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Historias Urbanas | A cara descubierta

Invitado
21 de noviembre, 2021

A cara descubierta. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

Salir de casa sin la mascarilla puesta equivalía a pasearse desnudo por la calle. No exagero. La demás gente se le quedaba viendo a uno con extrañeza y reprobación, hasta que se caía en la cuenta de que faltaba cierta prenda en la cara y se regresaba más corriendo que andando a ponérsela.

Aún prevalecía el exceso de celo con tal de prevenir los contagios de la covid-19 que llevó a imponer multas arbitrarias. Más valía prevenir que exponerse a serios desacuerdos con la autoridad vestida de uniforme y hacerse acreedor a la estancia no prevista en la cárcel.

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Por supuesto, siempre nos encontrábamos con dos o tres personas que no se tapaban la nariz bajo la justificación de que el trapo les incomodaba y no podían respirar. Razón no les faltaba si debían pasar el día entero fuera del hogar o les tocaba viajar hasta donde lo permitiera el cierre de carreteras. A veces el hule amenazaba con rebanar o deformar las orejas, de tanto apretar o estirarse, pero había que cuidarnos y lo aceptábamos.

Muchos pensamos que la gente cambiaría sus modales. Se taparían la nariz con el codo al estornudar y se pondrían el puño contra la boca al toser. También se conservaría cierta distancia al hacer la cola para esperar el transmetro, el autobús y el turno en el banco. Alguna enseñanza tendría que dejarnos tanta información que circuló para evitar que el coronavirus se propagara a millones por el aire y la superficie.

Sucedió lo contrario. Mecánicos, vendedores ambulantes, predicadores callejeros, etcétera, recorren varias cuadras sin la mascarilla puesta. Antes la utilizaban de tapafrentes o cubrepapadas, ahora no las llevan colgadas de las orejas.

Se acuerdan de utilizarlas para entrar en el supermercado o al almacén para averiguar si ya comenzaron los descuentos por el adelanto de la temporada navideña. Pueden toser o estornudar como si retaran a duelo al primero que ose criticarlos. Y se enojan, y hasta arman alboroto, y no les importa que los filmen para someterlos al pasajero escarnio de las redes sociales, si les piden por favor que se coloquen la mascarilla en su lugar. No es exclusivos de nosotros; pasa aquí y en cualquier parte.

En menos de dos años se regresó a lo de siempre; bastante lejos de la «nueva normalidad»; demasiado cerca de las mutaciones que acompañan a las enfermedades, producto del ambiente o de esos laboratorios donde se ensaya la guerra por otros medios.

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Salir de casa sin la mascarilla puesta equivalía a pasearse desnudo por la calle. No exagero. La demás gente se le quedaba viendo a uno con extrañeza y reprobación, hasta que se caía en la cuenta de que faltaba cierta prenda en la cara y se regresaba más corriendo que andando a ponérsela.

Aún prevalecía el exceso de celo con tal de prevenir los contagios de la covid-19 que llevó a imponer multas arbitrarias. Más valía prevenir que exponerse a serios desacuerdos con la autoridad vestida de uniforme y hacerse acreedor a la estancia no prevista en la cárcel.

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Por supuesto, siempre nos encontrábamos con dos o tres personas que no se tapaban la nariz bajo la justificación de que el trapo les incomodaba y no podían respirar. Razón no les faltaba si debían pasar el día entero fuera del hogar o les tocaba viajar hasta donde lo permitiera el cierre de carreteras. A veces el hule amenazaba con rebanar o deformar las orejas, de tanto apretar o estirarse, pero había que cuidarnos y lo aceptábamos.

Muchos pensamos que la gente cambiaría sus modales. Se taparían la nariz con el codo al estornudar y se pondrían el puño contra la boca al toser. También se conservaría cierta distancia al hacer la cola para esperar el transmetro, el autobús y el turno en el banco. Alguna enseñanza tendría que dejarnos tanta información que circuló para evitar que el coronavirus se propagara a millones por el aire y la superficie.

Sucedió lo contrario. Mecánicos, vendedores ambulantes, predicadores callejeros, etcétera, recorren varias cuadras sin la mascarilla puesta. Antes la utilizaban de tapafrentes o cubrepapadas, ahora no las llevan colgadas de las orejas.

Se acuerdan de utilizarlas para entrar en el supermercado o al almacén para averiguar si ya comenzaron los descuentos por el adelanto de la temporada navideña. Pueden toser o estornudar como si retaran a duelo al primero que ose criticarlos. Y se enojan, y hasta arman alboroto, y no les importa que los filmen para someterlos al pasajero escarnio de las redes sociales, si les piden por favor que se coloquen la mascarilla en su lugar. No es exclusivos de nosotros; pasa aquí y en cualquier parte.

En menos de dos años se regresó a lo de siempre; bastante lejos de la «nueva normalidad»; demasiado cerca de las mutaciones que acompañan a las enfermedades, producto del ambiente o de esos laboratorios donde se ensaya la guerra por otros medios.

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