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Cuento de ciclistas

Luis Gonzalez
05 de mayo, 2019

Cuento de ciclistas, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Junto al rechazo a la bolsa plástica para recibir las compras, el uso de la bicicleta para ahorrar combustible, y no contaminar al planeta Tierra con el humo de escape, prende fuerte en cierto sector de la población más o menos pudiente, más o menos estudiado, que se permite el lujo de tener una montañesa bien aceitada y lubricada.

Lo cierto es que se necesita ser audaz, incluso temerario, para manejar bicicleta entre el tráfico que desespera a todo conductor que atraviese la calzada Roosevelt, el bulevar Liberación y la calle Martí. El ciclista resulta un estorbo: pueden apartarlo con la misma facilidad con que nos sacudimos las hormigas del pantalón. En esa situación merece mi solidaridad y deploro la falta de buenos modales al volante.

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Pero no me causa gracia que utilice las banquetas –cada vez más estrechas, cuando no inexistentes– para desplazarse como si compitiera en la Vuelta a Guatemala sin detener su marcha, o siquiera bajar la velocidad, al encontrarse con personas que vienen caminando.

Dos veces, al doblar la esquina en calles del centro –la más reciente fue bajando al parque Colón– me topé de bruces con velocistas que venían en sentido contrario; de premio, me insultaron por no fijarme dónde andaba.

En otras ocasiones los diviso desde lejos, me les planto enmedio y sigo mi camino: me pasan rozando, o me golpean el brazo izquierdo con el timón. Ninguno tuvo el decoro de hacerse a un lado: tercos que son, su altanería nos recuerda que «este macho es mi mula».

Lo mismo sucede en el Paseo de la Sexta, bajo la mirada de los agentes municipales de tránsito. Los ciclistas se abren paso entre la gente con la misma desconsideración de los patinadores. Y en señal de su pronto amoldamiento a las costumbres del país, he visto a turistas muy rubios y muy sofocados siguiendo el mismo ejemplo cerca del Palacio Nacional.

Estos modales no son exclusivos del pueblo raso. Hace un par de años, en Quetzaltenango, estaba almorzando en un restaurante situado a una cuadra del parque Centro América. Vi a un par de artistas –lo supuse por su forma de vestir: boina, morral al hombro, calzado fino– montados en sus bicicletas encima de la banqueta. Dos señoras se bajaron a la calle, a riesgo de que las atropellaran, para dejarlos pasar.

Dieron la vuelta a la manzana donde está el pasaje Enríquez, como si buscaran algo, y al siguiente parpadeo los vi detenerse ante el restaurante. Sus bicicletas eran modelos portátiles: en pocos minutos las hicieron un paquete, entraron con ellas y se sentaron a la espera de que les tomaran la orden. Uno de ellos se me hizo conocido y estaba por terminar mi sopa de zanahoria cuando lo identifiqué: era el fotógrafo que exponía sus retratos en Casa No’j.

No hay pretexto, tampoco justificación, para manejar las bicicletas donde no se debe. No le echen la culpa a la falta de ciclovías. El ciclista necesita su espacio en la calle; nosotros los peatones pedimos conservar la acera.

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05 de mayo, 2019

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Lo cierto es que se necesita ser audaz, incluso temerario, para manejar bicicleta entre el tráfico que desespera a todo conductor que atraviese la calzada Roosevelt, el bulevar Liberación y la calle Martí. El ciclista resulta un estorbo: pueden apartarlo con la misma facilidad con que nos sacudimos las hormigas del pantalón. En esa situación merece mi solidaridad y deploro la falta de buenos modales al volante.

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Pero no me causa gracia que utilice las banquetas –cada vez más estrechas, cuando no inexistentes– para desplazarse como si compitiera en la Vuelta a Guatemala sin detener su marcha, o siquiera bajar la velocidad, al encontrarse con personas que vienen caminando.

Dos veces, al doblar la esquina en calles del centro –la más reciente fue bajando al parque Colón– me topé de bruces con velocistas que venían en sentido contrario; de premio, me insultaron por no fijarme dónde andaba.

En otras ocasiones los diviso desde lejos, me les planto enmedio y sigo mi camino: me pasan rozando, o me golpean el brazo izquierdo con el timón. Ninguno tuvo el decoro de hacerse a un lado: tercos que son, su altanería nos recuerda que «este macho es mi mula».

Lo mismo sucede en el Paseo de la Sexta, bajo la mirada de los agentes municipales de tránsito. Los ciclistas se abren paso entre la gente con la misma desconsideración de los patinadores. Y en señal de su pronto amoldamiento a las costumbres del país, he visto a turistas muy rubios y muy sofocados siguiendo el mismo ejemplo cerca del Palacio Nacional.

Estos modales no son exclusivos del pueblo raso. Hace un par de años, en Quetzaltenango, estaba almorzando en un restaurante situado a una cuadra del parque Centro América. Vi a un par de artistas –lo supuse por su forma de vestir: boina, morral al hombro, calzado fino– montados en sus bicicletas encima de la banqueta. Dos señoras se bajaron a la calle, a riesgo de que las atropellaran, para dejarlos pasar.

Dieron la vuelta a la manzana donde está el pasaje Enríquez, como si buscaran algo, y al siguiente parpadeo los vi detenerse ante el restaurante. Sus bicicletas eran modelos portátiles: en pocos minutos las hicieron un paquete, entraron con ellas y se sentaron a la espera de que les tomaran la orden. Uno de ellos se me hizo conocido y estaba por terminar mi sopa de zanahoria cuando lo identifiqué: era el fotógrafo que exponía sus retratos en Casa No’j.

No hay pretexto, tampoco justificación, para manejar las bicicletas donde no se debe. No le echen la culpa a la falta de ciclovías. El ciclista necesita su espacio en la calle; nosotros los peatones pedimos conservar la acera.

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