Quizá duerman un par de horas, o se pasan la noche entera en vela diciéndose que repondrán el sueño durante el día. La cuestión es no faltar al lugar donde los convocaron. Reciben su camiseta, su gorra y su bandera; se apuntan en la lista para que no les falte su vaso de duropor con café y su pan con jamón.

Luego se los llevan en picop hasta dejarlos cerca de la parada de bus más concurrida. A la señal convenida empiezan a agitar sus banderas. Algunos soplan sus silbatos, otros alzan las fotografías del candidato bien vestido, bien peinado y bien trajeado. La voz brota de los altoparlantes para invitar al electorado a que no se olvide de marcar una equis sobre el símbolo fácil de identificar con sus colores rojo, azul, blanco y verde.

Los más arrechos sólo salen con su chaleco aunque amanezca briseando. Los más friolentos se abrigan hasta las orejas y no falta quien utilice la mascarilla porque la covid-19 lo dejó delicado de los pulmones. Ahí permanecen con sus banderas en alto hasta que dan las ocho de la mañana, los llevan de regreso al punto de partida y les sirven su desayuno.

Todo sea porque se fijen en ellos y no los olviden a la hora de repartir las plazas laborales si es que el partido logra meter a un par de concejales en la municipalidad e igual cantidad de diputados en el Congreso. Procuran tomarse todas las fotos que puedan con el candidato para mostrárselas cuando ocupe su oficina y recordarle que ahí estuvieron apoyándolo mientras los demás lo criticaban y hasta se reían de ellos.

Los demás madrugadores los observan desde los autobuses que los llevan a la Central de Mayoreo, desde sus carros con vidrios polarizados y desde sus motocicletas. Algunos revisan sus relojes para consultar la hora: comprueban que son las cuatro y media de la madrugada. Tan temprano salen a hacer bulla, se dicen. Después, viene a la mente cierta frase que escucharon en la penúltima sesión laboral: la calle está difícil, cuesta que salgan las oportunidades, hay que aceptar lo que caiga.