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La diva del escote me hizo vomitar con su mal inglés

Redacción República
29 de noviembre, 2014

¡País de la eterna primavera serán mis polainas! Qué clima más raro; frío, viento, humedad, se nubla, llueve y luego sale el sol… De seguro que el cambio climático se llevó lo agradable que era pasear por las calles de la “tacita de plata”, como me han contado que abuelos y bisabuelos lo hacían para dejarse ver. De todas maneras me han advertido que no lo haga jamás. Que los ladrones asechan en cualquier lugar, tanto en la calle, en los medios de transporte, en los Ministerios, en los púlpitos y en las curules. Mon Dieu.

Ante mi cara de “¿es que aquí no pueden caminar tranquilamente?” piadosos chapines me han dado un consuelo: Si quiero caminar puedo ir a algún centro comercial, “hasta tienen fuentes y bancas” me explican con cierto provinciano orgullo. Como no me vieron convencida dijeron que si lo mío es que el aire natural me alborote el cabello; me han mandado a un lugar que parece una escenografía de parque temático donde hay un gigante hecho de mármol que sale lujurioso y desnudo del suelo. Allí, me dijeron, puedo caminar sin miedo pero sin alejarme de su perímetro de seguridad. ¿A dónde he venido a parar?

Vine tras las huellas de mis antepasados desandando sus caminos para entender quién soy. Nací aquí pero me llevaron al exilio por la guerra. Pero esa es una larga historia que viene desde más atrás. Mi enorme familia ha ido y venido de diferentes regiones, lejanas y cercanas, ha regresado muchas veces. Parece que es algo que te marca. Puedes irte a respirar otros aires y a oír otras ideas, pero ellos siempre terminaban regresando. Es algo que se me mete en la piel, ¿por qué? eso he venido a averiguar.

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También esa materia prima para escribir a esos personajes en busca de autor que posarán para mi lienzo en blanco que es la pantalla de este ordenador. Igual como lo hizo una de las antepasadas más ilustres, una que tenía el mismo nombre de pila que yo pero con un apellido de más rancio abolengo. Mujer del siglo 19 que se adelantó a su tiempo, pícara, rebelde, independiente, bohemia y sin un sólo pelito en lengua: Josefa García Granados.

El día que llegué

Nunca lo olvidaré. Aterrizo buscando un aeropuerto que en las fotos de los tíos que venían en los 80 parecía un edificio colorido y con alma, pero encuentro una plasta de cemento gris con los servicios mínimos para ser llamado internacional. Luego de mucho esperar mi equipaje y a pesar del largo viaje quiero tomar algo para el relax, pero son casi las 12 de la noche de un lunes y me dicen que todo está cerrado. Y ese frío y viento que no esperaba levanta mi corto vestido de A. Domínguez.

“¿Es que no hay dónde comer a estas horas?”, digo ya algo molesta, a lo que el taxista solícito responde, luego de echarle un ojo a mi pantorrilla tonificada por el yoga, que él me puede llevar a comer algo muy tradicional de acá. Recordando mis lecturas pregunto: “¿Pepián, tamal, jocón, hilachas?”, empezando a salivar. “No”, me dice con su mejor sonrisa de galán cincuentón y panzón, “se llaman shucos”.  Acepto luego de sacar de mi maleta algo que abrigue me lleva a un desierto barrio antiguo.

Si hubiera sabido la etimología de esa palabra no habría ido. Lo juro. Sin embargo, el hambre enceguece y las tripas mandan. Unos minutos después veo a un joven cocinero hacer una especie de hot dog con la habilidad de un bar tender en la competencia Diageo World Class. Todo sincronizado y coreografiado, la música de fondo también es nacional. Con orgullo luciendo su diente frontal de oro me dice: “Se llama chicarrón con pelos”. Mientras él practica sus pasos de baile, le hinco al diente a un sándwich gigante que al parecer tiene de todo. Desde que baja por mi esófago algo en mi interior protesta.  Me tomo una cerveza local muy fría; “la mejor del mundo” me asegura el taxista. Ya con cierto malestar veo el taxímetro y me doy cuenta que es hora de ir a buscar la casa de mi tía, donde me quedaré.

La casa de mi tía está en un complejo que aquí llaman condominio, totalmente circulado y vigilado, como un campo de concentración, con guardias armados y alambres de púas. Me siento encerrada, ¿qué pasaría si hay una emergencia? El sonriente taxista se tuvo que quedar afuera, aquí no se permite entrar a extraños. Mientras camino las ocho cuadras que hay entre lo que llaman garita a la casa donde viviré, y arrastro mi equipaje LV, siento punzadas en el estómago. Además, veo las casas, a pesar de estar dentro de un espacio bien delimitado tienen barrotes en sus puertas y ventanas. No muy entiendo pero debo llegar al WC lo más pronto posible…

Cuando le cuento a mi tía que fui al Centro Histórico a comer shucos a media noche casi le da el surmenage. Quisiera contarle más pero algo sube por mi garganta. Debí hacerle caso a la advertencia de mi libro de viajes: “No coma en la calle ni tome agua del grifo”. Mi tía me da un té de hierbas muy rico, pero no parece ser suficiente.

El cuarto de huéspedes que me dan es muy lindo, pero pequeño.  No tiene baño propio, debo ir al de visitas que está a unos metros. Prendo la TV para distraer el malestar y de paso ver un poco de qué va este país por estos días. Sudo, me pongo pálida. Algo sube por la garganta, pienso en todos los ingredientes del shuco. “Ay tocaya de antaño, Pepita de mi corazón, qué recibimiento me ha dado nuestra patria”.

En la pantalla encuentro una cara muy rara, ojos saltones y facciones inmóviles. Es una mujer cincuentona con uñas falsas y enormes, traje con transparencias y pose coqueta. Pienso: “Es una bailarina exótica en decadencia”, pero me quedo perpleja cuando me entero que ocupa dos puestos importantes en la administración pública de este país.

Sonríe como diva en su fiesta de cumpleaños, está presentando su nueva grabación. De pronto, un piano suena y empieza a cantar una canción que es himno para millones de personas en el mundo. Pero en lugar de inspirarme nostalgia, su desafinada voz y la mala pronunciación de las palabras en un idioma que no domina, terminan de hacer explotar algo dentro de mí y vomito…

Cuando llega mi tía, acompañada por su vieja empleada, encuentran la pantalla de la televisión cubierta con un desagradable mosaico, atrás alguien canta que añora sus tiempos pasados. Una mujer que ávida de poder y de fama confunde el escenario político con el de un reality show. Su sonrisa es amplia y reluciente, pero atrás hay vacío. Confunde a sus votantes con fans y con seguidores, para ella la farándula es lo mismo que administración pública. ¿Dónde están los verdaderos servidores?

Fue captada infraganti traficando influencias para mover las piezas del tablero del poder. No tuvo consecuencias gracias a la intervención de otro personaje interesante, una mujer que debe perseguir a los malos pero se hizo de la vista gorda. ¿Cómo no asquearse?

Mi tía y su mucama no salen de su asombro, mientras yo trato de sonreír y limpio mis comisuras. Hasta ahora veo que arriba de la cabecera de la cama hay un cartelito que dice: “Bienvenida a Guatemala, Pepita”.

La diva del escote me hizo vomitar con su mal inglés

Redacción República
29 de noviembre, 2014

¡País de la eterna primavera serán mis polainas! Qué clima más raro; frío, viento, humedad, se nubla, llueve y luego sale el sol… De seguro que el cambio climático se llevó lo agradable que era pasear por las calles de la “tacita de plata”, como me han contado que abuelos y bisabuelos lo hacían para dejarse ver. De todas maneras me han advertido que no lo haga jamás. Que los ladrones asechan en cualquier lugar, tanto en la calle, en los medios de transporte, en los Ministerios, en los púlpitos y en las curules. Mon Dieu.

Ante mi cara de “¿es que aquí no pueden caminar tranquilamente?” piadosos chapines me han dado un consuelo: Si quiero caminar puedo ir a algún centro comercial, “hasta tienen fuentes y bancas” me explican con cierto provinciano orgullo. Como no me vieron convencida dijeron que si lo mío es que el aire natural me alborote el cabello; me han mandado a un lugar que parece una escenografía de parque temático donde hay un gigante hecho de mármol que sale lujurioso y desnudo del suelo. Allí, me dijeron, puedo caminar sin miedo pero sin alejarme de su perímetro de seguridad. ¿A dónde he venido a parar?

Vine tras las huellas de mis antepasados desandando sus caminos para entender quién soy. Nací aquí pero me llevaron al exilio por la guerra. Pero esa es una larga historia que viene desde más atrás. Mi enorme familia ha ido y venido de diferentes regiones, lejanas y cercanas, ha regresado muchas veces. Parece que es algo que te marca. Puedes irte a respirar otros aires y a oír otras ideas, pero ellos siempre terminaban regresando. Es algo que se me mete en la piel, ¿por qué? eso he venido a averiguar.

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También esa materia prima para escribir a esos personajes en busca de autor que posarán para mi lienzo en blanco que es la pantalla de este ordenador. Igual como lo hizo una de las antepasadas más ilustres, una que tenía el mismo nombre de pila que yo pero con un apellido de más rancio abolengo. Mujer del siglo 19 que se adelantó a su tiempo, pícara, rebelde, independiente, bohemia y sin un sólo pelito en lengua: Josefa García Granados.

El día que llegué

Nunca lo olvidaré. Aterrizo buscando un aeropuerto que en las fotos de los tíos que venían en los 80 parecía un edificio colorido y con alma, pero encuentro una plasta de cemento gris con los servicios mínimos para ser llamado internacional. Luego de mucho esperar mi equipaje y a pesar del largo viaje quiero tomar algo para el relax, pero son casi las 12 de la noche de un lunes y me dicen que todo está cerrado. Y ese frío y viento que no esperaba levanta mi corto vestido de A. Domínguez.

“¿Es que no hay dónde comer a estas horas?”, digo ya algo molesta, a lo que el taxista solícito responde, luego de echarle un ojo a mi pantorrilla tonificada por el yoga, que él me puede llevar a comer algo muy tradicional de acá. Recordando mis lecturas pregunto: “¿Pepián, tamal, jocón, hilachas?”, empezando a salivar. “No”, me dice con su mejor sonrisa de galán cincuentón y panzón, “se llaman shucos”.  Acepto luego de sacar de mi maleta algo que abrigue me lleva a un desierto barrio antiguo.

Si hubiera sabido la etimología de esa palabra no habría ido. Lo juro. Sin embargo, el hambre enceguece y las tripas mandan. Unos minutos después veo a un joven cocinero hacer una especie de hot dog con la habilidad de un bar tender en la competencia Diageo World Class. Todo sincronizado y coreografiado, la música de fondo también es nacional. Con orgullo luciendo su diente frontal de oro me dice: “Se llama chicarrón con pelos”. Mientras él practica sus pasos de baile, le hinco al diente a un sándwich gigante que al parecer tiene de todo. Desde que baja por mi esófago algo en mi interior protesta.  Me tomo una cerveza local muy fría; “la mejor del mundo” me asegura el taxista. Ya con cierto malestar veo el taxímetro y me doy cuenta que es hora de ir a buscar la casa de mi tía, donde me quedaré.

La casa de mi tía está en un complejo que aquí llaman condominio, totalmente circulado y vigilado, como un campo de concentración, con guardias armados y alambres de púas. Me siento encerrada, ¿qué pasaría si hay una emergencia? El sonriente taxista se tuvo que quedar afuera, aquí no se permite entrar a extraños. Mientras camino las ocho cuadras que hay entre lo que llaman garita a la casa donde viviré, y arrastro mi equipaje LV, siento punzadas en el estómago. Además, veo las casas, a pesar de estar dentro de un espacio bien delimitado tienen barrotes en sus puertas y ventanas. No muy entiendo pero debo llegar al WC lo más pronto posible…

Cuando le cuento a mi tía que fui al Centro Histórico a comer shucos a media noche casi le da el surmenage. Quisiera contarle más pero algo sube por mi garganta. Debí hacerle caso a la advertencia de mi libro de viajes: “No coma en la calle ni tome agua del grifo”. Mi tía me da un té de hierbas muy rico, pero no parece ser suficiente.

El cuarto de huéspedes que me dan es muy lindo, pero pequeño.  No tiene baño propio, debo ir al de visitas que está a unos metros. Prendo la TV para distraer el malestar y de paso ver un poco de qué va este país por estos días. Sudo, me pongo pálida. Algo sube por la garganta, pienso en todos los ingredientes del shuco. “Ay tocaya de antaño, Pepita de mi corazón, qué recibimiento me ha dado nuestra patria”.

En la pantalla encuentro una cara muy rara, ojos saltones y facciones inmóviles. Es una mujer cincuentona con uñas falsas y enormes, traje con transparencias y pose coqueta. Pienso: “Es una bailarina exótica en decadencia”, pero me quedo perpleja cuando me entero que ocupa dos puestos importantes en la administración pública de este país.

Sonríe como diva en su fiesta de cumpleaños, está presentando su nueva grabación. De pronto, un piano suena y empieza a cantar una canción que es himno para millones de personas en el mundo. Pero en lugar de inspirarme nostalgia, su desafinada voz y la mala pronunciación de las palabras en un idioma que no domina, terminan de hacer explotar algo dentro de mí y vomito…

Cuando llega mi tía, acompañada por su vieja empleada, encuentran la pantalla de la televisión cubierta con un desagradable mosaico, atrás alguien canta que añora sus tiempos pasados. Una mujer que ávida de poder y de fama confunde el escenario político con el de un reality show. Su sonrisa es amplia y reluciente, pero atrás hay vacío. Confunde a sus votantes con fans y con seguidores, para ella la farándula es lo mismo que administración pública. ¿Dónde están los verdaderos servidores?

Fue captada infraganti traficando influencias para mover las piezas del tablero del poder. No tuvo consecuencias gracias a la intervención de otro personaje interesante, una mujer que debe perseguir a los malos pero se hizo de la vista gorda. ¿Cómo no asquearse?

Mi tía y su mucama no salen de su asombro, mientras yo trato de sonreír y limpio mis comisuras. Hasta ahora veo que arriba de la cabecera de la cama hay un cartelito que dice: “Bienvenida a Guatemala, Pepita”.