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El conteo final del Perro Aguayo

Redacción República
07 de julio, 2019

El conteo final del Perro Aguayo, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR

1. Elogio y evocación

Al Perro Aguayo me lo encontré entre los chistes que coleccionaba uno de mis primos por parte de papá. Serio, ordenado y muy estricto, costaba que accediera a prestarlos. Y cuidadito con regresárselos con las páginas dobladas, o con las grapas a punto de desprenderse: tales infracciones se premiaban con un coshco, la variante guatemalteca del coscorrón.

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Así vine a dar con la historieta protagonizada por un luchador llamado el Perro Aguayo. Al comienzo medía fuerzas contra un exótico –bando que incorpora besos, caricias, insinuaciones y algún que otro toqueteo para desconcertar al rival–; después acudía al llamado de la dama en apuros y la rescataba de los matones que la perseguían. La leí cantidad de veces.

Cierto domingo, durante el resumen deportivo transmitido por el Canal de las Estrellas –ocupaba el número 22 del sistema de cable al que estábamos suscritos en casa–, me enteré que el Perro Aguayo existía. Ahí estaba, con su trusa blanca y sus botas lanudas, en una función de la Arena México. Armó tercia con Ringo Mendoza y el geniecillo azul, Lizmark; enfrentó al Satánico, Sangre Chicana y Fabuloso Blondy; al final se armó la de todos contra todos y el Perro se volteó contra Ringo Mendoza. A los años supe que venía de hacer carrera en la escena independiente que solía presentarse en el Toreo de Cuatro Caminos.

Seguí de cerca el pique que tuvo con el cubano Konnan hasta que le arrebató la máscara con una ayudita del Gran Davis, el árbitro que se identificó con los rudos. Su triunfo tan artero –el drama se acentuó cuando un niño al que presentaron como el hermanito de Konnan se le acercó llorando a abrazarlo– y la amistad que los unió al poco tiempo mostraron la habilidad de la Empresa Mexicana de Lucha Libre para mantener ansiosos, con ganas de saber en qué terminaría todo, a los espectadores. Hicieron que se acercaran a la taquilla de la arena para comprar sus boletos, o pagaran su cuota mensual para disfrutar de los programas que se ofrecen en exclusiva a través de la señal de cable. Lograron que el público se levantara de sus butacas y lanzara imprecaciones contra la pantalla del televisor: nadie permaneció indiferente.

Al enterarme que falleció Pedro Aguayo Damián, el nombre que asentaron en su partida de nacimiento y portó en su credencial de elector, busqué sus combates en Youtube, el portal depositario del acervo televisivo de la humanidad. Encontré la función estelar del 20 de marzo de 1992: el mano a mano entre el Perro Aguayo y Sangre Chicana, el amo del escándalo. El árbitro fue el Gato Montini, continuador de la tradición del réferi mafioso que tuvo su exponente mayor en el argentino William Boo. Motivo para que los seguidores del Perro Aguayo temieran lo peor; también recibió sus guamazos de parte de Arturo Casco «La Fiera», second de Sangre Chicana. Poco podía hacer Konnan para defenderlo, por mucho que le reclamara su inacción al Gato Montini y arrastrara al público a su favor.

Aunque luchaba en desventaja, el Perro no se arredró y continuó lanzando sus cargas contra el enemigo. Esa reciedumbre, capaz de absorber castigos (cortes en la frente, topetazos contra los postes, el foul lanzado como último recurso para ganar la tercera caída), lo hizo un can duro de roer y cimentó su presencia en el pancracio mexicano. Pudo faltarle el llaveo para la lucha al ras de lona, como señalan sus críticos, pero lo compensaba con su marcha siempre adelante. Vendía cara la derrota; cada golpe recibido, en vez de debilitarlo, lo recargaba cual pila recién comprada. Dos movimientos lo identificaron: la silla, al lanzarse desde lo alto del poste para caer sentado sobre el rival, y la lanza, el salto que terminaba clavándose en las costillas del oponente.

Pedro Aguayo Damián dejó este mundo material a los 73 años. Bien pudo durar algún tiempo más, recibiendo los cuidados necesarios, pero no había cura para el pesar en que se hundió desde ese funesto accidente ocurrido en Tijuana que lo dejó sin su hijo y heredero, Pedro Aguayo Ramírez, ocurrido en 2014. Las muestras de cariño se manifestaron apenas se confirmó su deceso: el Perro Aguayo llegó a ese estado superior donde se hizo querer por todos los aficionados a la lucha libre, sin importar que militen en el bando rudo o tengan preferencia por los técnicos.

2. El Perro al habla

En noviembre de 1992, el sello Marc Ediciones publicó el libro de entrevistas Sin máscara ni caballera, firmado por la periodista Lola Miranda Fascinetto. Reúne encuentros con los luchadores más notables de la época, como Atlantis, Fuerza Guerrera, Octagón, Martha Villalobos, el Vampiro Canadiense y Pirata Morgan. Los únicos ausentes, ahora me pregunto por qué, fueron Cien Caras, Villano III, Brazo de Plata y Doctor Wagner Jr.

El Perro Aguayo encabezó el elenco de las figuras en activo y compartió detalles acerca de su infancia campesina en el municipio de Nochistlán, estado de Zacatecas, hasta los 45 años que tenía cuando le tomaron declaración. Copio los párrafos que nos acercan al hombre que fue y cómo llegó a ser el atleta que hoy recordamos:

Soy ranchero. Lo único que sabía hacer era labrar la tierra, pero las tierras que sembrábamos no nos daban de comer porque recogíamos más espinas que maíz y frijol, nuestra situación era muy precaria. Sé lo que es tener hambre y no tener qué comer, soy de origen muy humilde. Era analfabeta, no sabía hablar, todavía no hablo muy bien, pero ya se me entiende. Hablaba mocho el castellano y con tiples.

Toda mi vida, desde niño, he sido trabajador, nunca le he pedido a nadie, siempre me he ganado el pan con el sudor de mi frente. Cuando era panadero comencé a entrenar, pues aunque era un niño de ocho años los pandilleros me quitaban lo poco que traía y me golpeaban: eran cinco o más tipos de 20 a 30 años que me pateaban, me hacían hablar para reírse de mí.

Yo soy rudo, mi carácter es agresivo. Primero fue así porque creí que la sociedad estaba en mi contra. Después me hice muy calmado. Yo creo que se debía a mi pobreza, a que todo el mundo me golpeara en la calle y me hiciera hablar para reírse, porque desgraciadamente la gente es muy abusiva con los pobres: en lugar de ayudarlos trata de pisotearlos; ya cuando me supe defender me calmé.

Cuando camino al ring, siento la cara muy caliente, y al subir al cuadrilátero me transformo, me siento otra persona. Al primer golpe, en lugar de achicarme, me agrando. Me gusta pegar y, si me pegan, no le saco, esa es mi característica.

A veces soy el más odiado y otras el más querido, eso es lo bonito. Yo hago lo que quiero con la gente, no la gente conmigo. Le doy todo lo mejor de mí y ella lo aprecia; la hago enojar mucho o me aplaude. Todo es de acuerdo a lo que siento en el momento de la lucha, son mis vibraciones; al público le transmito el carácter que tengo ese día.

Tengo muchas fracturas: en la espina dorsal, en los brazos que están encogidos y no los puedo estirar. Tengo operaciones en piernas, tobillos, pies, manos y espina dorsal; lo de la frente es superficial, esas cicatrices «no tienen la mayor importancia», como decía un artista.

Me podría enderezar la nariz, hacerme cirugía en la frente, pero no tengo complejos, no me interesa. Ni cuando era pobre era acomplejado, sentía impotencia y eso mismo me hizo pensar que iba a lograr algo y así fue

Dicen que cuando se apuesta la cabellera contra la máscara, siempre gana la máscara, es mentira, y lo demuestro, porque a mí nada más en cinco ocasiones me han quitado la cabellera y yo he quitado 21 máscaras y más de 100 cabelleras. Nunca usé máscara, en primer lugar porque no tenía para comprarla, así me conoció la gente, sin máscara, ya después para qué me la ponía.

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Al Perro Aguayo me lo encontré entre los chistes que coleccionaba uno de mis primos por parte de papá. Serio, ordenado y muy estricto, costaba que accediera a prestarlos. Y cuidadito con regresárselos con las páginas dobladas, o con las grapas a punto de desprenderse: tales infracciones se premiaban con un coshco, la variante guatemalteca del coscorrón.

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Así vine a dar con la historieta protagonizada por un luchador llamado el Perro Aguayo. Al comienzo medía fuerzas contra un exótico –bando que incorpora besos, caricias, insinuaciones y algún que otro toqueteo para desconcertar al rival–; después acudía al llamado de la dama en apuros y la rescataba de los matones que la perseguían. La leí cantidad de veces.

Cierto domingo, durante el resumen deportivo transmitido por el Canal de las Estrellas –ocupaba el número 22 del sistema de cable al que estábamos suscritos en casa–, me enteré que el Perro Aguayo existía. Ahí estaba, con su trusa blanca y sus botas lanudas, en una función de la Arena México. Armó tercia con Ringo Mendoza y el geniecillo azul, Lizmark; enfrentó al Satánico, Sangre Chicana y Fabuloso Blondy; al final se armó la de todos contra todos y el Perro se volteó contra Ringo Mendoza. A los años supe que venía de hacer carrera en la escena independiente que solía presentarse en el Toreo de Cuatro Caminos.

Seguí de cerca el pique que tuvo con el cubano Konnan hasta que le arrebató la máscara con una ayudita del Gran Davis, el árbitro que se identificó con los rudos. Su triunfo tan artero –el drama se acentuó cuando un niño al que presentaron como el hermanito de Konnan se le acercó llorando a abrazarlo– y la amistad que los unió al poco tiempo mostraron la habilidad de la Empresa Mexicana de Lucha Libre para mantener ansiosos, con ganas de saber en qué terminaría todo, a los espectadores. Hicieron que se acercaran a la taquilla de la arena para comprar sus boletos, o pagaran su cuota mensual para disfrutar de los programas que se ofrecen en exclusiva a través de la señal de cable. Lograron que el público se levantara de sus butacas y lanzara imprecaciones contra la pantalla del televisor: nadie permaneció indiferente.

Al enterarme que falleció Pedro Aguayo Damián, el nombre que asentaron en su partida de nacimiento y portó en su credencial de elector, busqué sus combates en Youtube, el portal depositario del acervo televisivo de la humanidad. Encontré la función estelar del 20 de marzo de 1992: el mano a mano entre el Perro Aguayo y Sangre Chicana, el amo del escándalo. El árbitro fue el Gato Montini, continuador de la tradición del réferi mafioso que tuvo su exponente mayor en el argentino William Boo. Motivo para que los seguidores del Perro Aguayo temieran lo peor; también recibió sus guamazos de parte de Arturo Casco «La Fiera», second de Sangre Chicana. Poco podía hacer Konnan para defenderlo, por mucho que le reclamara su inacción al Gato Montini y arrastrara al público a su favor.

Aunque luchaba en desventaja, el Perro no se arredró y continuó lanzando sus cargas contra el enemigo. Esa reciedumbre, capaz de absorber castigos (cortes en la frente, topetazos contra los postes, el foul lanzado como último recurso para ganar la tercera caída), lo hizo un can duro de roer y cimentó su presencia en el pancracio mexicano. Pudo faltarle el llaveo para la lucha al ras de lona, como señalan sus críticos, pero lo compensaba con su marcha siempre adelante. Vendía cara la derrota; cada golpe recibido, en vez de debilitarlo, lo recargaba cual pila recién comprada. Dos movimientos lo identificaron: la silla, al lanzarse desde lo alto del poste para caer sentado sobre el rival, y la lanza, el salto que terminaba clavándose en las costillas del oponente.

Pedro Aguayo Damián dejó este mundo material a los 73 años. Bien pudo durar algún tiempo más, recibiendo los cuidados necesarios, pero no había cura para el pesar en que se hundió desde ese funesto accidente ocurrido en Tijuana que lo dejó sin su hijo y heredero, Pedro Aguayo Ramírez, ocurrido en 2014. Las muestras de cariño se manifestaron apenas se confirmó su deceso: el Perro Aguayo llegó a ese estado superior donde se hizo querer por todos los aficionados a la lucha libre, sin importar que militen en el bando rudo o tengan preferencia por los técnicos.

2. El Perro al habla

En noviembre de 1992, el sello Marc Ediciones publicó el libro de entrevistas Sin máscara ni caballera, firmado por la periodista Lola Miranda Fascinetto. Reúne encuentros con los luchadores más notables de la época, como Atlantis, Fuerza Guerrera, Octagón, Martha Villalobos, el Vampiro Canadiense y Pirata Morgan. Los únicos ausentes, ahora me pregunto por qué, fueron Cien Caras, Villano III, Brazo de Plata y Doctor Wagner Jr.

El Perro Aguayo encabezó el elenco de las figuras en activo y compartió detalles acerca de su infancia campesina en el municipio de Nochistlán, estado de Zacatecas, hasta los 45 años que tenía cuando le tomaron declaración. Copio los párrafos que nos acercan al hombre que fue y cómo llegó a ser el atleta que hoy recordamos:

Soy ranchero. Lo único que sabía hacer era labrar la tierra, pero las tierras que sembrábamos no nos daban de comer porque recogíamos más espinas que maíz y frijol, nuestra situación era muy precaria. Sé lo que es tener hambre y no tener qué comer, soy de origen muy humilde. Era analfabeta, no sabía hablar, todavía no hablo muy bien, pero ya se me entiende. Hablaba mocho el castellano y con tiples.

Toda mi vida, desde niño, he sido trabajador, nunca le he pedido a nadie, siempre me he ganado el pan con el sudor de mi frente. Cuando era panadero comencé a entrenar, pues aunque era un niño de ocho años los pandilleros me quitaban lo poco que traía y me golpeaban: eran cinco o más tipos de 20 a 30 años que me pateaban, me hacían hablar para reírse de mí.

Yo soy rudo, mi carácter es agresivo. Primero fue así porque creí que la sociedad estaba en mi contra. Después me hice muy calmado. Yo creo que se debía a mi pobreza, a que todo el mundo me golpeara en la calle y me hiciera hablar para reírse, porque desgraciadamente la gente es muy abusiva con los pobres: en lugar de ayudarlos trata de pisotearlos; ya cuando me supe defender me calmé.

Cuando camino al ring, siento la cara muy caliente, y al subir al cuadrilátero me transformo, me siento otra persona. Al primer golpe, en lugar de achicarme, me agrando. Me gusta pegar y, si me pegan, no le saco, esa es mi característica.

A veces soy el más odiado y otras el más querido, eso es lo bonito. Yo hago lo que quiero con la gente, no la gente conmigo. Le doy todo lo mejor de mí y ella lo aprecia; la hago enojar mucho o me aplaude. Todo es de acuerdo a lo que siento en el momento de la lucha, son mis vibraciones; al público le transmito el carácter que tengo ese día.

Tengo muchas fracturas: en la espina dorsal, en los brazos que están encogidos y no los puedo estirar. Tengo operaciones en piernas, tobillos, pies, manos y espina dorsal; lo de la frente es superficial, esas cicatrices «no tienen la mayor importancia», como decía un artista.

Me podría enderezar la nariz, hacerme cirugía en la frente, pero no tengo complejos, no me interesa. Ni cuando era pobre era acomplejado, sentía impotencia y eso mismo me hizo pensar que iba a lograr algo y así fue

Dicen que cuando se apuesta la cabellera contra la máscara, siempre gana la máscara, es mentira, y lo demuestro, porque a mí nada más en cinco ocasiones me han quitado la cabellera y yo he quitado 21 máscaras y más de 100 cabelleras. Nunca usé máscara, en primer lugar porque no tenía para comprarla, así me conoció la gente, sin máscara, ya después para qué me la ponía.

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