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Competencias

Redacción República
21 de julio, 2019

Competencias, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Frente a la sucursal de cierta cadena de comida lista para servirse –omito el nombre por aquello de los conflictos con los anunciantes–, de cara a la calle y colocada sobre un pedestal, estaba una bocina.

Tronaba fuerte.

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Dentro, los comensales debían hacerse entender a gritos para solicitar sus porciones de papas fritas –producto que se sirve en todas partes, por eso lo menciono– y sus vasos de agua gaseosa con hielo.

Afuera, en la calle opuesta, cierta compañía de celulares –tampoco menciono el nombre por aquello de que cancelen la pauta en el medio que me alberga– ofrecía chips con amplia cantidad de datos para navegar por internet y teléfonos que seguro terminarán robados, o estrellados contra el piso en un arrebato de celo conyugal. Tenían dos bocinas que respondían al sonido de enfrente.

En la otra esquina, a la par de una señora entrada en carnes que esperaba la llegada de compradores de ropa usada, pusieron otra bocina.

Las orillas estaban despintadas y carcomidas, pero todavía se animaba a ponerse a la par de la nueva generación que hasta lucecitas trae para destellar al sonar del pum pum y el trepidar del ponchis ponchis.

Todos competían entre sí por atraer clientes. O quizá se esmeraban por nublar el juicio y borrar todo discernimiento a la hora de comprar la playera, el teléfono o el batido de chocolate para el postre.

El dinero saldría en cantidad de la billetera o de la tarjeta de débito. Los consumidores tratarían de explicarse a qué horas y cómo fue que se gastaron media quincena en una sola salida.

¿Será que los dueños de los locales, o quienes los alquilan, ganarán lo suficiente para cubrir la factura por el uso de energía eléctrica, dado el uso asiduo y constante de las bocinas para animar las ventas?

Ahora me pregunto si la señora de la venta de ropa, los promotores de celulares y los trabajadores del restaurante podrán dormir con el ruidero que se les instala en la mente y no para de zumbarles en los oídos hasta bien entrada la madrugada.

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Tronaba fuerte.

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Dentro, los comensales debían hacerse entender a gritos para solicitar sus porciones de papas fritas –producto que se sirve en todas partes, por eso lo menciono– y sus vasos de agua gaseosa con hielo.

Afuera, en la calle opuesta, cierta compañía de celulares –tampoco menciono el nombre por aquello de que cancelen la pauta en el medio que me alberga– ofrecía chips con amplia cantidad de datos para navegar por internet y teléfonos que seguro terminarán robados, o estrellados contra el piso en un arrebato de celo conyugal. Tenían dos bocinas que respondían al sonido de enfrente.

En la otra esquina, a la par de una señora entrada en carnes que esperaba la llegada de compradores de ropa usada, pusieron otra bocina.

Las orillas estaban despintadas y carcomidas, pero todavía se animaba a ponerse a la par de la nueva generación que hasta lucecitas trae para destellar al sonar del pum pum y el trepidar del ponchis ponchis.

Todos competían entre sí por atraer clientes. O quizá se esmeraban por nublar el juicio y borrar todo discernimiento a la hora de comprar la playera, el teléfono o el batido de chocolate para el postre.

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¿Será que los dueños de los locales, o quienes los alquilan, ganarán lo suficiente para cubrir la factura por el uso de energía eléctrica, dado el uso asiduo y constante de las bocinas para animar las ventas?

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