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La ciudad de las gradas

Redacción República
22 de diciembre, 2018

La ciudad de las gradas, esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar. 

Si La Habana es la ciudad de las columnas, según la definió el novelista Alejo Carpentier –se puede comprobar al caminar por la calzada del Cerro, la calle Monte y a orillas del Malecón, olas tras olas de columnas sosteniendo edificios, tan solo interrumpidas por las ruinas y los parques que reemplazaron a los solares derruidos por el salitre y el abandono–, la capital de México es la ciudad de las gradas.

Los españoles se dieron gusto al erradicar el templo mayor de la antigua Tenochtitlan y sustituir los sitios ceremoniales de Cholula por centenares de iglesias católicas. Pero aún perviven las gradas que subían los papas para ofrecer sahumerios a los ídolos, ante la vista del pueblo congregado decenas de metros abajo, y basta con utilizar el metro a cualquier hora del día para comprobarlo.

Piense en la línea naranja, entre El Rosario y Barranca del Muerto. Se va a quedar en una estación intermedia, digamos Polanco o Auditorio Nacional. Tome aire porque le tocará subir una buena cantidad de gradas. Ni se moleste en contarlas. Tampoco se ilusione con las escaleras eléctricas: funcionan en sentido contrario al ascenso o están repletas de gente. Si cree que llegó al final y se encontrará con la salida que da al paseo de La Reforma, o la avenida Presidente Masaryk, olvídese. Apenas cumplió el primer tramo. Siguen los escalones, empinados en ángulo de 45 grados. La geometría y la arquitectura se combinan para obligarlo a hacer ejercicio. Haga de cuenta que lo guían a las estructuras donde se autoriza el paso de turistas en Tikal y Teotihuacán. Y no se haga la víctima, que la misma prueba tienen los demás pasajeros.

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Ahora sus amistades viven en la alcaldía Iztapalapa, con vista al cerro de La Estrella –famoso por la puesta en escena de la pasión de Cristo que tiene lugar cada Viernes Santo– y tendrá que bajarse en la estación Atlalilco. Ahí debe transbordar a la línea dorada y seguir hasta Calle 11. Aparte de las gradas, llegará a pensar que atraviesa la ruta al Mictlán, los dominios de Xibalbá y el inframundo maya: camina un poco, hace una pausa para descansar si la maleta que lleva está muy pesada, y así se mantiene mientras la siguiente estación se hace esperar un kilómetro, según le cuentan después, hasta que por fin llega al andén de espera y no tarda en asomarse el primer vagón del metro. Al verlo desenroscarse, antes de detenerse para que baje y entre la gente, pensará en las mil vueltas de Quetzalcoátl, la serpiente emplumada.

Como ya roza los cuarenta y tantos años, notará que las rodillas, los muslos y la cintura le duelen como si les faltara el engrase para que funcionen al ritmo de veinte años atrás. Entonces sus amistades le preguntarán cómo está del colesterol, los triglicéridos y la presión. Usted se hace el valiente: «no, nada que ver, es el puro cansancio y la falta de costumbre». A cambio puede apreciar las cimas de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl –pruebe a pronunciarlos de corrido– que amanecieron cubiertas de nieve porque está haciendo mucho frío.

Al otro día se sentirá como oso hibernando en su cueva y esperará a que mejore el clima para reencontrarse con la Ciudad de México, prepararse para subir y bajar gradas, e ir en fechas separadas por doce días de distancia a los conciertos de Deep Purple (que vienen en plan de despedida) y Roger Waters (en el tramo final de su gira por la zona hispanoportuguesa del continente americano).

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22 de diciembre, 2018

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Si La Habana es la ciudad de las columnas, según la definió el novelista Alejo Carpentier –se puede comprobar al caminar por la calzada del Cerro, la calle Monte y a orillas del Malecón, olas tras olas de columnas sosteniendo edificios, tan solo interrumpidas por las ruinas y los parques que reemplazaron a los solares derruidos por el salitre y el abandono–, la capital de México es la ciudad de las gradas.

Los españoles se dieron gusto al erradicar el templo mayor de la antigua Tenochtitlan y sustituir los sitios ceremoniales de Cholula por centenares de iglesias católicas. Pero aún perviven las gradas que subían los papas para ofrecer sahumerios a los ídolos, ante la vista del pueblo congregado decenas de metros abajo, y basta con utilizar el metro a cualquier hora del día para comprobarlo.

Piense en la línea naranja, entre El Rosario y Barranca del Muerto. Se va a quedar en una estación intermedia, digamos Polanco o Auditorio Nacional. Tome aire porque le tocará subir una buena cantidad de gradas. Ni se moleste en contarlas. Tampoco se ilusione con las escaleras eléctricas: funcionan en sentido contrario al ascenso o están repletas de gente. Si cree que llegó al final y se encontrará con la salida que da al paseo de La Reforma, o la avenida Presidente Masaryk, olvídese. Apenas cumplió el primer tramo. Siguen los escalones, empinados en ángulo de 45 grados. La geometría y la arquitectura se combinan para obligarlo a hacer ejercicio. Haga de cuenta que lo guían a las estructuras donde se autoriza el paso de turistas en Tikal y Teotihuacán. Y no se haga la víctima, que la misma prueba tienen los demás pasajeros.

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Ahora sus amistades viven en la alcaldía Iztapalapa, con vista al cerro de La Estrella –famoso por la puesta en escena de la pasión de Cristo que tiene lugar cada Viernes Santo– y tendrá que bajarse en la estación Atlalilco. Ahí debe transbordar a la línea dorada y seguir hasta Calle 11. Aparte de las gradas, llegará a pensar que atraviesa la ruta al Mictlán, los dominios de Xibalbá y el inframundo maya: camina un poco, hace una pausa para descansar si la maleta que lleva está muy pesada, y así se mantiene mientras la siguiente estación se hace esperar un kilómetro, según le cuentan después, hasta que por fin llega al andén de espera y no tarda en asomarse el primer vagón del metro. Al verlo desenroscarse, antes de detenerse para que baje y entre la gente, pensará en las mil vueltas de Quetzalcoátl, la serpiente emplumada.

Como ya roza los cuarenta y tantos años, notará que las rodillas, los muslos y la cintura le duelen como si les faltara el engrase para que funcionen al ritmo de veinte años atrás. Entonces sus amistades le preguntarán cómo está del colesterol, los triglicéridos y la presión. Usted se hace el valiente: «no, nada que ver, es el puro cansancio y la falta de costumbre». A cambio puede apreciar las cimas de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl –pruebe a pronunciarlos de corrido– que amanecieron cubiertas de nieve porque está haciendo mucho frío.

Al otro día se sentirá como oso hibernando en su cueva y esperará a que mejore el clima para reencontrarse con la Ciudad de México, prepararse para subir y bajar gradas, e ir en fechas separadas por doce días de distancia a los conciertos de Deep Purple (que vienen en plan de despedida) y Roger Waters (en el tramo final de su gira por la zona hispanoportuguesa del continente americano).

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