistema medieval del vasallaje de un hombre hacia otro hombre, tal como comenzó a llevarse universalmente a la práctica desde el movimiento de la Reforma protestante del siglo XVI.

Conviene recordar no menos que los tributos de los vasallos habían constituido una obligación formal de todos ellos hacia la nobleza y no tanto en favor de los siervos de la gleba. Pues para aquel entonces solo los aristócratas según la sangre eran los únicos requeridos a pagar tributos directos a sus monarcas, mientras que los plebeyos también aportaban al sostenimiento de sus autoridades pero indirectamente, a través del cumplimiento de sus obligaciones laborales y tributarias para con sus señores feudales, tanto las civiles como las clericales.  

Los hechos sociales que acompañaron a aquellas protestas generalizadas de la clase aristocrática subordinada directamente al monarca y también a la institución de la Iglesia durante el milenio hubieron de conducir lógicamente a ese otro concepto mucho más contemporáneo de que todos asistieran económicamente a sus autoridades, pero ahora producto de elecciones libres y democráticas. Eso habría de constituir el último postulado de la Revolución francesa en el siglo XVIII.  

Y todo lo sucedido, reitero, producto imprevisible de aquella Charta Magna arrancada a Juan sin tierra y a sus herederos por los aristócratas ingleses en 1215.  

De toda esta historia hubo de derivarse un punto final: el de las democracias contemporáneas, a su turno, por otra parte, tan golpeadas por los desafíos del ateísmo totalitario del siglo XX.

Y así hemos arribado a este momento de hoy, cuando ya sabemos que todos somos democráticamente iguales y con derechos otorgados por nadie menos que ese Dios infinito que los muy antiguos nunca conocieron.  

Sin embargo, toda esta historia conoce ahora una vez más de tanto pasado tan angustioso como el presente del gobierno talibán en Afganistán, atribuible a su vez a otro mal gobierno: el de Joe Biden y la mayoría demócrata en el Congreso norteamericano. Que me perdone el lector por esta digresión histórica tan densa y compleja, sobre todo en una columna periodística. Pero yo tampoco soy el dueño exclusivo de esa historia.

Solo intereses, no tanto ideales

Armando De la Torre
15 de septiembre, 2021

Ese oprobioso y reciente desplome de Norteamérica en Afganistán nos sugiere otra verdad que nos resulta aún menos apetecible: la de que ese gran pueblo de habla inglesa que inspiró a tantos otros por el camino de una autodeterminación continua y muy laboriosa parece ya haber comenzado a caer en su etapa senil, es decir, en un estado casi preagónico. 

¿Tan devastador nos resulta a fin de cuentas ese último traspiés de la civilización tecnológicamente más creadora y productiva de la historia incluida aquella primera del entero Occidente, Roma?…  

Y todo esto, como siempre, con su inevitable sustrato de cierto cariz profundamente espiritual: el de los principios éticos, no el de los intereses económicos que habían surgido en este lado del Atlántico de una actitud originalmente calvinista pero de aspiraciones en la vida pública más bien constitucionalistas que, desde sus orígenes históricos, hemos reconocido como los Estados Unidos de América. 

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Y asimismo, sobre esos cimientos cristianos aun cuando envueltos en un ropaje puramente jurídico heredado de la Roma pagana, en algo no menos fue deudora la posterior etapa histórica de la Unión Americana: aquella que había supuesto la Europa feudal y predominantemente germánica tal cual expresada en la Charta Magna de los aristócratas ingleses en 1215. 

La tal Charta constituyó el primer paso legal en que los derechos a la propiedad y a las demás conquistas personales fueran extendidos a todos los habitantes del reino inglés, no tanto como logros ya del todo consumados, sino más bien como aspiraciones legítimas aún por trasladar a la realidad legal de cada día y de cada Estado. 

Y a su turno tal Charta Magna sirvió históricamente de trampolín para saltos jurídicos ulteriores cada vez más ambiciosos: el de un autogobierno, por ejemplo, que habría de fundamentarse sobre  premisas exclusivamente judeocristianas. 

Y de esa manera empezó a presuponerse con entera formalidad jurídica que solo Dios es nuestro único genuino Legislador, así como que a nuestro turno nosotros los humanos habríamos de ser los emisarios y portavoces para la entera Creación de ese atributo tan misterioso que hoy llamamos la “voluntad Libre”.  

Al aceptar esa noción de que desde la creación de la nada se podía saltar racionalmente a algo enteramente nuevo e imprevisto, ya los hebreos milenios antes habían anulado con sus profecías aquella creencia tan pagana de que todo lo que existe es inevitable aunque negociable por parte con los dioses (por ejemplo, como lo interpretaba la máxima romana “do ut des”, te doy para que me des).

Puro intercambio meramente comercial, no uno moral o ético, tal como lo suponía el paganismo vigente en los demás pueblos.

Pero a su turno los profetas surgidos del hebraísmo semítico de Abraham a Moisés ya lo habían cambiado todo en aquel prodigioso siglo tercero antes de Cristo: en el sentido de que Dios hay solo uno, y de que su realidad se extiende más allá de nuestros límites del tiempo y del espacio, y de que por lo tanto no es como ninguna otra criatura temporal que nos fuera accesible a través de los sentidos, ni mucho menos en cuanto un posible negociante de nuestras realidades, sino más bien un Ser infinito y Supremo pero que ha querido transparentársenos día a día a través de la razón por otra parte muy limitada de la que disponemos cada uno de nosotros.

A ello se redujo mucho tiempo después la visión ya cristianizada de los escolásticos medievales acerca de la relación única posible en su naturaleza entre Dios y los humanos por El creados de la nada absoluta. 

Y con todo aquello, de momento pretendieron los escolásticos tardíos de los siglos XIII al XV eliminar los antecedentes paganos y políticos para el sistema medieval del vasallaje de un hombre hacia otro hombre, tal como comenzó a llevarse universalmente a la práctica desde el movimiento de la Reforma protestante del siglo XVI.

Conviene recordar no menos que los tributos de los vasallos habían constituido una obligación formal de todos ellos hacia la nobleza y no tanto en favor de los siervos de la gleba. Pues para aquel entonces solo los aristócratas según la sangre eran los únicos requeridos a pagar tributos directos a sus monarcas, mientras que los plebeyos también aportaban al sostenimiento de sus autoridades pero indirectamente, a través del cumplimiento de sus obligaciones laborales y tributarias para con sus señores feudales, tanto las civiles como las clericales.  

Los hechos sociales que acompañaron a aquellas protestas generalizadas de la clase aristocrática subordinada directamente al monarca y también a la institución de la Iglesia durante el milenio hubieron de conducir lógicamente a ese otro concepto mucho más contemporáneo de que todos asistieran económicamente a sus autoridades, pero ahora producto de elecciones libres y democráticas. Eso habría de constituir el último postulado de la Revolución francesa en el siglo XVIII.  

Y todo lo sucedido, reitero, producto imprevisible de aquella Charta Magna arrancada a Juan sin tierra y a sus herederos por los aristócratas ingleses en 1215.  

De toda esta historia hubo de derivarse un punto final: el de las democracias contemporáneas, a su turno, por otra parte, tan golpeadas por los desafíos del ateísmo totalitario del siglo XX.

Y así hemos arribado a este momento de hoy, cuando ya sabemos que todos somos democráticamente iguales y con derechos otorgados por nadie menos que ese Dios infinito que los muy antiguos nunca conocieron.  

Sin embargo, toda esta historia conoce ahora una vez más de tanto pasado tan angustioso como el presente del gobierno talibán en Afganistán, atribuible a su vez a otro mal gobierno: el de Joe Biden y la mayoría demócrata en el Congreso norteamericano. Que me perdone el lector por esta digresión histórica tan densa y compleja, sobre todo en una columna periodística. Pero yo tampoco soy el dueño exclusivo de esa historia.