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Historias Urbanas: Hacer cola

Las señoras se quejan de la poca consideración por los ancianos y los niños, los que vienen de lejos se preguntan si mejor se regresan a sus pueblos y dejan el trámite para el próximo mes.

Personas esperando ser atendidas. Imagen de referencia.
Invitado
23 de octubre, 2022
Hacer cola. Literatura, música, historia y asuntos cotidianos, hallará en el blog dominical de José Vicente Solórzano Aguilar.

Aunque se llega bien temprano, siempre se encuentra a hombres y mujeres haciendo cola desde la noche anterior. Ahí están bien abrigados, apoyando la espalda en la pared, sentados en la acera o en los banquitos que les alquilan por hora. Comen los alimentos preparados en casa, compran los vasos de atol y de café que pasan ofreciéndoles antes de que amanezca. Tienen cara de desvelo, quisieran dormir aunque sea un rato, pero si lo hacen les madrugan el puesto.

Y no se crea que sólo hay veinte o treinta personas antes de que uno reciba su turno para entrar a la oficina y hacer el trámite largamente demorado. La misma cantidad, acaso un poco más, se incorpora a la cola poco después de que se asome el sol y aumente el movimiento de personas rumbo a sus trabajos a pie, en motocicleta, en carro y en bus. Desde la noche anterior pagaron para que les guardaran su espacio. La fila de gente aumentará hasta dar la vuelta por la esquina, cerca del semáforo y de los carros particulares que ofrecen transporte hasta las colonias de la zona 18.

La reserva de espacio se pagó a los tramitadores, los seres humanos especializados en aligerar la espera a cambio de una cuota módica por sus servicios. Los vemos en Migración, los puestos fronterizos con México, la Torre de Tribunales y los alrededores del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social. Algunos ostentan su condición, otros son más discretos, pero siempre detectan al impaciente, al que tiene prisa, al que pagará sin regateos con tal de aligerar el trámite y resolverlo ese mismo día, sin más dilaciones, porque se tiene que regresar a su pueblo que está a seis horas de distancia en camioneta y el permiso que le dieron en su trabajo no puede estirarse más allá de las 24 horas.

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Toda cola que se precie de serlo debe hacerse bajo el sol. Al comienzo es tibio y acogedor, se agradece después de pasarse buen rato expuesto al sereno de la madrugada. Pero después empieza a quemar con la persistencia de la lupa puesta encima del hormiguero para concentrar mejor sus rayos. Algunos son previsores y sacan sus paraguas para resguardarse. Otros se aprietan sus gorros en la cabeza, las mujeres acuden a sus pañuelos, y la mayoría se tapa con los fólderes donde llevan sus documentos, en original y en fotocopia. Así pasarán dos, tres, cuatro horas, el tiempo que los hagan esperar.

Porque después de la espera se asoman los funcionarios, con su uniforme y su gafete, a repartir los turnos. Esos números plastificados que garantizan la recepción del documento y otras horas de espera dentro del edificio. En ese momento la cola pierde su inmovilidad, llegan las personas que apartaron su espacio, la fila aumenta de tamaño y empieza la incertidumbre entre los que llegaron de último. ¿Será que los van a recibir? ¿Tendrán que venir el día antes, a pasar la noche, expuestos a que los asalten si los ven solos o a enfermarse ahora que la gente dejó de utilizar mascarilla? ¿Cuánto les pedirán los tramitadores si quieren saltarse todo el tiempo de espera? ¿Será una cuota razonable, o como te vean te cobran?

Los funcionarios tratan de mantener el orden, dan respuestas vagas a quienes les reclaman en voz alta. Al final ejercen su autoridad. Ya lo saben: denle un uniforme y un puesto al ciudadano común; al poco rato se volverá contra sus semejantes. La fila empieza a avanzar, los últimos esperan que apresure el paso, presienten que no los tomarán en cuenta. De repente se corre la voz: «ya no hay turnos», «sólo recibirán a cincuenta».

Las señoras se quejan de la poca consideración por los ancianos y los niños, los que vienen de lejos se preguntan si mejor se regresan a sus pueblos y dejan el trámite para el próximo mes. Al final, sólo unos pocos serán admitidos en el Reino y los demás dependerán de la buena fortuna para resolver sus gestiones sin que les cobren.

 

Historias Urbanas: Hacer cola

Las señoras se quejan de la poca consideración por los ancianos y los niños, los que vienen de lejos se preguntan si mejor se regresan a sus pueblos y dejan el trámite para el próximo mes.

Personas esperando ser atendidas. Imagen de referencia.
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23 de octubre, 2022
Hacer cola. Literatura, música, historia y asuntos cotidianos, hallará en el blog dominical de José Vicente Solórzano Aguilar.

Aunque se llega bien temprano, siempre se encuentra a hombres y mujeres haciendo cola desde la noche anterior. Ahí están bien abrigados, apoyando la espalda en la pared, sentados en la acera o en los banquitos que les alquilan por hora. Comen los alimentos preparados en casa, compran los vasos de atol y de café que pasan ofreciéndoles antes de que amanezca. Tienen cara de desvelo, quisieran dormir aunque sea un rato, pero si lo hacen les madrugan el puesto.

Y no se crea que sólo hay veinte o treinta personas antes de que uno reciba su turno para entrar a la oficina y hacer el trámite largamente demorado. La misma cantidad, acaso un poco más, se incorpora a la cola poco después de que se asome el sol y aumente el movimiento de personas rumbo a sus trabajos a pie, en motocicleta, en carro y en bus. Desde la noche anterior pagaron para que les guardaran su espacio. La fila de gente aumentará hasta dar la vuelta por la esquina, cerca del semáforo y de los carros particulares que ofrecen transporte hasta las colonias de la zona 18.

La reserva de espacio se pagó a los tramitadores, los seres humanos especializados en aligerar la espera a cambio de una cuota módica por sus servicios. Los vemos en Migración, los puestos fronterizos con México, la Torre de Tribunales y los alrededores del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social. Algunos ostentan su condición, otros son más discretos, pero siempre detectan al impaciente, al que tiene prisa, al que pagará sin regateos con tal de aligerar el trámite y resolverlo ese mismo día, sin más dilaciones, porque se tiene que regresar a su pueblo que está a seis horas de distancia en camioneta y el permiso que le dieron en su trabajo no puede estirarse más allá de las 24 horas.

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Toda cola que se precie de serlo debe hacerse bajo el sol. Al comienzo es tibio y acogedor, se agradece después de pasarse buen rato expuesto al sereno de la madrugada. Pero después empieza a quemar con la persistencia de la lupa puesta encima del hormiguero para concentrar mejor sus rayos. Algunos son previsores y sacan sus paraguas para resguardarse. Otros se aprietan sus gorros en la cabeza, las mujeres acuden a sus pañuelos, y la mayoría se tapa con los fólderes donde llevan sus documentos, en original y en fotocopia. Así pasarán dos, tres, cuatro horas, el tiempo que los hagan esperar.

Porque después de la espera se asoman los funcionarios, con su uniforme y su gafete, a repartir los turnos. Esos números plastificados que garantizan la recepción del documento y otras horas de espera dentro del edificio. En ese momento la cola pierde su inmovilidad, llegan las personas que apartaron su espacio, la fila aumenta de tamaño y empieza la incertidumbre entre los que llegaron de último. ¿Será que los van a recibir? ¿Tendrán que venir el día antes, a pasar la noche, expuestos a que los asalten si los ven solos o a enfermarse ahora que la gente dejó de utilizar mascarilla? ¿Cuánto les pedirán los tramitadores si quieren saltarse todo el tiempo de espera? ¿Será una cuota razonable, o como te vean te cobran?

Los funcionarios tratan de mantener el orden, dan respuestas vagas a quienes les reclaman en voz alta. Al final ejercen su autoridad. Ya lo saben: denle un uniforme y un puesto al ciudadano común; al poco rato se volverá contra sus semejantes. La fila empieza a avanzar, los últimos esperan que apresure el paso, presienten que no los tomarán en cuenta. De repente se corre la voz: «ya no hay turnos», «sólo recibirán a cincuenta».

Las señoras se quejan de la poca consideración por los ancianos y los niños, los que vienen de lejos se preguntan si mejor se regresan a sus pueblos y dejan el trámite para el próximo mes. Al final, sólo unos pocos serán admitidos en el Reino y los demás dependerán de la buena fortuna para resolver sus gestiones sin que les cobren.