Historias Urbanas: Fuera máscaras
Todo riesgo de verse multado al no portar la mascarilla se convirtió en un recuerdo y una anécdota más.
Pues bien, las mascarillas para protegerse de posibles contagios de covid-19 y demás enfermedades virales dejaron de cubrir los rostros de la mayoría de personas que salen a hacer sus mandados a la calle.
En ocasiones calculo que la mitad de la gente que me encuentro camino a hacer mis compras anda con su mascarilla puesta. Otras veces se reduce a un tercio y hay lugares, sobre todo en los pueblos de la costa sur, donde todos los peatones ya andaban a cara descubierta desde hace meses. Todavía quedamos varios cautelosos, entre los que sobrevivimos al contagio y los que prefieren guardarse por aquellos de las dudas.
Todo riesgo de verse multado al no portar la mascarilla se convirtió en un recuerdo y una anécdota más. Ya no digamos el peligro de ir a prisión si el toque de queda lo sorprendía a uno aunque estuviera a dos segundos de abrir la puerta de su casa. La hoja de vida se manchaba sin querer.
Las actividades populares como el desfile de fieros de Villa Nueva, las fiestas de disfraces y la exhibición de barriletes gigantes en Sumpango, Santiago Sacatepéquez y Santa María Cauqué volvieron a atraer a centenares de personas. Prevaleció la alegría por retomar las tradiciones, divertirse en las calles y demostrar su creatividad. También se volvió a compartir los alimentos favoritos de los difuntos en los cementerios, aparte de llevarles su serenata y adornarles sus nichos.
Es de esperar que la mayoría de trabajadores que atienden a los clientes en gasolineras, almacenes y supermercados se liberen del suplicio de portar la mascarilla durante todo su turno laboral. Y mucho me gustaría que la gente que tiene el hábito de masticar su chicle a boca abierta tuviera el decoro de ponérsela. Nos ahorrarían el feo espectáculo que ofrecen sin consideración alguna para sus semejantes.
Historias Urbanas: Fuera máscaras
Todo riesgo de verse multado al no portar la mascarilla se convirtió en un recuerdo y una anécdota más.
Pues bien, las mascarillas para protegerse de posibles contagios de covid-19 y demás enfermedades virales dejaron de cubrir los rostros de la mayoría de personas que salen a hacer sus mandados a la calle.
En ocasiones calculo que la mitad de la gente que me encuentro camino a hacer mis compras anda con su mascarilla puesta. Otras veces se reduce a un tercio y hay lugares, sobre todo en los pueblos de la costa sur, donde todos los peatones ya andaban a cara descubierta desde hace meses. Todavía quedamos varios cautelosos, entre los que sobrevivimos al contagio y los que prefieren guardarse por aquellos de las dudas.
Todo riesgo de verse multado al no portar la mascarilla se convirtió en un recuerdo y una anécdota más. Ya no digamos el peligro de ir a prisión si el toque de queda lo sorprendía a uno aunque estuviera a dos segundos de abrir la puerta de su casa. La hoja de vida se manchaba sin querer.
Las actividades populares como el desfile de fieros de Villa Nueva, las fiestas de disfraces y la exhibición de barriletes gigantes en Sumpango, Santiago Sacatepéquez y Santa María Cauqué volvieron a atraer a centenares de personas. Prevaleció la alegría por retomar las tradiciones, divertirse en las calles y demostrar su creatividad. También se volvió a compartir los alimentos favoritos de los difuntos en los cementerios, aparte de llevarles su serenata y adornarles sus nichos.
Es de esperar que la mayoría de trabajadores que atienden a los clientes en gasolineras, almacenes y supermercados se liberen del suplicio de portar la mascarilla durante todo su turno laboral. Y mucho me gustaría que la gente que tiene el hábito de masticar su chicle a boca abierta tuviera el decoro de ponérsela. Nos ahorrarían el feo espectáculo que ofrecen sin consideración alguna para sus semejantes.