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Historias Urbanas | Los daltónicos

Invitado
01 de agosto, 2021

Los daltónicos. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.


John Dalton, físico, químico y matemático inglés que vivió de 1766 a 1844, comprobó que sólo podía observar los colores púrpura y morado. El rojo, el naranja y el verde se le disolvían en los varios matices del amarillo.

Dedujo que la enfermedad es hereditaria, su hermano también lo padecía. Las mentes juiciosas de su tiempo no lo tomaron en serio. Pero su descubrimiento prevaleció con los años y hoy se conoce a esta anomalía visual como daltonismo.

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La variante más común del daltonismo implica la confusión entre el verde y el rojo. Donde se alza la ceiba, el daltónico cree hallarse ante un árbol tinto en sangre; todo amanecer y puesta de sol en la playa se le antojarán propios de otro planeta, no de la Tierra.

Este defecto se revela con toda su magnitud si el daltónico supo disimularlo al hacerse el examen para obtener la licencia que le permitirá manejar moto, carro o camión.

Es de suponer que miles de guatemaltecos portan entre sus cromosomas el gen del daltonismo. De otra forma no me explico por qué tantos motoristas, a cualquier hora, se atraviesan la calzada o la avenida cuando el semáforo está en rojo.

La herencia de los daltónicos

El otro día me disponía a cruzar la calle que me separa del campo donde salgo a hacer mis caminatas. Dio luz roja, varios motoristas venían a distancia y debieron darse cuenta.

Cuando noté que no disminuían su velocidad, y estaban dispuestos a seguir su marcha sin importarles que había peatón a la vista, invoqué al espíritu de Barry Allen para esquivar el peligro. Conté cuatro motoristas raudos, seguros de sí, dispuestos a ser los primeros en marcar tarjeta en sus trabajos.

Al regreso me paré en la esquina para levantar censo. No me atrevo a fijar el promedio, pero a riesgo de que me bajen puntos diré que seis de cada quince conductores de motocicleta son daltónicos.

Todos heredarán su condición a sus hijos, quienes se la transmitirán a sus nietos y así hasta el fin de la estirpe. Se pelearán por los bienes que deje el difunto, se desconocerán como familia, pero siempre los unirá la imposibilidad de distinguir entre el verde y el rojo.

Todo el que entra en negación es osado. Si no acepta su incapacidad para ejercer ciertas tareas, menos prestará atención a las sugerencias de moderar sus hábitos y cumplir con la visita al doctor que postergó desde el paso del huracán Mitch.

El daltónico se acostumbró a su condición, acaso se encoge de hombros, tal vez memorice la forma de las botellas para no tomar el envase de salsa picante en vez de la kétchup a la hora de servirse su almuerzo. Los demás, sobre todo si andan a pie y le causan estorbo en su camino, que se defiendan como puedan.

Te sugerimos leer:

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Dedujo que la enfermedad es hereditaria, su hermano también lo padecía. Las mentes juiciosas de su tiempo no lo tomaron en serio. Pero su descubrimiento prevaleció con los años y hoy se conoce a esta anomalía visual como daltonismo.

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La variante más común del daltonismo implica la confusión entre el verde y el rojo. Donde se alza la ceiba, el daltónico cree hallarse ante un árbol tinto en sangre; todo amanecer y puesta de sol en la playa se le antojarán propios de otro planeta, no de la Tierra.

Este defecto se revela con toda su magnitud si el daltónico supo disimularlo al hacerse el examen para obtener la licencia que le permitirá manejar moto, carro o camión.

Es de suponer que miles de guatemaltecos portan entre sus cromosomas el gen del daltonismo. De otra forma no me explico por qué tantos motoristas, a cualquier hora, se atraviesan la calzada o la avenida cuando el semáforo está en rojo.

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El otro día me disponía a cruzar la calle que me separa del campo donde salgo a hacer mis caminatas. Dio luz roja, varios motoristas venían a distancia y debieron darse cuenta.

Cuando noté que no disminuían su velocidad, y estaban dispuestos a seguir su marcha sin importarles que había peatón a la vista, invoqué al espíritu de Barry Allen para esquivar el peligro. Conté cuatro motoristas raudos, seguros de sí, dispuestos a ser los primeros en marcar tarjeta en sus trabajos.

Al regreso me paré en la esquina para levantar censo. No me atrevo a fijar el promedio, pero a riesgo de que me bajen puntos diré que seis de cada quince conductores de motocicleta son daltónicos.

Todos heredarán su condición a sus hijos, quienes se la transmitirán a sus nietos y así hasta el fin de la estirpe. Se pelearán por los bienes que deje el difunto, se desconocerán como familia, pero siempre los unirá la imposibilidad de distinguir entre el verde y el rojo.

Todo el que entra en negación es osado. Si no acepta su incapacidad para ejercer ciertas tareas, menos prestará atención a las sugerencias de moderar sus hábitos y cumplir con la visita al doctor que postergó desde el paso del huracán Mitch.

El daltónico se acostumbró a su condición, acaso se encoge de hombros, tal vez memorice la forma de las botellas para no tomar el envase de salsa picante en vez de la kétchup a la hora de servirse su almuerzo. Los demás, sobre todo si andan a pie y le causan estorbo en su camino, que se defiendan como puedan.

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