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Historias Urbanas: Retrato del auto olvidado

Me refiero a esos carros que se quedan abandonados por años en calles poco transitadas de barrios y colonias. Cierto día el motor dejó de responder. Trataron de resucitarlo en vano al transferirle energía.

Invitado
20 de febrero, 2022
Retrato del auto olvidado. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

Pasan el resto de sus días expuestos al sol y la lluvia. Aguantan el calor que deja quemaduras donde no se aplicó el bloqueador solar y el frío que raja los nudillos de las manos. Después de pasearse orgullosos por calles y carreteras, terminan sus días como mingitorios. Nadie se preocupa por moverlos y venderlos por un puñado de quetzales a los chatarreros.

Me refiero a esos carros que se quedan abandonados por años en calles poco transitadas de barrios y colonias. Cierto día el motor dejó de responder. Trataron de resucitarlo en vano al transferirle energía. Y seguro dio su batalla por dar un paso más con tal de no defraudar a su dueño. Pero no se consiguió.

Atrás quedó ese día memorable cuando fueron a sacarlo de la agencia y se confirmó su posesión al completar el pago en cuotas. En ese tiempo el dinero todavía estaba a la par del dólar. Las cifras eran engañosas: parecía poco dinero, pero costaba ganarlo. Pocos podían darse el gusto de contar con un auto nuevo y reluciente. No era un Mercedes, un Volvo o un Mustang, pero tampoco hacía falta: sacaba la tarea.

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Ya no se dependía de los préstamos a los familiares o de aprovecharse a escondidas de los autos propiedad de la empresa para sacar de paseo a la esposa y los patojos que siempre preguntaban a dónde iban a salir. Llegó a ser la niña de los ojos; cuidado quien somataba la puerta al cerrarla o le daba un rayón al capó. Se esmeraba por llevarlo al mejor taller y no le echaba gasolina de cualquier marca.

Llegó el ocaso. Alguna vez trataron de robárselo; el ladrón dio un portazo de la frustración y se fue echando pestes por el tiempo que perdió. Cierto día, la pelota tirada de un derechazo por uno de los albañiles de la cuadra dejó su cicatriz en el parabrisas. La intemperie opacó los colores, el óxido instaló sus colonias en toda pieza de metal a la vista. Y ahí sigue de recuerdo, con la hierba creciendo alrededor de las llantas y el pavimento casi intacto bajo la sombra. Estoy seguro que me lo volveré a encontrar la próxima vez que pase por esa calle.

Historias Urbanas: Retrato del auto olvidado

Me refiero a esos carros que se quedan abandonados por años en calles poco transitadas de barrios y colonias. Cierto día el motor dejó de responder. Trataron de resucitarlo en vano al transferirle energía.

Invitado
20 de febrero, 2022
Retrato del auto olvidado. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

Pasan el resto de sus días expuestos al sol y la lluvia. Aguantan el calor que deja quemaduras donde no se aplicó el bloqueador solar y el frío que raja los nudillos de las manos. Después de pasearse orgullosos por calles y carreteras, terminan sus días como mingitorios. Nadie se preocupa por moverlos y venderlos por un puñado de quetzales a los chatarreros.

Me refiero a esos carros que se quedan abandonados por años en calles poco transitadas de barrios y colonias. Cierto día el motor dejó de responder. Trataron de resucitarlo en vano al transferirle energía. Y seguro dio su batalla por dar un paso más con tal de no defraudar a su dueño. Pero no se consiguió.

Atrás quedó ese día memorable cuando fueron a sacarlo de la agencia y se confirmó su posesión al completar el pago en cuotas. En ese tiempo el dinero todavía estaba a la par del dólar. Las cifras eran engañosas: parecía poco dinero, pero costaba ganarlo. Pocos podían darse el gusto de contar con un auto nuevo y reluciente. No era un Mercedes, un Volvo o un Mustang, pero tampoco hacía falta: sacaba la tarea.

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Ya no se dependía de los préstamos a los familiares o de aprovecharse a escondidas de los autos propiedad de la empresa para sacar de paseo a la esposa y los patojos que siempre preguntaban a dónde iban a salir. Llegó a ser la niña de los ojos; cuidado quien somataba la puerta al cerrarla o le daba un rayón al capó. Se esmeraba por llevarlo al mejor taller y no le echaba gasolina de cualquier marca.

Llegó el ocaso. Alguna vez trataron de robárselo; el ladrón dio un portazo de la frustración y se fue echando pestes por el tiempo que perdió. Cierto día, la pelota tirada de un derechazo por uno de los albañiles de la cuadra dejó su cicatriz en el parabrisas. La intemperie opacó los colores, el óxido instaló sus colonias en toda pieza de metal a la vista. Y ahí sigue de recuerdo, con la hierba creciendo alrededor de las llantas y el pavimento casi intacto bajo la sombra. Estoy seguro que me lo volveré a encontrar la próxima vez que pase por esa calle.