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A la par de la banda

Redacción República
21 de abril, 2019

A la par de la banda, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

A la memoria de José Antonio Samayoa Lorenzana, quien acompañaba las marchas procesionales de su pueblo

1 Cuando niño, las marchas procesionales me ponían de bajón. Yo quería que se terminara rápido la Semana Santa para que dejaran de ponerlas en la radio. El tiempo se ponía en mi contra al transcurrir sin apremios, lo que retardaba la llegada del atardecer y por fin apagaran el aparato colocado en el corredor de la casa.

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Fue hasta hace poco, muy poco, que les tomé aprecio. «Qué tu Richard Wagner ni qué tu festival de Bayreuth», me dije: «esto es música». Y decidí acompañar la procesión de Viernes Santo para escuchar a la orquesta que camina detrás del Señor Sepultado.

2 Dos redoblantes marcan el paso de la procesión. La orquesta guarda silencio. El director, trajeado de gala, distribuye fotocopias de partituras entre los músicos. Cada quien las ordena y esperan la señal de arranque, a cargo de los timbales. El director alza la batuta y la música vuelve a acompañar el recorrido, como si fuera un oleaje impetuoso.

El tambor mayor impone silencio. El gong anuncia que el huésped de honor acaba de llegar y pide audiencia en la cámara del rey. Las trompetas y trombones nos advierten la solemnidad del momento; los clarines y la flauta se susurran entre sí, como temerosos de oírse demasiado fuerte; la tuba y los platillos detonan en ciertos pasajes; el xilófono los guía a tientas. El anda se mece cuando está por doblar la esquina, o espera a que alcen los cables del tendido eléctrico para evitar descargas.

Capto nombres al azar: «Cristo de San Felipe», «Jesús de la Humildad», «El llanto de la Virgen». Piezas del repertorio de antaño que se ejecutan sin fallas, notas en falso y cruces entre los instrumentos. La tradición se renueva: cada año se estrenan nuevas marchas en la capital y Antigua Guatemala. Acompañan la muerte simbólica del Redentor; deberían anunciar su resurrección.

El cortejo entra en las calles que no forman parte de mi recorrido habitual, o prefiero evitarlas porque cierta gente, ustedes me entienden, le cobra derecho de paso al forastero. El cambio de brazos se anuncia a golpe de matraca. El anda se detiene de golpe, se acomoda, retrocede y se vuelve a estabilizar. Un vendedor de chupetes se abre paso entre la gente, ofreciendo su producto a quetzal cada uno.

3 Aparte de escuchar a los músicos, me fijé en los recolectores. Hay gente que adorna las alfombras con flores y macetas. Los feligreses más avispados arrebatan la presa sin consideraciones. No falta quien ofrenda mangos, aguacates, piñas, sandías, jocotes y zanahorias; le tiene sin cuidado las críticas por desperdiciarlos. Niños y señoras recuperan los frutos que no estén demasiado machucados para lavarlos y comerlos en casa.

Hay animales que siguen la procesión entera, como la perra color café que reaparecía puntual cada dos o tres cuadras. Y ahí estuvo, no podía faltar, el hombre que terminó en la calle debido a enfermedad mental, darle demasiado al alcohol de farmacia cuarteado con azúcar, o pasársela respirando a través del trapo empapado en aguarrás. Pasó saludando a varios músicos y se colocó detrás del tambor mayor, mientras sonaba un chinchín.

Recién me fijé que el anda de la Virgen Dolorosa, portada por mujeres, camina encima de la alfombra desecha. Le toca abrirse paso entre aserrín revuelto, corozo despenicado y coralillo regado por el suelo. ¿No les parece que debería hacerlo encima de una alfombra recién hecha en vez de barrer los restos?

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1 Cuando niño, las marchas procesionales me ponían de bajón. Yo quería que se terminara rápido la Semana Santa para que dejaran de ponerlas en la radio. El tiempo se ponía en mi contra al transcurrir sin apremios, lo que retardaba la llegada del atardecer y por fin apagaran el aparato colocado en el corredor de la casa.

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Fue hasta hace poco, muy poco, que les tomé aprecio. «Qué tu Richard Wagner ni qué tu festival de Bayreuth», me dije: «esto es música». Y decidí acompañar la procesión de Viernes Santo para escuchar a la orquesta que camina detrás del Señor Sepultado.

2 Dos redoblantes marcan el paso de la procesión. La orquesta guarda silencio. El director, trajeado de gala, distribuye fotocopias de partituras entre los músicos. Cada quien las ordena y esperan la señal de arranque, a cargo de los timbales. El director alza la batuta y la música vuelve a acompañar el recorrido, como si fuera un oleaje impetuoso.

El tambor mayor impone silencio. El gong anuncia que el huésped de honor acaba de llegar y pide audiencia en la cámara del rey. Las trompetas y trombones nos advierten la solemnidad del momento; los clarines y la flauta se susurran entre sí, como temerosos de oírse demasiado fuerte; la tuba y los platillos detonan en ciertos pasajes; el xilófono los guía a tientas. El anda se mece cuando está por doblar la esquina, o espera a que alcen los cables del tendido eléctrico para evitar descargas.

Capto nombres al azar: «Cristo de San Felipe», «Jesús de la Humildad», «El llanto de la Virgen». Piezas del repertorio de antaño que se ejecutan sin fallas, notas en falso y cruces entre los instrumentos. La tradición se renueva: cada año se estrenan nuevas marchas en la capital y Antigua Guatemala. Acompañan la muerte simbólica del Redentor; deberían anunciar su resurrección.

El cortejo entra en las calles que no forman parte de mi recorrido habitual, o prefiero evitarlas porque cierta gente, ustedes me entienden, le cobra derecho de paso al forastero. El cambio de brazos se anuncia a golpe de matraca. El anda se detiene de golpe, se acomoda, retrocede y se vuelve a estabilizar. Un vendedor de chupetes se abre paso entre la gente, ofreciendo su producto a quetzal cada uno.

3 Aparte de escuchar a los músicos, me fijé en los recolectores. Hay gente que adorna las alfombras con flores y macetas. Los feligreses más avispados arrebatan la presa sin consideraciones. No falta quien ofrenda mangos, aguacates, piñas, sandías, jocotes y zanahorias; le tiene sin cuidado las críticas por desperdiciarlos. Niños y señoras recuperan los frutos que no estén demasiado machucados para lavarlos y comerlos en casa.

Hay animales que siguen la procesión entera, como la perra color café que reaparecía puntual cada dos o tres cuadras. Y ahí estuvo, no podía faltar, el hombre que terminó en la calle debido a enfermedad mental, darle demasiado al alcohol de farmacia cuarteado con azúcar, o pasársela respirando a través del trapo empapado en aguarrás. Pasó saludando a varios músicos y se colocó detrás del tambor mayor, mientras sonaba un chinchín.

Recién me fijé que el anda de la Virgen Dolorosa, portada por mujeres, camina encima de la alfombra desecha. Le toca abrirse paso entre aserrín revuelto, corozo despenicado y coralillo regado por el suelo. ¿No les parece que debería hacerlo encima de una alfombra recién hecha en vez de barrer los restos?

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