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De enemigos y adversarios

La forma en que los estadounidenses diferencian al adversario del enemigo fomenta una cultura de derechos individuales y de libertad individual.

adversario
Jose Azel |
16 de agosto, 2022

Siempre he apreciado la capacidad de los políticos estadounidenses para insultarse enérgicamente durante las campañas políticas y luego, cuando estas terminan, colaborar en aparente amistad. Ese civismo no es natural en mi tribu latinoamericana. Para nosotros, un insulto puede durar generaciones: “hace treinta años ofendiste a mi bisabuelo...”. En parte, esto sucede porque no hemos aprendido a distinguir entre adversarios y enemigos.

Esa diferencia es esencial para que funcione la democracia. Un adversario es alguien a quien queremos derrotar. A un enemigo debemos destruirlo. Los politólogos señalan que con el adversario es posible un convenio honorable, y que la asociación con adversarios es viable.

Con el enemigo, convenio y asociación son impensables. Es posible confiar y asociarse con un adversario que cumple las reglas, pero la confianza entre enemigos es imposible. Como vemos en las democracias frágiles, la política de enemistad hace que la competencia sea disfuncional y muy personal. Nuestro comportamiento se atiene a nuestras palabras.

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Quizás el primero en notar, con asombro y admiración, la forma en que los estadounidenses se asocian fue el filósofo e historiador político francés Alexis de Tocqueville. En su obra clásica La democracia en América, publicada en 1835 tras sus viajes por Estados Unidos, Tocqueville escribe: “Norteamérica es el país del mundo donde se ha sacado mayor partido a la asociación, y donde se ha aplicado ese poderoso medio de acción a una mayor diversidad de objetos”. Concluye que “No hay nada, en mi concepto, que merezca más nuestra atención que las asociaciones morales e intelectuales de Norteamérica”.

Tocqueville era un pensador complejo que, escéptico de los extremos de la democracia, creía que los americanos eran capaces de superar los deseos egoístas a través de sus asociaciones. Para Tocqueville, las asociaciones fomentaban en América una sociedad política activa, de adversarios respetuosos a las leyes del Estado.

Por el contrario, a menudo se considera en América Latina que lo mejor para gobernar es un hombre fuerte, monárquico. Se cree que tal régimen imita al reino de Dios y que es el mejor para regir con decisión sobre los enemigos. La madurez política se determina por la independencia de pensamiento y acción. En América Latina, la inmadurez política se caracteriza por la necesidad de ser dirigido por otros.

Los Padres Fundadores de Estados Unidos creían que el gobierno, debido a su propia naturaleza, era opuesto a la libertad y a la felicidad humana. Bernard Bailyn (1922-2020), eminente historiador de la América revolucionaria ha señalado que “...la Revolución Americana fue ante todo una contienda ideológica, constitucional y política, y no una lucha entre grupos sociales emprendida para forzar cambios en la organización de la sociedad o la economía”.

La forma en que los estadounidenses diferencian al adversario del enemigo fomenta una cultura de derechos individuales y de libertad individual. Esto contrasta notablemente con la cultura latinoamericana del “nosotros contra ellos”, donde la percepción de los demás como enemigos fomenta una cultura colectivista.

Los individualistas creen que la vida pertenece a la persona y que esta tiene derechos inalienables para actuar según su criterio. Los colectivistas creen que la vida pertenece, no a la persona, sino a la sociedad a la que pertenece el individuo. Para los colectivistas el individuo no tiene derechos propios y debe sacrificar sus creencias al “bien común”. Los individualistas hablan de derechos y libertades individuales. Los colectivistas apelan al bienestar común o a los deberes con la sociedad.

La perspectiva colectivista puede parecer razonable hasta que consideramos que, bajo el colectivismo de “el mayor bien para el mayor número”, el 51% de la humanidad estaría moralmente justificada para esclavizar al otro 49%. O que, un grupo mayoritario de caníbales hambrientos puedan comerse moralmente a la minoría.

Desde el punto de vista filosófico, la cuestión fundamental es si la vida de una persona pertenece a esa persona, a la comunidad o al Estado.

Desde el punto de vista político, se trata de entender si esa persona es un enemigo o un adversario. Afortunadamente, en la práctica política de Estados Unidos, generalmente se entiende la diferencia entre un adversario y un enemigo. En mi tribu latinoamericana, no tanto.

De enemigos y adversarios

La forma en que los estadounidenses diferencian al adversario del enemigo fomenta una cultura de derechos individuales y de libertad individual.

Jose Azel |
16 de agosto, 2022
adversario

Siempre he apreciado la capacidad de los políticos estadounidenses para insultarse enérgicamente durante las campañas políticas y luego, cuando estas terminan, colaborar en aparente amistad. Ese civismo no es natural en mi tribu latinoamericana. Para nosotros, un insulto puede durar generaciones: “hace treinta años ofendiste a mi bisabuelo...”. En parte, esto sucede porque no hemos aprendido a distinguir entre adversarios y enemigos.

Esa diferencia es esencial para que funcione la democracia. Un adversario es alguien a quien queremos derrotar. A un enemigo debemos destruirlo. Los politólogos señalan que con el adversario es posible un convenio honorable, y que la asociación con adversarios es viable.

Con el enemigo, convenio y asociación son impensables. Es posible confiar y asociarse con un adversario que cumple las reglas, pero la confianza entre enemigos es imposible. Como vemos en las democracias frágiles, la política de enemistad hace que la competencia sea disfuncional y muy personal. Nuestro comportamiento se atiene a nuestras palabras.

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Quizás el primero en notar, con asombro y admiración, la forma en que los estadounidenses se asocian fue el filósofo e historiador político francés Alexis de Tocqueville. En su obra clásica La democracia en América, publicada en 1835 tras sus viajes por Estados Unidos, Tocqueville escribe: “Norteamérica es el país del mundo donde se ha sacado mayor partido a la asociación, y donde se ha aplicado ese poderoso medio de acción a una mayor diversidad de objetos”. Concluye que “No hay nada, en mi concepto, que merezca más nuestra atención que las asociaciones morales e intelectuales de Norteamérica”.

Tocqueville era un pensador complejo que, escéptico de los extremos de la democracia, creía que los americanos eran capaces de superar los deseos egoístas a través de sus asociaciones. Para Tocqueville, las asociaciones fomentaban en América una sociedad política activa, de adversarios respetuosos a las leyes del Estado.

Por el contrario, a menudo se considera en América Latina que lo mejor para gobernar es un hombre fuerte, monárquico. Se cree que tal régimen imita al reino de Dios y que es el mejor para regir con decisión sobre los enemigos. La madurez política se determina por la independencia de pensamiento y acción. En América Latina, la inmadurez política se caracteriza por la necesidad de ser dirigido por otros.

Los Padres Fundadores de Estados Unidos creían que el gobierno, debido a su propia naturaleza, era opuesto a la libertad y a la felicidad humana. Bernard Bailyn (1922-2020), eminente historiador de la América revolucionaria ha señalado que “...la Revolución Americana fue ante todo una contienda ideológica, constitucional y política, y no una lucha entre grupos sociales emprendida para forzar cambios en la organización de la sociedad o la economía”.

La forma en que los estadounidenses diferencian al adversario del enemigo fomenta una cultura de derechos individuales y de libertad individual. Esto contrasta notablemente con la cultura latinoamericana del “nosotros contra ellos”, donde la percepción de los demás como enemigos fomenta una cultura colectivista.

Los individualistas creen que la vida pertenece a la persona y que esta tiene derechos inalienables para actuar según su criterio. Los colectivistas creen que la vida pertenece, no a la persona, sino a la sociedad a la que pertenece el individuo. Para los colectivistas el individuo no tiene derechos propios y debe sacrificar sus creencias al “bien común”. Los individualistas hablan de derechos y libertades individuales. Los colectivistas apelan al bienestar común o a los deberes con la sociedad.

La perspectiva colectivista puede parecer razonable hasta que consideramos que, bajo el colectivismo de “el mayor bien para el mayor número”, el 51% de la humanidad estaría moralmente justificada para esclavizar al otro 49%. O que, un grupo mayoritario de caníbales hambrientos puedan comerse moralmente a la minoría.

Desde el punto de vista filosófico, la cuestión fundamental es si la vida de una persona pertenece a esa persona, a la comunidad o al Estado.

Desde el punto de vista político, se trata de entender si esa persona es un enemigo o un adversario. Afortunadamente, en la práctica política de Estados Unidos, generalmente se entiende la diferencia entre un adversario y un enemigo. En mi tribu latinoamericana, no tanto.